Paul Auster y la invención de los noventa

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Paul Auster (1947-2024)
Paul Auster (1947-2024)Foto: Reuters
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Paul Auster inventó los noventa. Si bien La trilogía de Nueva York se comenzó a publicar once años antes, los lectores en español descubrimos la potencia de esta obra hasta que la editorial Anagrama la tradujo. Para muchos lectores sin él la década no sería (ni hubiera sido) la misma. Auster suena a los noventa. Y los noventa suenan a Auster.

La fruición con la que circulaban sus libros no se volvería a presentar jamás. Esa enfebrecida prodigalidad con el que se intercambiaban de mano en mano. El azoro del descubrimiento. La urgente necesidad por contagiar al otro del mismo entusiasmo. Por volverlo parte de la religión. Ese fervor que comprendías en cuanto comenzabas a leerlo. En una época en la que no teníamos tiempo libre para despotricar contra las traducciones. Estábamos demasiado ocupados en las historias para preocuparnos del anagramés. (Nadie terminó hablando o pensando como gachupín a pesar de la sobredosis de Auster).

Sufrimos una intoxicación que duró exactamente una década. Desde la aparición de El palacio de la luna hasta Tombuctú. Si bien irrumpió una nueva generación de escritores, más jóvenes, más cínicos, más descarnados, la pasión por Auster era insobornable. Cada nueva entrega se convertía en un acontecimiento. Ningún otro autor gringo vivo gozaba del mismo fervor. Ni Delillo, ni Pynchon, Ni Mailer. Cuyo grado de dificultad los reservó para un público especializado. Auster conquistó al lector en español como si se tratara de otro escritor latinoamericano. En términos de popularidad, Auster fue Murakami antes que Murakami. Con la diferencia de que la obra del primero es infinitamente superior que la del segundo.

EL CONCEPTO de La Gran Novela Norteamericana es un tema recurrente dentro de la tradición literaria gringa. Quizá comenzó con Moby Dick. Quizá antes. Desde su planteamiento, incontables autores se han propuesto, consciente o inconscientemente, escribir la novela definitiva. Aquella que se sitúe por encima de todas. El pico de la montaña más alta. Sobra decir que esto es una ilusión. Que no existe. Pero en esa búsqueda se han escrito grandes libros. Historias que se han enquistado en el corazón de la gente de manera perdurable.

La ilusión era una de las materias de trabajo favoritas de Auster. En base a ella escribió una de las Grandes Novelas Norteamericanas: Leviatán. Que se ha ganado un lugar en el panteón de las grandes obras junto a La canción del verdugo, A sangre fría o El corazón es un cazador solitario. En el nombre están cifradas sus intenciones: la referencia a la ballena. Al monstruo que todo narrador de su estatura aspira a matar. Un relato clarividente, la existencia de Benjamin Sachs, claro antecedente de un real Unabomber.

Leviatán es una extensión de la pesadilla que la guerra inculca en los individuos. Y de cómo ese monstruo despierta tiempo después para reclamar su lugar, como lo haría el monstruo de la escritura en la vida del propio Auster. Si toda escritura es autobiográfica, para Auster el acto de narrar sería por completo metafórico. Este recurso convertiría al autor en un maestro del misterio entendido como la materia que anima la escritura. Decir que se basó en su propia vida para crear sus ficciones es quedarse en la superficie. Aunque sus novelas estén salpicadas de referencias personales.

El misterio, que no la literatura de misterio, fue un ingrediente que alimentó el arte de Auster. Qué otra cosa es el azar sino el misterio que se oculta detrás de los acontecimientos. Auster lo domesticó y lo puso al servicio de las tramas. No es que volviera explicable lo inexplicable, lo utilizó para construir un universo personal hasta entonces inédito en la literatura. Lectores de literatura “seria”, que jamás se habían acercado a la novela negra, ni siquiera en su corriente más metafísica, devoraron las obras de Auster con la misma intensidad con que se leía a los clásicos.

El placer de leer a Auster en los noventa se volvió adictivo. El misterio detrás de Mr. Vértigo confirmó a Auster como un autor con una capacidad de fabulación única. El argumento de este libro lo reveló como el dueño de una imaginación perteneciente a otra época. En el 97 llegó a la mesa de novedades en español La trilogía de Nueva York, otra de las obras de Auster que merecen el título de La Gran Novela Norteamericana. Reunida en tres libros, produjo por fin la hecatombe responsable de que admiremos a Auster como lo hacemos ahora. Quizá no lo recordemos, pero fue una de las lecturas luminosas del fin de milenio.

Se produjo un fenómeno extraño, a pesar de haber sido publicada originalmente durante la década de los ochenta, La trilogía de Nueva York describía a la perfección la realidad que vivíamos. Sin la información de la página legal, nadie habría sospechado que era un libro con unos años a cuestas. Parecía escrito en ese mismo momento. Y ese efecto escapa a la atemporalidad inherente a algunas obras. La trilogía de Nueva York es la novela más adelantada a su época de la segunda mitad del siglo xx. Se enquistó en el panorama con la facilidad con la que sólo lo hacen los clásicos.

LA VIDA DE AUSTER no estuvo exenta de desgracias. Como les ocurrió a otros titanes, el éxito finalmente vino acompañado de tragedia.

Su preocupación por los aspectos de la paternidad, tan presente en su obra, cobró forma en la realidad con la muerte de su nieta. Pero esta vez la figura del padre era la de su hijo. Un yonqui que dejó al alcance de su hija unos gramos de heroína. La pequeña se los llevó a la boca y tuvo una muerte accidental. Aquejado por el dolor, meses después el hijo se suicidó. Como una broma cruel de la realidad, lo que ocurría parecía la trama de una de sus novelas. Una que nunca se atrevió a contar. Como tampoco abordó su enfermedad en la ficción. Auster fue diagnosticado con cáncer. Y contrario a la moda imperante de escribir al respecto, optó por guardar silencio.

Para Auster, tanto las alegrías como las desdichas eran un asunto que nunca externaba. Cuando le preguntaron qué se sentía ser un rockstar de las letras, respondió que nada como cambiarle los pañales a su hija para tener los pies en la tierra.

En el 99 Auster publicó Tombuctú. La hermosa historia de un perro hablando en primera persona. Cerraba así una etapa gloriosa. Ese mismo año se publicó una obra que volaría en pedazos muchas de las nociones que se tenían hasta entonces de la literatura: La broma infinita. Le tocaba a Foster Wallace y a los miembros de su generación reclamar la corona que Auster había ostentado por más de una década. Su lugar como uno de los imprescindibles ya lo tenía asegurado.

Vendría otro Auster. Uno ambicioso, que emprendió labores titánicas como la ambiciosa 4 3 2 1.

Perdió la batalla contra el cáncer a los 77 años. Dejando, como dijo el crítico Eduardo Lago, un silencio devastador.