Este fin de semana llegó a Netflix

Bardo, de Iñárritu, un vals visual con bailarines mexicanos

La coreógrafa Priscila Hernández comparte a <i>La Razón</i> cómo trabajó con el realizador; de la escena de los caídos explica: “No sólo era pensarlo desde la sensación, el cuerpo, sino también en beneficio de los encuadres, tomas, lentes...”

El equipo de la película, durante la grabación en el Salón Los Ángeles, donde se recreó el California Dancing Club.
El equipo de la película, durante la grabación en el Salón Los Ángeles, donde se recreó el California Dancing Club. Especial

El ajolote mexicano es una salamandra que habita en el fondo de los lagos y canales de Xochimilco. En su ciclo de apareamiento se alboroza en movimientos circulares con su contraparte sexual en una danza que ha sido denominada “el vals del ajolote”. Pertenecen a una especie que ante la adversidad, y por su misma fragilidad, se encuentran en peligro de desaparecer; pero, la breve esperanza que brinda su capacidad de regeneración ante una herida es suficiente para continuar esa danza que los acerca a la muerte. Un elemento en Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades.

La nueva película del director mexicano Alejandro González Iñárritu llegó este fin de semana a Netflix después de casi dos meses de su estreno en salas de cine. En ésta, no sólo se juega con la figura del ajolote como un elemento metafórico hacia la imagen del mexicano, quien aun en la adversidad, catástrofe y pérdida, encuentra la manera de regenerarse desde el cortejo, la fiesta y el baile.

En este vals visual llamado Bardo, se presentan momentos donde la coreografía está en un estado latente. El ganador del Oscar en una entrevista dijo que “la película no hay que entenderla sino sentirla”. Dicho esto, claramente pudiera definir el principio de la danza.

En el filme se pueden encontrar momentos donde la coreografía es palpable, en otros más sutil y sigilosa. La protagonista del discurso fílmico, la escena de “los caídos”, por ejemplo, es una secuencia en la cual en un día normal en el Centro Histórico de la Ciudad de México se ve a peatones colapsar, desvanecerse y, desde un tempo muy exacto, caer por el principio de gravedad. La secuencia estuvo a cargo de la bailarina y coreógrafa fílmica Priscila Hernández.

En entrevista con La Razón, la directora de la agencia Rêves dijo que el director siempre fue preciso en cuanto a lo que quería en relación con la coreografía y que si bien ella y su equipo, conformado por Diego Basantes, Cecilia Sanz, Valeria Gaona y Javier Moreno, no contaron con el guion, la premisa era clara: “Personas que van caminando en un día cotidiano y de pronto, como si fuesen marionetas, les cortan las cuerdas”.

En la escena de “los caídos”, el realizador mexicano Alejandro González Iñárritu buscó mucho improvisar desde la estructura coreográfica planteada por la bailarina&nbsp; y coreógrafa Priscila Hernández.
En la escena de “los caídos”, el realizador mexicano Alejandro González Iñárritu buscó mucho improvisar desde la estructura coreográfica planteada por la bailarina  y coreógrafa Priscila Hernández.

“El primer acercamiento que tuvimos con Iñárritu fue con la escena de ‘los caídos’, personas que se desvanecen, los desaparecidos. Corporalmente él sabía lo que necesitaba. Desde este punto y por más de un año, trabajamos un laboratorio corporal a partir de la caída. No sólo era pensarlo desde la sensación, el cuerpo, sino también en beneficio de los encuadres, tomas, lentes…”, comentó.

Para lograr esta escena, la coreógrafa agregó que tuvieron que realizar un casting de más de 300 bailarines, los artistas del cuerpo tuvieron que ser seleccionados de manera artesanal. Por otra parte, mencionó Diego Basantes, asistente de coreografía en Bardo, que si bien no hay una danza per se, debía ser muy coreográfica desde un tiempo, dinámica visual y adaptar los elementos cinematográficos.

“Buscamos explorar la caída desde el existo y dejo de existir, buscábamos una no conciencia del cuerpo al caer… jugar desde lo cotidiano. Los bailarines fueron vitales para lograrlo”, explicó Basantes.

De manera que dicha escena se queda en una imagen que impacta desde su inmediatez, pero ante la necesidad de continuar la narrativa de la historia, no permite que el espectador tenga el suficiente tiempo para contemplar el efecto de un cuerpo desvanecido. No obstante, se asienta un precedente en el cine: cuando algo no se puede lograr con efectos especiales o dobles de riesgo, la mejor manera de resolverlo es desde la danza, coreografía y bailarines.

Por otra parte, en la cinta, el personaje principal, Silverio, interpretado por Daniel Giménez Cacho, vive cansado de sentir y decir lo que piensa; de crear metáforas sin sentido poético, de recordar todo el tiempo que “los hombres rudos no bailan”. En este punto, la escena en el salón California Dancing Club, se puede entender dos cosas: la primera, que ante el baile, realmente se demuestra tal cual es; y lo segundo, si bien su propia danza es la única manera en la que encuentra su propia libertad de su misma prisión, la halla hasta que ésta es opacada por el propio ego de reconocerse ante nunca haber sido reconocido por su papá.

La coreógrafa fílmica refirió que para esta escena, Giménez Cacho ya estaba metido en ese trabajo desde lo actoral, dirigido e inspirado desde Iñárritu.

“Eso no estuvo coreografiado. Él ya estaba muy metido en el personaje de Silverio cuando nosotros llegamos. Me di cuenta de lo genio que era sin la necesidad de ponerle una coreografía. Su danza, tan única, veraz y natural”, resaltó Priscila Hernández. Además, Basantes apuntó que sólo funcionaron como guía para resaltar lo que le funcionaba al actor desde lo orgánico.

En la escena del California Dancing Club, donde se observa a un Silverio mucho más honesto consigo mismo desde su cuerpo, su baile y su necesidad de liberarse y ser quien realmente es, pudiera compararse —en un nivel menos profundo— con la del “baile en el baño” en el Joker, donde el personaje de Joaquin Phoenix puede encontrarse con su verdadero ser desde la danza.

Hacia el final de Bardo, Silverio comienza a preguntarse cuál era la canción que su padre bailaba, a reconocer que no ha podido soltar lo que nunca nació; a comprender que vive en una realidad pasteurizada y que, en su deseo de recordar esa música, dejó de moverse desde su palpitar y decide enfrascarse en este vals circular eterno que, a diferencia de los ajolotes, él tiene que seguir repitiendo una y otra vez, pues se ha convertido en ese anfibio: “Observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos…” , como refería Julio Cortázar en Axolotl.