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Palabras como hongos en época de lluvias

LA UTORA

Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Mis libros arman una fiesta y no invitan. Deciden dónde asomar en los anaqueles, gestionan su espacio a voluntad. Aunque regularmente los ordeno, al par de semanas están de nuevo en caos: la mía es de veras una biblioterca. Hace días puse eso en Twitter; a muchas y muchos les gustó el neologismo “biblioterca”.

Me fascinan voces como ésa, efímeras; brotan igual que hongos en esta época de lluvias. Azarosas, obligan a frenar el paso y volver los ojos para ver si leímos bien. Incorporan matices agradecibles. A veces se me aparecen al teclear, pero casi siempre las acuño cuando requiero una expresión inexistente. Soy como el carpintero que busca una cuña específica, ésta no aparece y fabrica una nueva, con trozos de madera arrumbada. De palabra vieja. Por ejemplo, a raíz de un incidente en mi cuadra caí en cuenta de que no conozco ni a la mitad de las personas con quienes comparto calle hace una década. “Vecinear” no es lo mío, pensé. Y en un poema reciente describía el atuendo de una “mujer minifáldica”. La imagen tiene lo suyito.

Además de divertirme al crear giros nuevos, registro los que oigo de pasada. Carolina Domínguez, colega y amiga, señala “la pobrecitud”, sello de quienes usan como bandera el “pobrecita, pobrecito de mí”, mientras el regio escritor regio Toño Ramos Revillas asume que cuando va la señora de la limpieza, él primero levanta un poco la casa, para que no lo juzgue “desquehacerado”. Pero mi surtidor más fecundo de neologismos son las lecturas. Están los que memoricé hace años en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: “Ya viene la golondrina / Ya viene la golonfina / Ya viene la golontrina […] La golonniña / La golongira / La golonlira / La golonbrisa”. Son de Vicente Huidobro, en Altazor. Insuperables.

Comparto algunos hongos coloridos y texturosos que encontré recientemente: en Sólo un poco aquí, María Ospina Pizano señala que la tángara, ave migratoria excepcional, “alea absorta”. Qué verbo tan bien aceitado. Edmundo Paz Soldán apunta en La mirada de las plantas: un personaje “avanza por un sendero enmalezado” y Jazmina Barrera cita a Elena Garro, en La reina de espadas, diciendo: “Es tan abracadabrante esa historia”. Veo ambos perfectamente. Un poema de Otra forma de bolero, del librero Max Ramos, atina al decir que la voz poética va “prisando la ciudad”, y esa cumbre literaria llamada María Negroni se duele en El corazón del daño: “Madre, tenías hambre, estalladamente tu obsesión sin nombre, las iras que ocultabas” y lamenta el “desquerimiento mucho”. Se adhiere a mi lengua esa expresión.

Me fascina el perfil desenfadado de los neologismos. Hasta su incorrección. No me contradigan: son de una belleza querible y (diría el salvadoreño Salarrué) como para ir por la calle sonrisándose en tormenta.