La carta perdida que Revueltas envió a su juez

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Ilustración Rafael Miranda Bello La Razón

Le habían dado una pequeña mesa para trabajar, junto a una ventana donde podían verse los árboles del jardín. Por un sueldo de seis mil pesos al mes —una fortuna para sus menguados bolsillos— debía redactar textos para el Comité Olímpico Mexicano, de acuerdo a un contrato temporal de cinco meses, firmado el 27 de mayo de 1968. Acostumbrado a hacer trabajos por encargo —así hizo varios guiones de películas—, el gran escritor cumplió de manera disciplinada su tarea durante unas semanas.

Pero sucedió algo en ese verano, y este hombre quien después de todo era un militante, un convencido de su causa, una encarnación fanática de la honestidad, no podía permanecer indiferente a ello: en los primeros días de julio había estallado el movimiento estudiantil en la ciudad de México.

José Revueltas (1914-1976), era experto como prisionero político —tenía 16 años cuando fue encarcelado por primera vez a raíz de una huelga—, disidente del Partido Comunista Mexicano y del Partido Popular, fundador de la Liga Leninista Espartaco —matriz de la izquierda radical de los años sesenta y setenta— y, sobre todo, un escritor de envergadura, autor de novelas y cuentos de inspiración dostoyevskiana y celiniana, imprescindibles en la historia de la literatura mexicana del siglo XX.

Tenía 54 años cuando las marchas estudiantiles rompieron el silencio y la estabilidad de un régimen. En París, la revuelta estudiantil de mayo se apagaba —luego de sacudir el gobierno de Charles De Gaulle, héroe mítico de la Segunda Guerra Mundial—, Daniel Cohn Bendit, el anarquista emblemático, ya había sido expulsado. En Praga, los tanques soviéticos acabarían con el movimiento reformista, precursor de la caída del Muro de Berlín.

Pero en México el entusiasmo movilizaba a miles de estudiantes, había marchas, brigadas de volanteo, una huelga en todos los centros de estudio, y batallas campales con los granaderos. Todos los grupos izquierdistas radicales se volcaron al movimiento, pero las demandas, reducidas en realidad —diálogo con el gobierno, desaparición del cuerpo de granaderos, derogación del artículo de la ley que penaba el delito de “disolución social”—, expresaban en el fondo un ansia de democracia, formal y real.

Era el México del desarrollo estabilizador y del milagro mexicano, con una clase media pujante, donde una década antes el movimiento ferrocarrilero había sido reprimido severamente, pero también era el único país latinoamericano que rechazó el veto estadounidense a Cuba. En la capital, la bohemia artística se reunía en la Zona Rosa alrededor de un pintor magnífico y escandaloso, José Luis Cuevas, quien se burlaba de los muralistas clásicos, especialmente Diego Rivera. En la Casa del Lago se concentraban los artistas y escritores jóvenes. La televisión era ingenua y conservadora. Había celebridades como Cantinflas o María Félix; entre los escritores destacaba Juan Rulfo, y no se vislumbraba le fueran a dar el Premio Nobel a Octavio Paz —quien era embajador en la India—; el secretario de Educación Pública era Agustín Yáñez, un escritor de gran talla. El Palacio de Lecumberri era todavía una cárcel.

José Revueltas, conspirador permanente, apenas comenzó el movimiento abandonó de inmediato su empleo en el Comité Olímpico y en solidaridad con los estudiantes se fue a vivir con ellos la huelga en Ciudad Universitaria, que luego fuera tomada por el Ejército. Del mismo modo como Herbert Marcuse (1898-1979), el autor de Los días terrenales y Dios en la Tierra llegó a concebir a los estudiantes como un nuevo sujeto revolucionario.

El 2 de octubre, la fecha trágica, el otoño de la Revolución. Esa noche en Tlatelolco, los líderes del Consejo Nacional de Huelga (CNH) fueron apresados. Se buscó y encarceló también a José Revueltas, acusado de ser “el autor intelectual del movimiento estudiantil”. De hecho, el juez argumentó para su auto de formal prisión: “Tiene plena conciencia de que su arma es su mente, de donde emanan sus enseñanzas para abrir a su vez la conciencia en el mundo estudiantil”. Este era un juez verdaderamente lúcido.

De hecho, dos años después de su detención, Revueltas escribe una “Carta Abierta al Juez Mac Gregor”, la cual está recopilada en mi libro La razón y la afrenta. Antología del panfleto y la polémica en México, publicado en 1995 por el Instituto Mexiquense de Cultura, ya agotado.

Es un texto notable, el cual demuestra la arbitrariedad jurídica de su detención, pero sobre todo, impugna un sistema, ironiza, y expone el alma de un disidente (y no hacía concesiones a su propia ideología, su libro Los errores, vetado por el Partido Comunista, lo había dedicado a Imre Nagy, el símbolo de la revuelta húngara de 1956 contra la tiranía estalinista, movimiento comenzado por los estudiantes de Budapest y aplastado sangrientamente por el Ejército rojo).

“Rodeados de cosas y gentes sin denominación, de sombras conjuradas que actúan con nombres supuestos, alias indecibles, materias opacas, disfraces, usurpaciones, y un lenguaje de nadie: leyes, jueces, tribunales, acusaciones, magistrados, conjeturas, informes presidenciales, oficio de tinieblas y tinieblas de oficio, de papeles, de considerandos, de gritos de Independencia y de mentiras, de ignominias sublimes, de mierda y escupitajos. Un mundo de máscaras y gesticulaciones, donde la única realidad es la de que estamos presos, y de que estamos presos porque somos presos políticos”.

Por el movimiento estudiantil de 68, José Revueltas estuvo preso dos años y medio. Además de este panfleto escribió en prisión El apando y Material de sueños (uno de los cuentos, “Hegel y yo”, versa también sobre su experiencia en el Palacio Negro, como era conocido Lecumberri).

En la tumba su lápida tiene grabado como epitafio una frase de Goethe, citada paradójicamente por Marx: “Gris es la teoría, pero verde es el árbol de la vida”.

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