Ilustración Rafael Miranda Bello La Razón
OTROS ARTÍCULOS DEL AUTOR
El premio Nobel a un rebelde
Cuando Mijaíl Bulgákov escribió a Iosif Stalin
La celebración de Michel Tournier
D. H. Lawrence y el apocalipsis
MÁS EN NOTAS RELACIONADAS
La estación de trenes de Zapotlán, el grande, era un edificio de ladrillo y puertas de madera. Desde la Revolución, de vez en vez, las tropas de distintos bandos acampaban a su alrededor. Ahora había un tumulto, pues muchas personas huían de la guerra cristera. Entre la gente se abrían paso una mujer y un niño, ambos cargaban bultos de ropa. Como pudieron subieron al vagón. Al niño le emocionaba el viaje, el ferrocarril era todavía un símbolo en los sueños.
Consiguieron sus asientos. La madre le dijo al niño: “Vas a dormir recargado en mis piernas, nada más avance el tren”. No hubo ningún pero que valiera. Era una orden y la madre se mostró inflexible. ¿Por qué privarlo de ver el paisaje por la ventanilla? Qué cosas extrañas deciden los adultos.
Se escuchaban los gritos en la estación y el sonido del tren al partir.
Revisaron sus boletos. La madre recostó entonces la cabeza del hijo y la cubrió con su chal. El debía dormir aunque apenas fuera el atardecer. En aquellos tiempos, los niños obedecían a las madres y él se había resignado. El tren comenzó su marcha. Después de un rato, la madre empezó a respirar pesadamente al quedarse dormida.
Al darse cuenta —la obediencia tiene un límite— el niño levantó con suavidad la cabeza y la sacó del chal. Pegó el rostro a la ventanilla, a lo lejos el crepúsculo se encendía sobre las montañas. De pronto vio al primero, luego otro y otro más, en todos y cada uno de los postes a la orilla de las vías estaba uno, eran los colgados, a quienes su madre no quería mirara. Los ojos del niño permanecieron abiertos un rato, contemplando la escena. Lo supo en secreto, era ese un paisaje del infierno.
El general llegó al centro de operaciones, los oficiales del Estado Mayor se cuadraron. Era un hombre duro, curtido en las batallas, valiente y feroz.
“¿Qué clase de guerra es ésta? En el camino para acá no he visto ni un solo colgado”. Semejante a Craso, el general romano, quien llenó la Vía Apía de crucificados al aplastar la insurrección de los esclavos, Joaquín Amaro (1889-1952), indio huichol, hizo algo similar. Como era un hombre culto quizás había leído esa historia.
El niño creció, se hizo actor, editor, ajedrecista y, sobre todo, escritor.
Juan José Arreola (1918-2001) nunca olvidó esa tarde en el tren cuando viajó con su madre en los tiempos de la guerra cristera, llamada así pues los federales y los agraristas les llamaban cristeros a los campesinos católicos alzados en armas.
Una vez en el restaurante del lago de Chapultepec, cerca de las Lomas, el escritor departía con algunos de sus amigos. Había regresado de París y lo festejaban ruidosamente. El contaba anécdotas —siempre le gustó charlar—, de pronto, como una sombra adusta pasó junto a su mesa un hombre viejo y firme, con gafas redondas y un capote militar sobre sus hombros, tras sus espaldas un oficial cargaba su portafolio. Arreola se calló, es como si un demonio le hubiera impuesto el silencio, o el pudor de un ángel le quitara las palabras de la boca.
Sin saberlo, quien más habría de influir en su literatura, incluso más que Schowb y Kafka —sus dos grandes maestros—, se acababa de cruzar con él. Ya era un general cuando Arreola todavía era un niño.
De los tres grandes de Jalisco –los otros dos son Juan Rulfo y Agustín Yañez–, Arreola prácticamente no toca en su literatura a la Revolución y sus secuelas. A la violencia de la historia la ignora, a cambio de suscribir una literatura fantástica, mágica; viñetas delicadas o intensas, en lugar de la circunstancia trágica expuesta con personajes simbólicos, como puede leerse en Confabulario y Varia Invención, dos de sus principales libros. En La Feria, la imaginación pareciera revivir el pueblo mítico de la infancia.
La imagen de los colgados alimentó sus pesadillas en algún tiempo, no su obra literaria, pero de alguna manera esos colgados en los postes de las vías del tren, influyeron de manera oculta en lo omitido y en lo creado por Juan José Arreola.
El habría de convertirse en una celebridad literaria, un poco extravagante, con su capa andaluza, su sentido del humor, pues hasta de comentarista deportivo en la televisión hizo, bastante raro —capaz de citar a Homero para describir un partido—; trataba también de educar la sensibilidad literaria de la gente y recomendaba se leyera a Papini y a Borges.
En aquella noche, después de que pasó junto a él el general Joaquín Amaro, recuperó el habla y decidió recitar a sus amigos unos versos escritos junto al río Sena. Más tarde al dormir, no supo porqué, se vio a sí mismo con su madre subiendo a un tren eterno.