Mariano Azuela: Los de Abajo y Gregorio Ortega

Caminar por una gran capital del mundo con el estómago vacío, es algo memorable especialmente si quien lo hace es un escritor como Knut Hamsun (1859-1952). Es el tema de su novela Hambre, cuyo relato se basa en su experiencia como periodista mal pagado, vagando por las calles de Cristiania.

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Este hombre también era periodista y muchos días los pasaba con hambre. Caminaba por las avenidas de Madrid y se quedaba viendo un buen rato el escaparate de las pastelerías. Era una manera de consolarse.

Sin embargo, no hacía dramas. Sus artículos eran buenos y empezó a conocer personalidades sobre todo de la vida literaria madrileña, la cual le interesaba especialmente por una misión que había asumido: dar a conocer un gran libro, muchos años ninguneado.

Gregorio Ortega Hernández (1888-1981), el hambriento frente a las pastelerías, tenía las ilusiones normales de todo joven ambicioso: triunfar en la vida, pero esto para un periodista significa, en medio de la vorágine, rendir testimonios, comunicar ideas, disputar por la verdad, siendo creíble y respetado por los lectores.

Si no se está un poco loco, es difícil ser un buen periodista. Este Gregorio Ortega tenía este toque que los dioses le han dado en general a la gente de este oficio, pero hablamos de una locura generosa, que conste.

Así pues, había una obsesión de Ortega, lograr el reconocimiento para una novela: Los de Abajo, de Mariano Azuela (1873-1952), rodeada por el silencio desde su aparición en 1916. Ortega la conoció siendo amigo de los hijos de Azuela y desde ese momento pensó era una gran injusticia la cometida con este autor.

Puso manos a la obra y logró que el periódico El Universal Gráfico la republicara por entregas, con un gran éxito entre los lectores —y un silencio obstinado de los críticos y de los colegas—. A Azuela le pagaron con cincuenta ejemplares de una edición limitada.

Ortega, probando fortuna ya en Madrid en el año 1926, conminó a Azuela para que le enviara ejemplares, algunos autografiados. Él mandó 30. Ya se tenían confianza, así que le platicaba: “Esta segunda mitad de mes vivo en una maravillosa miseria. En una alegre miseria”.

Además de escribir artículos, caminar por las avenidas de Madrid y detenerse a mirar los escaparates de las pastelerías, frecuentaba tertulias y grandes personajes. Y siempre terminaba en dar el libro de Azuela. Y empezó a tener éxito. Comenzaron las primeras reseñas —todas laudatorias— y corrió la fama del novelista mexicano, quien él mismo había vivido la Revolución como médico militar y escribía a veces sobre una roca mientras escuchaba los balazos y los cañonazos.

Y le cuenta al escritor: “Mis amigos aprenden en sus páginas lo que significa para nosotros la frecuencia de la sangre”. Y por supuesto busca se haga la edición española del libro, lo cual lograría en 1928, aunque el editor incumpliera el compromiso del total de las regalías.

Ya Gregorio Ortega, convertido en el representante de Azuela, no pudo litigar el asunto, pues la policía española lo deportó a Francia por participar en una manifestación republicana contra la monarquía.

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Pero eso le daría la oportunidad, en plena Belle Epoque, de promover a Los de Abajo en París, cuna de grandes destinos literarios. El mismo se dedicó a traducir al francés el libro para darlo a conocer ahí. Dice Michel Tournier: “Quien no es capaz de admiración es un miserable”. Ese género de miseria no la conocía Ortega.

Los de Abajo, es un libro de la decepción acerca del movimiento revolucionario, pues retrata las barbaridades, la inconciencia, la crueldad de los alzados en armas, aunque al mismo tiempo, con gran virtud literaria —recogiendo el habla real—, revive una gesta, hace vivir un romance épico, en cuya fuerza sombría se manifiesta la injusticia y la lucha por enfrentarla.

20 años después de haber sido escrita, la novela de Azuela empezó a ser tomada en cuenta en México. Pero esto no se habría logrado sin el esfuerzo de Gregorio Ortega. Y Mariano Azuela siempre lo reconoció. Incluso dijo deberle su carrera literaria.

Ya viejo —es la costumbre en México— le dieron todos los reconocimientos, incluyendo el Premio Nacional de Literatura en 1950. El Presidente en turno pronunció discursos, la prensa lo llenó de elogios, la novela agotó sus ediciones.

En realidad el escritor y el admirador —quien terminaría siendo un periodista exitoso— habían triunfado desde hacía mucho tiempo, cuando, por el genio de uno y la generosidad del otro, ambos se rindieron frente a la grandeza de la literatura.

La Carta

Madrid, 3 de septiembre de 1926

Señor doctor don Mariano Azuela

Admirado amigo:

Desde hace varios días vengo viviendo con la intención de escribirle, pero esta vida dura mía, de trabajo y privaciones, lo ha impedido.

Preocupaciones inmediatas, de la ciudad, del periódico, de la casa. Pero hoy es indispensable que lo haga, y que lo felicite: usted ha triunfado, con evidencia magnífica, en España; no podía ser otra cosa. A los responsos gramaticales de don Victoriano, a las ridículas anotaciones de Carlos González Peña les opongo esa admirable nota de don Enrique Díez-Canedo, el crítico más exigente de España. A la admiración tímida de allá, tan llena de reparos —que ni el estilo, que ni etcétera— la gran admiración que usted ha suscitado aquí, en Valle Inclán, en Rivas Cherif, en Azaña, en González Martínez. ¡Cuánto siento que no esté usted aquí! Ahora, a intentar la edición española.

Que estas noticias le lleguen en buen día, en un excelente día, que a mí me enorgullece el dárselas, porque tengo a honra mi admiración por usted. Díez-Canedo lo saluda. Sería conveniente que usted le escribiera a Lealtad 20, así como a otros. Acuérdese de su amigo de siempre,

ORTEGA

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