El último poema de amor del camarada Flores Magón

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Ilustración Rafael Miranda Bello La Razón

Era alto y su personalidad se imponía siempre, aunque ahora las enfermedades lo hacían caminar encorvado, casi ciego, pues veía sólo sombras. Formado en la fila para recibir su comida, estaba con él otro mexicano, moreno y pequeño. Ambos eran respetados por los otros presos y no se metían con ellos.

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Ya eran trece años de su vida los padecidos en distintas cárceles de Estados Unidos y México. Quizás los peores tiempos fueron los vividos en las tinajas de San Juan de Ulúa con sus paredes viscosas donde pululaban las arañas del tamaño de un puño o las ratas se acercaban a morder y por ello debían turnarse para espantarlas y poder dormir. Ahí, en esas mazmorras húmedas y oscuras, se habían deteriorado sus pulmones y su visión.

Su culpa siempre tuvo que ver con la palabra. La palabra era algo sagrado y por eso era perseguida. Nunca tuvo en sus manos un arma, sólo contaba con la palabra vuelta artículos, manifiestos, panfletos, cuentos, obras de teatro, para despertar a los oprimidos, a los proletarios.

El creía obsesivamente en el poder de la palabra, era para él poderosa, semejante a la de los profetas bíblicos, un incendio, una pasión, era como un llamado en el desierto, igual a un trueno, aunque podía ser algo tan dulce como un anhelo fervoroso: “Hijo de los desesperados, tú serás un hombre libre”.

Los dos hombres se fueron a comer aparte de los demás. Ricardo Flores Magón (1873-1922), tosía en momentos y hablaba con voz ronca. Su camarada Librado Rivera (1864-1932) sabía un secreto: Ricardo estaba enamorado. Ahí en Leavenworth, Kansas, donde purgaban su sentencia por escribir un manifiesto contra la guerra, una convocatoria a los anarquistas del mundo, había conocido a Helen White, una camarada tan convencida de los ideales como Emma Goldman, lo visitaba y le llevaba libros y manzanas.

“Le escribí un poema”, dijo Ricardo, siempre tan serio y reservado, compartía esa intimidad con Librado como si fuera un adolescente. Habrá en la bodega miles de botellas/ de vino dulce/ pero una será nuestra/ y la beberemos juntos/ en una tarde de primavera/ con el cálido sol en los corazones.

“Lo voy a hacer en inglés y espero le guste a ella”. El viejo revolucionario había aprovechado muchas de sus estancias en la cárcel para aprender a fondo varios idiomas: dominaba además del inglés, el francés, el italiano, el portugués; el latín, el griego y el náhuatl. Y hablaba también en caló, el de los barrios bajos, el de las prisiones.

Como Dostoyevski, veía en las prisiones un reducto de la humanidad caída y culpable, pero si para el gran escritor ruso esa condición expresaba un mal metafísico, para el anarquista era el reflejo de un sistema que oprime y destruye la bondad humana.

Su propia condición como preso, era el pago a una postura irreductible contra el sistema, su lucha era contra el gobierno, el clero, el capital. Para eso había fundado el periódico Regeneración como un insurrecto: “La lucha es la vida, la vida encrespada y rugiente que abomina el suicidio y sabe herir y triunfar”.

Los actuales grupos anarquistas, con nuevas reivindicaciones —como la defensa de los animales, la ecología, el feminismo radical, la denuncia de los grandes corporativos, la utopía de las comunidades indígenas liberadas como promueven en la sierra de Oaxaca— han sido despojados del nombre de ese periódico mítico, usado ahora como el título del órgano de su movimiento por un político que se hace llamar “presidente legítimo”.

Andrés Manuel López Obrador debería respetar el nombre de Regeneración, pues no le pertenece, sus herederos son otros.

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A Librado Rivera le conmovió el enamoramiento de Ricardo cuyo ánimo y tiempo habían sido entregados a la causa, como un monje le da su vida a Dios. Ahora tenía una ilusión personal. “Se va a oír bien ese poema en inglés”, le dijo. “Hoy por la noche lo hago, me voy a pulir pues ella escribe unos versos muy bellos, mejores que los de Lord Byron”, contestó alegremente el autor de cientos de panfletos revolucionarios. Se levantaron de comer y fueron a entregar sus bandejas. Ya tendrían tiempo en sus celdas.

Esa fue la última noche de Ricardo, el verdugo se acercó como una sombra sorpresiva y lo estranguló. El párrafo final de su último texto —aludiendo a un requisito del gobierno de Estados Unidos para liberarlo, que pidiera perdón por su manifiesto—, fue: “Si la idea de que el hombre debe ser el lobo del hombre entra en mi cerebro, entonces me arrepentiré. Pero como esto nunca sucederá, mi suerte está decretada, tengo que morir en prisión como un criminal”.

La Cámara de Diputados en México le rindió un homenaje al saber de su muerte. Pero sus camaradas lo desdeñaron. La Confederación de Ferrocarrileros gestionó la repatriación de Ricardo Flores Magón y transportó su cuerpo en un vagón especial. Su ataúd fue cubierto con una bandera rojinegra. En varias estaciones hubo multitudes para despedirlo.

El pueblo no lo olvidó.

En esta historia, la anarquista Helen White no se perdió, su nombre real era Lilly Sarnoff y nació en Rusia en 1899. Usaba ese seudónimo para escribir artículos y poemas en la prensa libertaria norteamericana y colaboraba en una organización para ayudar a los presos anarquistas, así conoció al revolucionario mexicano. Vivió muchos años hasta ser anciana.

Ella también amaba a Ricardo y comprendió su mística: “Sólo el que sufre sabe comprender al que sufre”.

Una vez viajó a México y visitó su tumba. “Qué extraño, en la Rotonda de los Hombres Ilustres, un monumento”. Las cenizas no importan, sólo la memoria. El camarada Librado le había contado de aquel poema, tal como estaba en su recuerdo: con el cálido sol en los corazones, murmuró ella en ese lugar. Y no pudo evitar unas lentas lágrimas, como las gotas de lluvia resbalan de las hojas de un árbol después de una tormenta.

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