Ilustración Rafael Miranda Bello La Razón
Ya oscurecía, a lo lejos el crepúsculo rojizo se apagaba. El hombre desmontó en la entrada de un lienzo de la hacienda de San Pedro, nadie supo si acaso sintió acercarse una sombra quien habría de dispararle en la cabeza, a la mala, por la espalda.
Cuando estas cosas suceden siempre quedan cabos sueltos. Era el hijo del señor de Tolimán, un muchacho de apenas 16 años, quien huyó después de matarlo, pero un peón alcanzó a verlo escapando como alma que lleva el diablo.
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El caballo se quedó junto al cadáver de su amo. Hubo a quienes les dio lástima el animal, ahí suelto y fiel, ni siquiera relinchó con el balazo. Decidieron atravesar el cadáver en el caballo para llevarlo a su casa, a paso lento. Esa misma noche lo velarían.
La esposa lavaría el cuerpo y lo vestiría con su mejor traje, los antiguos cristianos hacían eso. Alguien fue por los cirios y por el cura, a nadie se le ocurrió informar a las autoridades. ¿Para qué? Mucha gente se moría en esos tiempos, como si la Muerte cosechara en abundancia.
Al padre del hombre lo habían colgado de los pulgares, una banda de revolucionarios crueles como la fregada. Otros de sus hermanos habían también muerto violentamente, como si fuera una maldición. Pero ya lo decía, esto pasaba con muchos en aquellos días. Vino un viento y se los llevó a todos: la guerra, la peste, las venganzas, las rivalidades, la mala suerte. Era un viento terrible pasando por los caseríos, por los valles, por las montañas, hasta en las ciudades arrasó.
Quizás el muchacho se contagió de tanta violencia, así había crecido, oliendo a la muerte, acostumbrado a ella. Dicen que había bebido aguardiente disgustado por la riña de su padre con el dueño de San Pedro, quien reclamó pastaran sus animales en sus tierras.
Por ese motivo asechó al hombre y luego lo mató. Ni en el cielo ni en el infierno se explican esas tonterías, aunque suceden.
El rezo de las mujeres era un murmullo lúgubre. El rosario, monótono, hipnotizaba. Su madre le dijo después de abrazarlo: “mataron a tu padre” y luego lo olvidó todo ese rato, dedicada a su marido en la muerte como lo había estado en la vida.
El niño se asomó a la habitación, ya habían puesto a su padre en una caja, por eso no pudo verlo por última vez. Tenía seis años de edad pero ya poseía conciencia, pensó así en la muerte por primera vez. No podía imaginar una noche eterna, ni un paraíso para gente buena como su padre, la muerte era tan sólo ese hombre inmóvil ahí, en medio de la sala, acompañado de mucha gente y de murmullos cuyo recuerdo iba a permanecer con él toda su vida, como una tristeza secreta e indestructible.
El asesino de su padre se llamaba Guadalupe Nava. Luego lo sabría Juan Rulfo (1917-1986). Esta historia, un drama íntimo en su existencia, le inspiraría sin embargo uno de sus cuentos: “Diles que no me maten”, donde el asesino se convertiría en Juvencio Nava, huyendo durante 35 años hasta que el Coronel, hijo de su víctima, puede fusilarlo. En este texto la víctima llevaría el nombre del asesino en la vida real, Guadalupe, en una curiosa inversión propuesta por el autor quizás para señalar la condición de víctimas de todos, tanto del muerto como del muerto en vida en el cual se había convertido su asesino, vagando irredento hasta que la venganza es consumada.
En el fondo la muerte de su padre inspiró toda su obra, porque en ella se reflejó un espíritu herido. En Pedro Páramo, a todos los temas: el poder, el abuso, la soledad, o si se quiere, el caciquismo, el mal, la melancolía, se les sobrepone uno —realizado con genialidad literaria—, el imposible diálogo con los muertos.
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Esta novela confronta la devastación humana y en ese sentido, respondiendo a la realidad trágica de la Revolución
—como uno de sus trasfondos—, alcanza su calidad universal.
Es difícil, por otra parte, disociarla de su origen: el impacto de la muerte del padre en ese niño. “—Han matado a tu padre. —¿Y a ti quien te mató, madre?”. Ella murió de tristeza dos años después que su esposo.
En una entrevista antes de morir, Rulfo dijo: “Hasta ahora no he encontrado el punto de apoyo que me demuestre porque en esta familia sucedió en esta forma y tan sistemáticamente esa serie de asesinatos y crueldades”.
En realidad el punto de apoyo en su existencia fue la literatura, definida por él de la siguiente manera: “La literatura es una mentira para poder decir la verdad”.
Y la verdad más profunda está siempre a flor de piel en sus libros. “¿Has oído el llanto de un muerto?”, pregunta uno de los fantasmas en Pedro Páramo. No, nadie ha podido oír eso, pero seguramente, en algunas ocasiones especiales, los muertos lloran.