Paul Léautaud: misantro, excéntrico, libre...

Textos anteriores que no debes perderte:

Stalin, el demonio desatado

Albert Camus

Serguei Esenin, el último poeta ruso

Místicos y Magos en el Tíbet

Todas las tardes, ensimismado en sus pensamientos, atravesaba ese parque, indiferente frente a las parejas o los niños; en un brazo cargaba una bolsa con comida y en la mano derecha portaba su bastón. Componían su atuendo una corbata manchada de moño imposible, un saco con algunos parches y un chaleco igual de viejo, su pantalón bombacho y unos botines empolvados junto con un sombrero ridículo y arrugado terminaban por definir su imagen, entre la extravagancia y el descuido.

De pronto observó a un grupo de hombres con vestimenta de obreros, algo hacían. Se detuvo porque escuchó unos ruidos peculiares y le molestaron sus risotadas, de pronto un pequeño ser corrió por el césped dando chillidos, bañada en gasolina era una bola de fuego, se trataba de una rata a la cual habían incendiado.

Este hombre detestaba a los demás hombres, pues la mayoría eran autores de las maldades del mundo; algunos se salvaban de su desprecio, podían ser incluso agradables a pesar de no ser capaces de salvar a la Humanidad, condenada indefectiblemente.

Soltó así su bolsa y la emprendió a bastonazos contra esos obreros.

—¿Qué le pasa a este viejo? —gritó uno de ellos eludiendo los golpes, que no tenían mucha fuerza, propinados con sus brazos fláccidos, de anciano. Hicieron entonces un corro alrededor de él, quien seguía buscando golpearlos y darles su merecido por divertirse de esa manera. Uno se acercó por detrás y le quitó el sombrero, asomaron unos cabellos ralos en una cabeza de frente pronunciada, él resoplaba ya por el esfuerzo, trastabilló murmurando: “idiotas, sois unos idiotas”.

Se escucharon varios silbatazos y un policía se acercó a toda prisa, los hombres emprendieron la huida, mientras tanto unos niños se acercaron curiosos para contemplar a la rata humeante quien se había desplomado al pie de una banca, el crepúsculo parisino con sus nubes rojizas al poniente iluminaba de manera mortecina la escena, pronto la noche cubriría todo.

El policía ayudó a Paul Léautaud (1872-1956) quien a duras penas se había agachado para recoger su sombrero, se lo caló con dignidad; el guardián del orden levantó su bolso y en ese momento, dueño ya de su compostura, el escritor emprendió su marcha de nuevo apoyado en su bastón. Ya no quiso saber más.

Al llegar a su casa en Fontenay–aux–Roses–, abrió un viejo cancel de madera y entró al patio rodeado de un jardín selvático, al fondo se advertía una cabaña de piedra en medio de la oscuridad, lo recibieron sus gatos reclamando su comida, de un tapa banco bajó su mona quien otras veces se escondía tras las hierbas crecidas del jardín.

Antes de la última guerra —ya había vivido dos guerras mundiales—, llegó a tener recogidos treinta y ocho gatos, veintidós perros y una cabra bautizada con el nombre de una celebridad parisina. Su vivienda era un asilo para todos estos animales y curiosamente cierta armonía reinaba ahí, aunque el dueño de la casa debía esforzarse en darles de comer a todos, mantener la limpieza, pagar al veterinario. Reconocía cuando uno de sus animales iba a morir, lo acompañaba en su agonía y lo enterraba luego en el jardín, sosteniendo un rato su sombrero en las manos ante la pequeña tumba.

A sus ochenta años de edad, habiendo renunciado a periódicos o revistas donde colaboraba —siempre por mantener su libertad contra cualquier intento de censura—, se le hizo imposible mantener a todos sus protegidos, se empeñó en lograr los adoptaran. Ahora ya sólo tenía una media docena de gatos y a su mona, a quienes alimentaba puntualmente con papas hervidas y pedazos de pan que él también comía.

Este hombre escribió durante 70 años dos diarios, uno llamado literario y otro personal. Sobre ello escribió: “Ciertos momentos de mi vida los he vivido dos veces: viéndolos, y en seguida al escribirlos. Sin duda los he vivido más profundamente al escribirlos”.

Su obra, como un testimonio de la vida parisina en distintos periodos, es muy importante, con su dureza frente a sus contemporáneos, sus burlas irónicas, su misantropía. Julio Ramón Ribeyro escribió: “Será necesario leer cada mañana, antes de empezar el día, un par de páginas del diario de Paul Léautaud, a fin de afrontar la vida sin ninguna pretensión, ni énfasis, ni ilusión”.

En sus diarios resaltan a veces sus reflexiones en torno a la muerte: “Anoche durante la cena, al mirar estos muebles, estos objetos, en medio de las cuales vivo, hasta esta luz que me alumbra, pensaba que llegará un momento cuando deje todo esto para siempre, encerrado entre cuatro tablas bajo tierra. Todo lo que quiero tanto, las calles, el aire, París, tales libros, tales ensoñaciones, una mujer, un gato, amigos, hasta recuerdos de infancia, mis sueños de escritor, las alegrías de mi espíritu, mis placeres de la lectura. Ya no saber nada de aquello, ni sentir, ni oír. Pensar en eso me da una gran sacudida al corazón y al cerebro”.

Cuando enfermó el viejo, un matrimonio compasivo se lo llevó a morir a su casa. Todavía escribió en su diario cinco días antes de fallecer. En la agonía, sus últimas palabras fueron: “cuiden a mis animales”. Su mona se murió después de tristeza. Sus gatos se dispersaron por el barrio. Al fin eran callejeros.

Temas: