Literatura y venganza

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La venganza es una semilla que, si se siembra en tierra fértil, prolifera y consume el espíritu del inoculado; es una pasión y un oficio. Y tiene muy mala fama, aunque no siempre merecida, quizá deberíamos hallarle un lugar en nuestras vidas: les da rumbo. Jamás diría que soy un experto en este asunto, sin embargo, gracias a que durante varios años escribí una novela sobre la venganza —que por fin estará en librerías en 2018—, tengo notas y reflexiones sobre el tema. Aquí las comparto.

VENGANZA Y HONOR

Cuando pensamos en una sociedad basada en el honor, es normal que vengan a nuestra mente los caballeros que rescataban princesas o los nobles que se batían a duelo por un insulto. La sociedad del honor por excelencia es la Edad Media. William Ian Miller, experto en las sagas islandesas y en las sociedades de aquel tiempo nos explica que el honor no era solamente un conjunto de reglas para controlar la conducta de las personas. Era una competencia: reflejaba el estatus de cada quien. El respeto propio no significaba nada, todo el honor dependía de qué tanta reverencia sintieran los demás por cada individuo dentro de esa lucha: lo determinaban los juicios de los demás, quienes eran, a la vez, jueces y enemigos en esa batalla. Ganar honor era forzosamente restárselo a alguien más. Los amigos también ayudaban a que las personas se posicionaran más alto en la jerarquía, no por cómo te juzgaban, sino por ser quienes eran: dime con quién te juntas y te diré cuánto honor tienes. Por supuesto, esos amigos fácilmente podían volverse enemigos en la lucha por acumular honor.

Sin duda, dice Ian Miller, los hombres honorables podían ser emulados, igual que santos. Pero quien los emulaba no alcanzaba su estatus: así pues, y esto es clave, la ruta más corta para alcanzar las cimas del honor era apropiarse el de alguien más. Entonces, quienes lo detentaban debían estar siempre alertas frente a los retos y afrentas que los amenazaban.

Y quien no contestaba a las vejaciones, tarde o temprano perdía todo su honor. Por supuesto, era imposible responder a todos los retos, Así, lo primordial era mantener vivo en los demás el temor de vengar las ofensas sufridas. Para ello, ser capaz de intimidar a los adversarios con la posibilidad de una venganza resultaba fundamental.

Por supuesto, remarca Ian Miller, la defensa del honor no siempre pasaba por un baño de sangre. También se podía obtener al ser pacífico e ignorar un insulto, por el éxito comercial en el extranjero, por ser íntegro, justo y por ser un guerrero exitoso. La antítesis del honor, ya vimos, era la vergüenza, por eso comencé con este asunto.

Hoy día creemos que todas las personas tienen la misma dignidad o rango, en ese sentido, las sociedades de honor han quedado atrás, al menos como idea fundadora de las grandes democracias liberales. Y es que a diferencia de las batallas por ganar honor, en una democracia nadie debe luchar por su dignidad humana: esa está reconocida en nuestras constituciones, a través de los derechos humanos. Además, tampoco es legal cobrarse las afrentas por propia mano, o no siempre. La cancha donde se jugaba al honor ha sido acotada de forma severa. Sin embargo, nuestras sociedades no son ajenas a la cultura del honor que describí. Por un lado, en muchas sociedades aún existen costumbres basadas en el honor: pensemos en esos casos terribles que leemos en los periódicos de familiares que le tiran ácido a las mujeres que “faltan al honor” de la familia. O recordemos la cantidad de padres y madres que echan de casa a sus hijas embarazadas o a sus hijos homosexuales, basados, de nuevo, en la idea del deshonor. Pero la idea no sólo persiste en algunas costumbres. Y la venganza, que es la búsqueda por salvar el honor, es un tema recurrente en la ficción. Los personajes movidos por el deshonor y el deseo de venganza son fácilmente creíbles. Esto último es importante: los lectores aceptan que debido a las afrentas, el personaje está justificado para hacer casi cualquier cosa. Basta con narrar una afrenta imperdonable para explicar la motivación de un personaje. ¿Por qué mengano hace eso? Claro, todo empezó porque... y aquí viene la afrenta. Lo anterior arroja luz sobre lo siguiente: si bien ya no vivimos en sociedades de honor (la dignidad de las personas no depende de sus hazañas), aún entendemos bien la estructura de aquellas sociedades. De hecho, hay quienes anhelan una vuelta a ese pasado glorioso en donde las personas defendían su honor en duelos, cobrando venganza: “la aristocracia era tan educada y elegante y honorable”, se dicen. Es fácil fantasear que en tiempos pretéritos a uno le hubiera correspondido ser princesa,  duque; sin embargo, lo más probable es que la gran mayoría de nosotros hubiésemos sido lacayos, siervos, esclavos, sin ningún honor.

Aún existen costumbres basadas en el honor: pensemos en esos casos terribles que leemos en los periódicos de familiares que le tiran ácido a las mujeres que ‘faltan al honor’.”

UN TEMA CLÁSICO

Decía que una de las formas para explicar de manera verosímil los periplos y los actos, incluso los más estrafalarios, de cualquier personaje de ficción, es entender sus motivaciones: qué le pasó en su infancia, qué quiere ser en su edad adulta; hacia dónde lo inclinan sus gustos, sus perversiones, el carácter que se ha forjado. La literatura está llena de personajes motivados por la venganza. Y si juzgamos por la cantidad de títulos que siguen publicándose con personajes así, parece que a escritores y lectores les continúa pareciendo atractiva esa motivación, que es muy simple y quizá básica, como una fuerza enraizada en el corazón de nuestro ser que no puede extirparse. Seremos iguales en dignidad, cosa que defiendo sin cortapisas, pero eso no termina con la lucha por el estatus social.

La venganza y el honor son temas clásicos de la literatura, como el amor: ahí está la Ilíada. En Shakespeare hay múltiples venganzas, incluso Pedro Páramo puede leerse como una historia cuya motivación básica es cumplir una venganza:

—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

—Así lo haré, madre.

Sin duda, en este diálogo Rulfo sintetiza de manera magnífica el espíritu de la venganza: cobrar caro lo que te quitaron. Ahora, pese a que la formulación es muy sucinta, hay muchas formas de recobrar lo que te pertenece y, por lo tanto, distintas formas de venganza. Aristóteles Lozano, personaje central de la novela que, como dije, escribo desde hace unos años, está metido de lleno en el oficio, y en la novela nos propone una clasificación de la venganza que aquí retomo: la reactiva, la obsesiva y la fría.

LA VENGANZA REACTIVA

Esta forma de venganza parece, como veremos, una respuesta casi natural de los seres humanos ante las vejaciones a las que son sometidos. Parecería que si no enseñáramos a los niños a contener el ímpetu de venganza, los patios de colegio serían un hervidero cotidiano de venganzas y claro, como ahí se forman las personas, la vida entera sería así. Porque está en todas partes, la venganza reactiva es la menos interesante de todas, es como hierba mala que no da flores bonitas.

Otelo, la famosa tragedia shakespeareana de celos y asesinatos, es también una historia de venganza. Yago quiere vengarse de Otelo porque sospecha que el moro tuvo una noche de pasión con Emilia. Urde todo un plan para desquiciarlo (la venganza de Yago es del tipo frío, que veremos más adelante) a través de los celos. Y pronto lo consigue, gracias al rumor que le susurra a Otelo de que Desdémona es amante de Casio. Para fortalecer las sospechas, Yago consigue un pañuelo que el moro le regaló a su amada el día de su boda y lo deja en los aposentos de Casio. Luego le hace creer a Otelo que su esposa le ofreció a Casio aquel pañuelo como muestra de amor. Celoso, lleno de ira, Otelo fragua un plan sencillo y urgente: matar a la amada en su habitación, cuando nadie escuche.

Apagaré esta luz... y luego aquella. Si apago esta luz y luego me arrepiento, puedo volver a encenderla, pero si te apago a ti, luz clarísima, primor y ejemplar de la naturaleza, ¿dónde hallaré el fuego de Prometeo, para volverte a dar la vida? Si arranco la flor de su tallo, ¿cómo he de restituirle su frescura y lozanía? Necesario es que se marchite. Quiero respirar por la última vez su deleitoso aroma. (La besa). ¡Oh regalado aliento de su boca, casi bastas para arrancar el hierro de la mano de la justicia! Otro beso y nada más. ¡Quédate así, cuando te mate, que muerta y todo te he de amar! Otro beso, el último. Nunca le hubo más delicioso ni más fatal: lloremos. Mi llanto es feroz, y mi ira es como la de Dios, que hiere donde más ama.

Y Otelo la estrangula en una reacción impulsiva ante su furia. La venganza reactiva no está mediada por el cálculo.

Hallamos este mismo tipo de venganza en Carrie, la famosa novela de Stephen King, que tiene al menos dos versiones cinematográficas. La narración comienza mostrándonos cómo los compañeros de preparatoria de Carrie la humillan, especialmente las chicas populares de la escuela, muy a la gringa. Nos cuenta el narrador:

Ahí estaban todos esos años de “acortemos las sábanas de la cama de Carrie” en el campamento de la Juventud Cristiana y “encontré esta carta de amor de Carrie para Flash Bobby Pickett, hagamos copias y repartámoslas” y “escóndele las bragas en alguna parte” y “ponle esta culebra en el zapato” y “zambúllela otra vez, zambúllela otra vez”.

Por otro lado, su madre es una fanática religiosa y controladora. Carrie no tiene con quién ir al baile de graduación. Pasa las tardes practicando con su poder de telequinesia. Un buen día una compañera se apiada y le pide a su novio, Tommy, uno de los guapos de la escuela, que le pregunte a Carrie si le gustaría ser su pareja en la fiesta de fin de año. No me detendré en los detalles de ese ardid, pero logra que Carrie y el guapo sean votados los reyes de la graduación. Cuando están a punto de ser coronados, los bañan en sangre

de cerdo. Humillada, Carrie acude a su poder de telequinesia y comienza su venganza que pretendía inocente:

Se volvió de espaldas. En su rostro pintado sus ojos enloquecidos miraban las estrellas. Se había olvidado de ¡El poder! Era el momento de darles una lección […]. Allí estaba el sistema de irrigación. Ella podía abrirlo, podría hacerlo fácilmente. Lanzó una risita aguda y se levantó, caminó descalza hasta las puertas del vestíbulo. Hacer funcionar el sistema contra incendios y cerrar todas las puertas. Mirar hacia adentro y dejar que ellos vieran que los estaba mirando y riéndose de ellos mientras el agua estropeaba sus vestidos y sus peinados y le quitaba brillo a los zapatos.

Y Carrie abre el agua, cierra las puertas y provoca un incendio que resulta mortal. Fuera de sí, sus decisiones ya no son conscientes:

En su rostro lívido se destacaban dos afiebradas manchas rojas que coloreaban sus mejillas. Su cabeza palpitaba intensamente y había desaparecido todo pensamiento consciente. Se alejó de las puertas tambaleante y las mantuvo cerradas, aunque sin propósito ni plan alguno.

Este párrafo nos muestra una característica importante de la venganza reactiva: carece de plan, es impulsiva, casi infantil. Además, está colmada de rencor.

LA VENGANZA OBSESIVA

Esta venganza se persigue como el aire, cuando te ahogas. Los personajes que la emprenden suelen estar trastornados incluso antes de experimentar el hambre de cumplirla. No tengo duda de que Ahab es el mejor ejemplo de esta forma de la venganza. Recordemos que la razón por la que busca con desesperación a Moby Dick es que la ballena le arrancó una pierna.

Un capitán, con sus tres botes desfondados a su alrededor, entre los remos y los hombres que giraban en los remolinos, se había lanzado como un duelista de Arkansas contra la ballena, aferrando el cuchillo plantado en la rota proa, en el ciego intento de alcanzar, con una hoja de seis pulgadas, la vitalidad del monstruo, situado a una braza de profundidad. Ese capitán era Ahab. Fue entonces cuando Moby Dick pasando por debajo de Ahab su mandíbula en forma de hoz, le segó la pierna con la misma facilidad con que una guadaña corta una brizna de hierba en un prado.

Pero no sabemos por qué fantasmas de su espíritu, la obsesión de Ahab por darle caza a Moby Dick no sólo captura todo su ser y lo llena de rencor, sino que lo transfigura:

No hay, pues, muchas razones para dudar que desde ese encuentro casi fatal Ahab alimentó una terrible necesidad de venganza contra la ballena, que cada vez se exacerbó más en él. Pues en su insensata obsesión llegó a identificar con Moby Dick no sólo todos sus males físicos, sino todas sus exasperaciones intelectuales y espirituales.

Así, el capitán se vuelve la representación humana de la venganza obsesiva: “En esta obsesión mía con la Ballena Blanca tu cara debe ser para mí como la palma de la mano: un vacío sin labios ni forma. Ahab es ya Ahab para siempre, hombre”, le dice a Starbuck. Es decir, así como el viento sólo puede soplar; y las olas únicamente pueden caer sobre las islas y los continentes, ya sea en sus playas o en sus acantilados; así Ahab no puede más que intentar vengarse de Moby Dick y hace hincapié en ello: “Hablándole a los dioses: ¿desviarme? no podéis desviarme sin desvaríos a vosotros mismos. El camino de mi resolución tiene rieles de acero por los cuales corre mi alma”.

La venganza obsesiva, a diferencia de la sólo reactiva, tiene un componente de planeación y también uno de manía.A veces más manía que razón.”

La venganza obsesiva, a diferencia de la reactiva, precisa de estratagemas. Por ejemplo, en Moby Dick vemos al capitán Ahab trazando líneas en un mapa para calcular dónde será probable que surja de las profundidades marinas el monstruo blanco. Y como el capitán es consciente de que eso no sucederá pronto, que incluso es posible que pase un año, planea la manera de mantener ocupada y contenta a su tripulación.

La venganza obsesiva, a diferencia de la sólo reactiva, tiene un componente de planeación y también uno de manía. A veces más manía que razón. Ahab, pese a todo, mantiene cierta compostura, un equilibrio entre los dos polos que lo deja capitanear el ballenero alrededor del mundo. Pero hay ejemplos de personajes completamente desquiciados. El caso que narra Jorge Barón Biza al inicio de su novela El desierto y su semilla, por ejemplo, es la culminación de una obsesión tan terrible como real. Narra Barón Biza:

En aquel día de la agresión, el ácido había llegado a la cara de Eligia de abajo a arriba: se había puesto de pie con sus consejeros jurídicos, convencida de que la entrevista con Arón había terminado, todavía temerosa, pero con la esperanza de haber resuelto el problema definitivamente —todo estaba arreglado, ahora sí el divorcio después de tantos años—. Arón permaneció sentado y sonriente, sirviéndose de una jarra un líquido que parecía agua. Las marcas del ácido quedaron, entonces, orientadas de una manera que contradecía la ley de gravedad.

Lo que cuenta el narrador es autobiográfico: Arón, quien en realidad era Raúl Barón Biza, padre de Jorge, le tiró ácido en la cara a su mujer, Eligia en la novela, Clotilde Sabattini en la realidad, madre del novelista. Raul Barón Biza tuvo una vida llena de excentricidades y sobresaltos que no voy a contar aquí. Lo que nos interesa es: ¿qué lo llevó a actuar de manera tan violenta? Comencemos por lo que escribió su hijo:

Hay un film de Truffaut que tiene como lema ni contigo ni sin ti. Éste debe de haber sido el espíritu que se apoderó de Raúl Barón Biza y Clotilde Sabattini en los momentos finales de su matrimonio. La separación es un hecho impensable cuando sólo hay amor; es el recurso más fácil cuando sólo hay odio. Pero la separación es un engorroso desgarramiento personal cuando el amor y el odio son un mismo y confundido elemento pasional en nuestro corazón.

Cuentan los biógrafos de Raúl Barón Biza, Christian Ferrer entre ellos, que el matrimonio de Biza y Sabattini estuvo muchas veces separado, iban y volvían. Sin embargo, quien empujó realmente el divorcio fue Clotilde. Barón Biza, obsesivo y cabrón, decidió vengarse de ella desfigurándole el rostro. Luego, esa noche, se dio un tiro, no iba a permitir que dios le ganara la batalla de la muerte.

La obsesión de Biza, a diferencia de la de Ahab, era totalmente desequilibrada, pero como vemos, requirió de un plan y de mucho odio.

LA VENGANZA FRÍA

Venganza y rencor no son lo mismo. La primera, como en Carrie, es rencor puro; la segunda, como en moby dick, es racional pero aún nublada por el rencor. La tercera es fría, el rencor ha sido domesticado.”

La venganza por antonomasia es la fría, requiere calma y se vuelve oficio. Además, como bien dice Ismael, el narrador de Moby Dick, “hacer algo con frialdad es hacerlo con buenas maneras”. El conde de Montecristo es el ejemplo paradigmático de la venganza fría. La versión que tengo en mi librero de El conde de Montecristo tiene dos volúmenes, cada uno de 750 páginas. Es una novela larga, pues. En ella, como sabemos, Alexandre Dumas nos cuenta las aventuras que emprende Montecristo y las ingeniosas tretas que idea, para cobrar satisfacción de los tipos que, el mismísimo día de su boda, lo alejaron del amor de su vida. Para convencernos de esa sed de venganza, Dumas dedica la primera parte de su obra, unas 250 páginas, a contarnos cómo Edmond Dantès —quien luego se hace pasar por Montecristo, o más bien, se convierte en Montecristo, como Ahab en Ahab— termina en una situación tal que la venganza que emprende tiene sentido: nos habla de su idilio con Mercedes; de su ascenso en la marina mercante; de la acusación falsa que lo lleva a la cárcel; y de cómo en las mazmorras del castillo de If conoce al abate Faria, un viejo sabio que le enseña todo lo que sabe, conocimiento que a la postre hace de Montecristo un ser muy refinado. Pero Faria no sólo juega el papel de hacer posible que un humilde hombre de mar como Dantès pueda representar con verosimilitud a un conde rico, hábil, de maneras delicadas. Faria enciende la llama de la venganza en el corazón de Edmond cuando le explica lo que él no podía ver: la forma en la que el fiscal sustituto Villefort lo utilizó de chivo expiatorio para proteger sus intereses entre los enemigos de Napoleón que gobernaban Francia en esa época. Entonces, Dantès entiende por qué se halla en ese encierro:

[...] el abate venía a invitar a su compañero a compartir el pan y el vino. Dantès le siguió: todos los rasgos de su rostro se habían recompuesto y habían tomado su lugar acostumbrado, pero con una reciedumbre y una firmeza, si se puede decir así que delataban la resolución tomada. El abate le miró fijamente.

—Me arrepiento de haberle ayudado en sus pesquisas y haberle dicho lo que le dije —dijo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Dantès.

—Porque le he infiltrado en el corazón un sentimiento que no tenía: la venganza.

Dantès sonrió.

—Hablemos de otra cosa —dijo.

Una vez que entendemos la motivación de Dantès, aceptamos el juego: Montecristo puede tramar la venganza más cerebral, calculada en detalle y para ser ejecutada en un futuro lejano. Y nosotros, sus lectores, la aceptamos sin muchos reparos, sabemos que quiere empobrecer y deshonrar a quienes lo traicionaron y le causaron ese dolor tan profundo a su alma, que no se alivia con un simple duelo:

Yo me batiría en duelo por una miseria, por un insulto, por un desaire, por una bofetada, y eso con total despreocupación, porque gracias a la destreza que he adquirido en toda clase de ejercicios corporales y a la larga costumbre que tengo del peligro, estaría casi seguro de matar a mi contrario. ¡Oh! ¡Claro que sí! Me batiría en duelo por todo eso; pero por un dolor lento, profundo, infinito, eterno, yo devolvería, si fuera posible, un dolor semejante a quien me lo hubiera infligido a mí.

La venganza fría se planifica, se urde hábilmente; requiere de ingenio y tiempo. Es un oficio, una forma de vida en la que el personaje se entrega a buscar qué cosas son aquellas que causarán al otro un dolor equivalente al que se ha padecido. La venganza no es unívoca, requiere conocer al otro íntimamente:

—Pero —dijo Franz al conde— con esa teoría que le instituye en juez y verdugo de su propia causa, es difícil que usted se mantuviera en una medida en la que no escapara alguna vez del poder de la ley. El odio es ciego, la cólera nos aturde y quien escancia venganza en su vaso, corre el riesgo de beber un amargo brebaje.

—Sí, si es pobre y torpe; no si es millonario y hábil.

Ahí está la clave: la venganza fría es cerebral y sólo es posible cuando se hace a un lado el rencor. Venganza y rencor no son lo mismo. Eso distingue las tres venganzas que he analizado aquí: el grado de rencor con el que se emprenden: la primera, como en Carrie, es rencor puro; la segunda, como en Moby Dick, es racional pero aún nublada por el rencor. La tercera es fría, el rencor ha sido domesticado.

En la magnífica novela El último encuentro, Sándor Márai describe otro tipo de venganza fría, una que intenta poner las cosas en su lugar pero sin estratagemas complicadas ni violencia. A cuarenta y un años de los acontecimientos, Kónrad, el amigo traidor, vuelve a la casa del General, quien busca venganza, no por el intento de asesinato, ni por la infidelidad, sino para hallar la verdad y poder cerrar ese capítulo, el que al final de cuentas le dio sentido a su vida, antes de morir. Él lo dice mejor que yo:

¿Qué venganza puede haber entre dos viejos a quienes ya sólo les espera la muerte?... Han muerto todos, ¿qué sentido tiene entonces la venganza?... Esto es lo que pregunta tu mirada. Y yo te respondo así: sí, la venganza, contra todo y contra todos. Esto es lo que me ha mantenido con vida, en la paz y en la guerra, durante los últimos cuarenta y un años, y por eso no me he matado, y por eso no me han matado, y por eso no he matado a nadie, gracias a la vida. Y ahora la venganza ha llegado, como yo quería. La venganza se resume en esto: en que hayas venido a mi casa; a través de un mundo que está en guerra, a través de unos mares llenos de minas has venido hasta aquí, al escenario del crimen, para que me respondas, para que los dos conozcamos la verdad.

La venganza, en fin, también es una forma de conocimiento del otro y de uno mismo. ¿Habré, con todo esto, escrito una oda a la venganza? ¿Estaré arengando a los lectores para que cobren venganza? No lo sé, examine su vida, vea si tiene cuentas pendientes y ponga las cosas en su lugar.