Graham Greene como caído del cielo

Foto: larazondemexico

Como al pasar, con una sonrisa desdeñosa, le oí decir a don Alejo Carpentier, comentando sobre un encuentro casual que había tenido con Roger Caillois en una brasserie de Montmartre, que las raras coincidencias son casi siempre literarias o, en todo caso, elementos que sirven para agregar condimento al maravilloso arte de la literatura; de ese encuentro, don Alejo nos legó un precioso texto tal vez para la posteridad. Sin salvar el odioso lugar común de “las distancias”, simplemente en otro contexto y sin deseos (¡Válganme los dioses!) de posteridad, contaré un caso personal que me sigue encantando la existencia al evocarlo. Sucedió mientras vivía en Santiago de Chile durante la

frustrada experiencia socialista de la Unidad Popular, y creo digno de ser registrado por el memorable personaje literario que fue su protagonista. Han pasado los años, quizá demasiados años, y ahora me decido a escribirlo.

El hecho ocurrió a principios de la década del setenta. Yo debí reclamar, en el aeropuerto de Pudahuel, un material periodístico llegado de Buenos Aires que esperaba con cierta urgencia y creí perdido; por suerte, después de un largo peregrinar por varias oficinas me fue entregado. Ese rescate, quizá menos importante que épico, a tantos años de distancia, confieso que me perfuma el alma al evocarlo. Era el mes de septiembre, vísperas de mi cumpleaños y lo considero como un precioso regalo de la vida.

"Vestía una camisa caribeña con juveniles flores verdes y rojas, bastante llamativa, y sus ojos, dos liebres pequeñitas, intensamente azules, discurrían atentos de un sitio a otro en busca de ayuda.”

Ya me disponía a partir del aeropuerto cuando descubrí a un hombre alto y corpulento, algo encorvado por los años, con aspecto de viejo marino, que esperaba su turno para que los funcionarios de la aduana aprobaran el paso de su maleta. Vestía una camisa

caribeña con juveniles flores verdes y rojas, bastante llamativa, y sus ojos, dos liebres pequeñitas, intensamente azules, discurrían atentos de un sitio a otro en busca de ayuda. Lo hacía como el personaje de su novela El agente confidencial; estaba solo y al parecer nadie lo esperaba. Obviamente, no me costó reconocerlo y al acercarme, venciendo mi timidez, no pude menos que exclamar:

—¡Graham Greene! ¿Are you, Graham Greene?

Sonrió secamente y asintió con un movimiento de cabeza, tendiendo su mano, y apretando la mía con firmeza.

—¡Oh, yes —respondió y me preguntó a su vez—: ¿Mister Paredes? (o Parada, no recuerdo ahora bien).

Le respondí que no, que yo era un bizarro periodista argentino. Eso sí, devoto lector de sus novelas y buen conocedor de toda su obra literaria, y que me encontraba allí llevado por otro asunto. Por el gesto de su cara, entendí que se asombró. Le comenté también que,

sin duda, había un error y que, por ello, el tal Paredes (o Parada) no se había hecho presente.

—Es probable —asintió abriendo los brazos con gesto transgresor—. Aunque el culpable soy yo. Debí haber llegado hace tres días; pero por el atraso del vuelo, a pedido de un amigo venezolano, Miguel Otero Silva, que viajaba conmigo desde La Habana, pasé una noche en “Macondo”, su residencia de Caracas. Después me invitó a la Isla Margarita, donde tiene otra casa; un lugar que ya elegí para morir. ¡Usted no se imagina lo que es ese sitio. El paraíso terrenal...!

Lo dijo haciendo volar las manos como dos aspas de molino, alzando la cabeza y abriendo grandes los brazos, como si quisiera abarcar el idílico lugar que lo había cautivado.

—¡Se imagina, valía la pena conocer eso! Luego me fue imposible comunicarme con mis anfitriones y aquí me tiene, a la deriva en este aeropuerto, llegando bastante atrasado.

Con mi viejo Citroën, o Citro-neta, como se la denominaba un poco despectivamente, y las disculpas mediante por ser propietario de un vehículo tan destartalado, me ofrecí llevarlo hasta el Hotel Carrera, donde don Graham, suponía yo, tenía reservado su alojamiento. Le costó trabajo acomodarse en “Petrona” (tal era el nombre que mis hijas le habían puesto a la Citroneta); pues el hombre era tan alto que apenas entró en el asiento aun corriendo la lona del techo.

Pero (¡oh, sorpresa!), llegados al hotel, su nombre no estaba registrado entre los huéspedes. Finalmente, a través de mi gestión, pudo conseguir una habitación y comunicarse por fin con sus contactos chilenos. Y resultó que ese tal Paredes (o Parada) no era otro que mi amigo Augusto Olivares Becerra, alias El Perro, un cuasi secretario privado del presidente Salvador Allende y también encargado de prensa, muerto luego heroicamente durante el golpe de Pinochet.

Ya instalado en el hotel Carrera, mientras esperábamos al Perro Olivares, tomamos un café en el lobby. Don Graham Greene era el hombre más amable y más humilde que uno podía imaginar.

—Menos mal que el encuentro con el presidente Salvador Allende no se concretó; se imagina si no que papelón —me confió tomándose la cabeza—. Me suelen ocurrir estas cosas. Y desde siempre, desde que tengo uso de razón. A pesar de mis años sigo siendo un personaje volátil, despistado.

—Literario, mister Graham —me atreví a corregirlo—. Como salido de sus novelas.

Le gustó mi cumplido y con una carcajada me dio una palmada en el brazo.

—¡Así que es argentino! —se sorprendió el autor de El factor humano cuando le aclaré que no era chileno, sino un corresponsal de prensa, como alguna vez él mismo lo había sido cuando ejerció el periodismo; y agregó con los ojos iluminados—. De la tierra de Borges y de Victoria Ocampo, y de mi traductor al español preferido, el talentoso Juan Rodolfo Wilcock. Conozco algunos compatriotas suyos y soy amigo de Victoria; he sido su invitado varias veces.

—Lo sabía —asentí—. Victoria, a quien tengo el gusto de conocer, me habló con afecto de usted y de la admiración que siente por su obra literaria.

—¿Mi obra literaria? —pareció resignarse indulgente, arrugando la frente y alzando los hombros—. La gente se equivoca muy a menudo, lo mío son unas sagas de experiencias personales; pura crónica periodística con algo de ficción nada más. Con la señora Ocampo, como le decía, somos viejos amigos, sí. A veces, cuando viajo a su país me alojo en su preciosa residencia frente al río; Silvina Ocampo, su hermana y Bioy Casares también son mis amigos. He cenado en casa de ellos.

—¿Y de Borges? —dije con timidez—. También es amigo.

—Sí, de Borges también, claro. En esas reuniones él nunca faltó. Hemos conversado mucho; es uno de los argentinos que más sabe de literatura en lengua inglesa. Otros de mis amigos son José Bianco y Enrique Pezzoni, otro de mis traductores. Bianco, tengo entendido, está distanciado de Victoria.

Me asombró la información casi íntima que tenía de nuestros escritores.

—Es cierto —asentí—. Es por la adhesión de Bianco a Cuba. Bianco fue jurado del Premio Casa de las Américas y eso a Victoria la disgustó.

Graham Greene, como ya señalé, había estado en La Habana y me habló de su experiencia y del encuentro con Fidel Castro.

—Si se entera Victoria que me reuní con él seguramente me castigará a mí también, como a Bianco. Ella es muy anticomunista. Lo vi a Fidel un par de veces. Un hombre avasallante. Conversamos mucho tiempo; siempre entre las once de la noche y las tres o las cuatro de la madrugada. Es asombroso, ese hombre casi no duerme. Es buen lector; de manera que hablamos mucho de literatura. Pero la conversación estuvo centrada sobre todo en él. Yo cumplí mi vieja labor de cronista, ¿sabe?

—¿Aquí seguramente se reunirá con el presidente Salvador Allende?

—Es una de las cosas que me traen a este país. Creo que han arreglado una cena con él. También me gustaría ver a Pablo Neruda, al que conozco desde hace años.

—¿Cómo ve esta vía pacífica al socialismo? —le pregunté—. ¿Tiene algún destino?

—No sé... —dudó apretando sus manos—. La veo positiva, pero difícil. Esperemos que siga adelante. ¿Y usted, cómo la ve?

La llegada de Augusto Olivares interrumpió nuestro diálogo y quedé en encontrarme con él al día siguiente. Pero la mala suerte, como siempre sucede, jugó su propia baraja y ese encuentro no se produjo. El escritor fue acaparado por las recepciones oficiales y el ávido periodismo inmediatista.

Creo necesario para esta reseña aportar algunos datos biográficos del gran novelista, que seguramente interesarán a mi lector. A Graham Greene se lo considera (junto a Joseph Conrad, Henry James, Virginia Woolf, H. G. Wells, G. K. Chesterton y W. Somerset Maugham) como uno de los primeros escritores de Inglaterra. Agrego que la jerarquía exacta no importa en ningún caso, al igual que mi olvido de algunos nombres, ya que la literatura no es un certamen deportivo, pero lo indiscutible es que se trató de una de las inteligencias e imaginaciones más destacadas del siglo pasado.

Graham Greene nació en Berkhams-ted, Hertfordshire, el 2 de octubre de 1904 y fue bautizado como Henry Graham Greene. Es el célebre autor de El tercer hombre, de El poder y la gloria y de Nuestro hombre en La Habana, tres de sus más famosas novelas. Quizá no es exagerado decir que fue un hombre de vida tan aventurera como la de sus propios personajes. Su obra, siempre con un simbólico protagonista, explora la confusión del hombre moderno y trata sobre cuestiones políticas, religiosas o moralmente ambiguas. Las novelas mencionadas fueron llevadas al cine y lo consagraron universalmente.

Pero la novela de Graham Greene que nos toca hondamente a los hispanoamericanos es Nuestro hombre en La Habana, también llevada al cine bajo la dirección de Carol Reed, con el papel protagónico de sir Alec Guinness. En esa historia, Jim Wormold, un simple vendedor inglés de aspiradoras que habita en la Cuba de Fulgencio Batista sin más ambiciones en la vida, decide servir de espía a los servicios secretos británicos para costearle los estudios a su hija. No obstante, y ante la falta de habilidades y vocación para esa temeraria tarea, Wormold inventa los informes que envía a sus superiores. Entre otras cosas, les manda a los jefes en Londres, en lugar de planos de bombas, planos de sus propias aspiradoras que, sin embargo, son deslizados en el servicio secreto de Su Majestad, asumiendo una gran consideración sus informes. No han faltado quienes afirman que Jim Wormold es el mismísimo Graham Greene. Y sin duda que lo es. En algún momento de nuestra conversación se lo pregunté y él entrecerrando los ojos sonrió irónicamente.

Esta comedia sutil, de trasfondo contemporáneo, que reflexiona sobre las decisiones que han de tomar las personas normales y aparentemente anodinas en tiempos revueltos (ubicados en los últimos coletazos de la dictadura de Batista), es considerada una de las mejores obras de Greene. Otros se inclinan por El poder y la gloria, la que es considerada su obra maestra.

Graham Greene fue, sin duda, un escritor afortunado que consiguió tanto los elogios de la crítica como del público. Aunque estaba en contra de que lo llamaran un “novelista católico”, podemos decir que su fe (o su resignación), están siempre presentes en su obra y dan cierta forma a la mayoría de sus novelas, tanto en el contenido como en las preocupaciones. “De ninguna manera me considero un escritor católico —me confesó—. Jamás me he definido como un escritor católico. Le respondería que soy, en todo caso, un escritor que es católico. Es más, voy frecuentemente a misa, pero no todos los domingos. Muy cada tanto.”

Dejó este mundo en Vevey, una de las perlas de la Riviera Suiza (otro de sus sitios sabiamente elegidos para morir), el 3 de abril de 1991. C