Con una serie de temáticas variadas, María Fernanda Ampuero (Ecuador, 1976) publica su primer libro de relatos, Pelea de gallos (Páginas de Espuma-Colofón, 2018). En él encontramos escenarios donde lo ominoso ejerce una fuerza apabullante y la violencia sexual acecha a los personajes femeninos. Es latente la sensación de estar en un ambiente ajeno donde el peligro, un hedor, la sonrisa de unos secuestradores, el relato de una sirvienta, o una reunión de señoras acaudaladas tiene un final impredecible. Heredera de cuentistas como Maupassant o Villiers de l’Isle-Adam, Ampuero integra al abanico del horror o de la crueldad la violencia a la que están expuestas las mujeres.
Pelea de gallos reúne trece piezas; me gustaría comentar algunas, pues la crítica o la celebración sin argumentos es propaganda. Creo que “Persianas” deja un poco a medias la historia, a pesar de que los personajes están bien delineados y de que la violencia de la madre hacia la hija es una forma coercitiva que padece la protagonista por sentir deseo. A su vez, este relato repite la imagen de un beso à trois que aparece en “Nam”, el que quizá sea el más forzado, por inverosímil y débil. Aunque la escena lésbica exhibe una escritura potente, resulta un tanto autocomplaciente la figura del monstruo que aparece: ¿es el padre después de recibir napalm o fósforo blanco o algún gas vesicante? Igual que en “Griselda”, el final queda tan abierto que el desenlace parece, más que concluido, abandonado. Por su parte, “Crías” es uno de los más fuertes, la imagen del hámster devorando a sus ratoncitos es de las más inquietantes:
La madre, peluda y cachetona, miraba hacia el frente con sus ojillos negros y sus bigotes de caricatura. Era tan difícil imaginarla comiéndose a sus criaturas, pero por otro lado estaba él allí, con las palmas abiertas, mostrándome pedazos de bebés hámsteres, pata y rabo en la derecha, cabecita en la izquierda, y contándome que lo había visto todo, desde el parto hasta el canibalismo.
El primero del libro, “Subasta”, es ambicioso en su búsqueda de captar varios planos espacio temporales simultáneamente, aunque también un poco efectista. Asimismo está presente la escatología, a la cual Ampuero no rehúye y en cambio logra darle un matiz interesante, aunque considero que la podredumbre resulta más mencionada que trans-mitida: alude a ella, pero no la hace presente en la mayoría de los casos.
Sin embargo, el libro cambia a partir del relato “Cristo”, un gran ejercicio que ya nos deja ver la forma en que la autora logra finas piezas de caballete. Dentro de estos cuentos, no sé si más trabajados o preparados con más agudeza, se encuentran “Cristo”, “Pasión”, “Luto”, “Coro” y “Ali”, estos dos quizá los mejores de todo el volumen.
Sin dejar de lado la forma en que nuestros países viven lo secular y la religiosidad, María Fernanda Ampuero retrata la lógica que subsiste e influye en las mentalidades en “Duelo”, “Cristo” y “Coro”. Bendecir una casa, ponerle sábila y un listón rojo, lo mismo que ponerle agua bendita a un enfermo, juzgar a la mujer como puta o mística, son prácticas comunes aunque nuestras sociedades se autodenominen modernas. Por su parte, “Pasión” recuerda uno de los relatos de Fuegos, de Marguerite Yourcenar, donde la protagonista encarna la voz diezmada, herida y después vencedora, de una de las amantes del mesías. También recuerda La enciclopedia de los muertos, de Danilo Kis, en su forma de reescribir el mito religioso y aportar una nueva versión.
“Luto” aborda una de las tragedias vitales de nuestro tiempo, la familiar: dos hermanas, Marta y María, viven bajo la dictadura del hermano, quien idolatra a una y tortura a la otra porque ha descubierto que quiere vivir su sexualidad, “gustar del gusto”, como dice la narradora.
María era memoriosa. Recordaba el día en el que su hermano la echó de la casa principal y la puso a dormir más allá de los esclavos y de las cuadras, no merecía dormir en lino ni en seda bordada como Marta, la hermana buena, la hermana mística. La puta merecía dormir entre ratas y sobre jergones hediondos. La puta, aliada del maligno, se tocaba entre las piernas y gemía. En eso consistía ser puta: en gustar del gusto.
Hay en “Luto” una contundencia, una precisión, una postura ética y una mirada magistrales. Es un cuento de una fuerza que toca y dice cosas esenciales. Machismo, violencia, incesto, religiosi-dad, atavismos aún presentes en las familias son retratados aquí con acierto. Me parece que el único problema es el final, pues al ser un espléndido cuento de costumbres y violencia contra la mujer, Ampuero mete un rasgo fantástico que impide que las inercias geniales del cuento lleguen a su cauce natural: las hermanas celebrarían el duelo, cometerían un pecado final, se solazarían con la muerte del engendro que tenían por hermano. ¿Para qué meter el mundo de ultratumba si con el infierno de los vivos basta y sobra?
Finalmente, “Ali” y “Coro” son dos piezas ejemplares. “Ali” es una clase entre la tensión psicológica y el horror, el retrato de una psique obcecada con autodestruirse (algo que, por lo menos a mí, me deja impávido), y con imágenes estremecedoras donde “lo horroroso va a pasar”: “Fue rapidísimo: cogió la tijera y se rajó desde el pelo hasta la quijada. Nunca habíamos visto tanta sangre. La carita de nuestra niña abierta como carne fileteada”. Sin duda es un cuento al que habrá que volver para desentrañar todos sus aciertos.
Y “Coro”, desde la voz omnisciente pero solidaria con la sirvienta, narra la reunión de unas auténticas arpías que critican, destruyen, calumnian a toda la gente en su ausencia, pues “dejar de hablar de las demás es hablar de uno mismo”. Al mismo tiempo, este relato cumple perfectamente con la solicitud cortazariana de que el cuento venza la pelea por knock out, el cual el lector encontrará de la manera más inesperada. En éste, Ampuero continúa con una tradición de narrar desde la mirada de la servidumbre, que comparten autores como Flaubert, Anton Chéjov, Lucia Berlin o Margaret Atwood, y además le añade un tono hispanoamericano en donde nos podremos ver reflejados de cabo a rabo.