Burning de Lee Chang-dong

Foto: larazondemexico

Jongsu (Yoo Ah-in) es un hombre joven, tímido, con aspiraciones literarias, que trabaja como repartidor y se reencuentra con una chica que conoce desde la niñez, Hae-mi (Jong-seo Jun), quien trabaja eventualmente como modelo de publicidad callejera para una tienda. La chica le confiesa que se hizo cirugía plástica: “¿Me puse guapa, verdad?”, fuman un cigarrillo y van a tomar un trago. La aparente indiferencia inicial de Jongsu da paso a un evidente interés romántico por Hae-mi, quien le dice que está a punto de viajar a África y le pide que en su ausencia cuide a su gato. El director sudcoreano Lee Chang-dong realiza una delicada y compleja adaptación libre del cuento Quemar graneros (1992), de Haruki Murakami, en la espléndida cinta Burning, su sexto largometraje y primer filme en ocho años, tras la extraordinaria Poetry. El cineasta retoma los personajes y las situaciones del cuento pero añade, con sutileza asombrosa, una disección moral, intelectual y de clase a la historia.

Hae-mi es un espíritu libre con gran carisma que parece flotar sin preocuparse por motivos ni restricciones sociales. A su regreso de África, Jongsu la espera ansiosamente en el aeropuerto para descubrir que viene acompañada de Ben (Steve Yeun), un hombre elegante de clase alta que conoció allá y con quien tiene una relación. Ben es amable con Jongsu, sin embargo no oculta un discreto dejo de desprecio y condescendencia. La obra es un fabuloso retrato sicológico que deriva en un thriller, el cual entrelaza sus temas a través de la presencia casi etérea de Hae-mi, una chica de apetitos voraces, pasiones impredecibles y transitorias que funciona como el centro de gravedad que atrae a la gente, sin comprometer su independencia ni revelar su intimidad. Se comporta con su habitual desparpajo con su nuevo novio millonario y sus amigos, con una ingenuidad y candor que van de lo conmovedor a lo bochornoso. Mientras seduce a Jongsu con su destreza en la pantomima, al comer mandarinas invisibles en un bar, parece poner nerviosos a sus nuevos amigos burgueses, quienes no ven la ironía de sus bailes o comentarios, por lo que les parece inadecuada. La contraparte de la franqueza y espontaneidad de la chica la representa Ben, quien carga cada uno de sus pulidos comentarios y gestos con significados ocultos e implicaciones impredecibles, desde sus tersas opiniones hasta sus bostezos y sonrisas sarcásticas.

La cinta es también un retrato de ausencias, de huecos emocionales que no pueden ser rellenados: por un lado está el padre de Jongsu, quien está preso y espera una sentencia por agresión; por otro, su madre que los abandonó cuando era niño. También está el gato de Hae-mi, que Jongsu nunca ve y de cuya existencia llega incluso a dudar; las llamadas telefónicas silentes; la frontera con sus altoparlantes propagandísticos pero aparentemente desierta. Ben y Hae-mi son seres misteriosos de los que desconocemos todo y lo poco que sabemos, como que ella se cayó en un pozo, parece difícil de creer. En cierta forma, ambos son seres vacíos, pero mientras ella es infantil y vulnerable, él parece un peligroso sociópata, quizás un asesino que dice nunca haber llorado en su vida. Hae-mi explica que el secreto de la pantomima no radica en el talento ni en imaginar cosas que no están ahí, sino en olvidar que no lo están. Y ésa es obviamente la metáfora dominante del filme.

"La cinta es también un retrato de ausencias, de huecos emocionales que no pueden ser rellenados”.

La película da un extraño giro cuando Ben, quien maneja un flamante Porsche y vive en un departamento lujoso, decide con Hae-mi visitar a Jongsu en su decrépita y abandonada granja familiar, cerca de la frontera con Corea del Norte. Ahí comen, beben, fuman mariguana y Ben le confiesa que le gusta quemar invernaderos; en parte, la visita se debe a que supuestamente él busca cuál sería el próximo en quemar. Con esta confesión de piromanía, el fuego se convierte en el elemento que vincula a los protagonistas: Hae-mi habla de las fogatas alrededor de las cuales bailan los bosquimanos del Kalahari, y Jongsu de la fogata en la que su padre quemó las pertenencias de su madre cuando los dejó. Ben afirma que “No hay bien ni mal, sino sólo la moral de la naturaleza”. Por lo tanto, él es tan sólo la mano del destino inevitable. Antes de la revelación de su extraño pasatiempo, Hae-mi baila con el pecho desnudo en el atardecer otoñal, con las banderas de las dos Coreas ondeando a la distancia, mientras suena la pieza de Miles Davies usada en la pista sonora de Ascenseur pour l’echafaud, de Luis Malle (Ascensor al cadalso, 1958). Es una escena de belleza extraordinaria, en la que Ben no oculta otro bostezo. Aquí destaca la de por sí notable fotografía de Hong Kyung-pyo.

Así como es obvia la referencia a El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, Jongsu observa con admiración y desconfianza la opulencia de Ben, uno de tantos gatsbys coreanos. Hay también una evocación a otro relato de graneros en llamas. No tenemos idea de lo que escribe Jongsu pero sabemos que su escritor favorito es William Faulkner, autor de Incendiar graneros (1939), otro cuento con un trasfondo de conflicto social, en el que el padre del joven protagonista también es acusado de un crimen. De esa manera, Lee establece un vínculo entre el minimalismo de Murakami, el gótico de Faulkner y la tragedia de Fitzgerald.

Jongsu se obsesiona con los invernaderos, corre de uno a otro para ver si Ben ha cumplido con su amenaza, lo espía y sigue a bordo de su vieja camioneta mientras conduce por Seúl. A esa ansiedad se une la súbita desaparición de Hae-mi, quien en algún momento dice: “Quiero desaparecer como esta puesta de sol”. Ben asegura no saber donde está ella, aunque misteriosamente tiene de pronto un gato que puede o no ser el gato de Hae-mi. La angustia de Jongsu crece y sus preocupaciones obligan a este hombre de apariencia indiferente a comprometerse con la realidad, a tratar de encontrar a la mujer que ama y quizá a impedir que Ben incendie otra propiedad o a comprobar si eso es tan sólo una metáfora de otros delitos.

La colisión entre los mundos de Jongsu y Ben es electrizante: mientras el primero vive en un universo en lenta desintegración, repleto de tensiones, ruido y desprecio por sus intereses creativos, en el cual pese a tener un título universitario es incapaz de obtener un empleo digno, Ben vive en uno de buen gusto, espacios amplios occidentalizados, inagotable tiempo libre y refinamiento. Son las dos caras del capitalismo depredador, las calles estridentes y frenéticas donde Jongsu y Hae-mi se reencuentran y los espacios apacibles de la alta burguesía. De hecho, el filme concluye en un terreno neutral, en medio de la nada, donde la perspectiva cambia de Jongsu a Ben y tiene lugar un acto ritual de purificación. Chang-dong es un filósofo y un esteta del cine, uno de los narradores menos convencionales y más virtuosos de nuestro tiempo, y ésta es una cinta con un asombroso poder poético que retrata con genialidad el capitalismo tardío del Antropoceno.