Veinte años sin Bioy Casares

Foto: larazondemexico

Mi recuerdo personal de Adolfo Bioy Casares va de lo afectivo y entrañable a lo inspirado y literario. Lo recuerdo como un hombre amable, aristocrático, prudente y divertido, aunque de distancia. Fue, sin duda, uno de los pocos clásicos que dio la Argentina. Temeroso del tiempo cronológico y sus agravios, que solía abordar por la vía transversal de la metáfora, parafraseando a Quevedo, le oí decir en uno de nuestros habituales almuerzos en La Biela, el restaurante vecino de su casa: “Yo soy la ceniza que sobró a la llama”. Cierto. Acaso uno de los mejores recursos para conjurar la acción devastadora del tiempo sobre nosotros consiste en la repetición ad infinitum de un acto idéntico cada vez que nos sentimos acosados; la manera más efectiva de eternizar el momento, congelándolo. Algo así como la intrahistoria de la que hablaba Miguel de Unamuno.

Buen lector de literatura española, a Bioy, que consideraba a Azorín uno de sus maestros (el “poeta de ventanas”, así lo calificaba en coincidencia con Alfonso Reyes), le encantaba mirar la realidad a través de un caleidoscopio recurrente en personajes. “El mundo que Azorín suscita con el rumor cristalino de sus palabras —observaba Ortega y Gasset— tiene un aroma de quietud patética y asombrada; la inutilidad le salva de la corrupción como a los monjes de la India”.

EMPIEZO POR MI RELACIÓN personal con el maestro y amigo. En 1988, cuando se creó Proa en su tercera época, Bioy y Silvina Ocampo fueron padrinos de la publicación. Desde los prolegómenos, ellos nos dieron consejos y nos alentaron, nos brindaron sus obras y el tesoro inefable de una especial consideración. Hasta sus últimos días, Bioy permaneció a nuestro lado. Aún en vida, un número especial le fue dedicado.

Caballero y aristócrata por donde se lo mire, discreto por principio, de una discreta discreción, que bien podía ser confundida con la humildad, vivió durante años refugiado en su silencio, que tan sólo fue alterado e invadido en la última etapa de su rica vida literaria. Bioy era un tímido, sabiamente tímido, que hacía de sus finos modales una manera de vivir menos conocida que su obra. Tuvo la enorme ventaja de que la popularidad de Borges lo mantuviera en un cómodo y tranquilo segundo plano, que le dio una existencia casi anónima. Fue cumpliendo así su plan de evasión de una vida mundana que sólo le interesaba en las discretas intimidades del amor, además de quitarle tiempo para construir sus ficciones literarias. Reacio a los reportajes televisivos, prefería en lo posible mantenerse en las sombras.

Disciplinado trabajador que aprovechaba desde muy temprano su tiempo, me confesó: “La vida es tan corta, Roberto, que yo necesitaría cien años, por lo menos, para escribir todo lo que imagino”. También le oí decir, que ojalá el “más allá” no sea otra cosa que la prolongación de nuestros anhelos, y agregó:

A veces pienso que nuestra conciencia es algo así como un remedo de la eternidad, ya que el cuerpo, la vida y la energía que nos dan son transitorios, pero en la imaginación somos casi inmortales, casi ubicuos. Podemos estar enfermos en una cama e imaginarnos que estamos nadando en el Mediterráneo.

Tenía razón, es muy probable que haya una especie de incompatibilidad entre las limitaciones de nuestro cuerpo y la libertad de nuestra imaginación.

"Empiezo por mi relación personal con el maestro y amigo. En 1988, cuando se creó Proa en su tercera época, Bioy y Silvina Ocampo fueron padrinos de la publicación. Desde los prolegómenos nos alentaron".

Después de esta reflexión que concluimos casi a dúo, sonrió para adentro y tocándome la mano, con complicidad, aclaró que todos esos esfuerzos suyos por escribir eran los vanos intentos de esquivar la muerte que está definitivamente aferrada a nosotros. Adolfo Bioy Casares fue un hombre amable y afectuoso, un seductor que amaba la vida y todo lo que ésta representa. Recuerdo que en ese diálogo me confesó también que una de sus angustias era el deseo de retener a los seres que uno ama, tal como están, inmodificables, ajenos al paso del tiempo:

Uno siente amor por alguien y desearía seguir con ese ser amado en la eternidad, sin sufrir las mínimas variantes de la vida que permanentemente nos está cambiando a todos.

“Los afanes”, uno de sus cuentos más celebrados (como sus novelas La invención de Morel, que recurre a la ciencia; o El sueño de los héroes y El diario de la guerra del cerdo, que fluyen vastamente), describe a un hombre que decide ser inmortal para seguir pensando, imaginando y haciendo el bien.

Este argumento nos hace recordar a aquel griego que se arrancó los ojos en un jardín para que los colores y las formas del universo no distrajeran su pensamiento. Pues bien, el protagonista Eladio Heller renuncia al mundo corporal y a la acción, pero no es un asceta, sino un hedonista que se recluye en un bastidor como si fuera un cuadro. No es una historia autobiográfica, sino que, por el contrario, el relator la refiere casi sin comprenderla, asocia a las personas comunes que rodean al sacrificado protagonista. “Acudí, pero ya era tarde —dice uno de los personajes del cuento—. En el suelo, entre los pedazos del busto, estaba el bastidor roto; Milena acabó de aplastarlo a pisotones”. Invito a mi lector a que recurra al texto [incluido en El lado de la sombra], cuyo placer le será reconfortante. El desenlace está prefigurado por el episodio sorpresivo de un perro.

"Según el genealogista Narciso Binayán Carmona, Bioy era descendiente del conquistador español Domingo Martínez de Irala (1509-1556)".

ADOLFO BIOY CASARES está justamente considerado como uno de los escritores más trascendentes de la Argentina. Según el genealogista Narciso Binayán Carmona, era descendiente del conquistador, explorador y colonizador español Domingo Martínez de Irala (1509-1556); sus antepasados tenían un remoto origen mestizo guaraní, que compartía con muchos próceres de la época de la Independencia y con grandes personajes paraguayos y argentinos. Perteneció a una familia de clase social alta, muy adinerada, que le permitió dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Se dice que su primer relato, "Iris y Margarita", lo escribió a los once años. Ingresó a la Universidad de Buenos Aires para cursar la carrera de abogacía, pero abandonó luego para dedicarse de lleno a su pasión, la literatura.

En 1932 conoció a Jorge Luis Borges en Villa Ocampo, la casa de Victoria Ocampo ubicada en las barrancas de San Isidro, donde la escritora solía recibir a figuras internacionales de la cultura y organizar reuniones. Bioy cuenta que fue durante una de esas visitas que Borges y él se habían apartado del resto de la gente para hablar de libros, por lo que Victoria se les acercó y los reprochó, diciéndoles: “No sean mierdas, che, y atiendan a  los invitados”, lo que provocó el enojo de Borges y la retirada de ambos de la reunión. En el viaje de regreso a la ciudad quedó sellada una amistad (una complicidad) que duraría hasta la muerte de Borges en 1986, y que dio una de las duplas más célebres de la literatura, llegando a colaborar en varios trabajos, desde colecciones de relatos (Seis problemas para don Isidro Parodi, Dos fantasías memorables, Un modelo para la muerte), pasando por guiones de cine (Los orilleros, Invasión) y antologías (Antología de la literatura fantástica, Cuentos breves y extraordinarios y Antología poética argentina).

“Los seudónimos en los que solíamos escudarnos —recordaba Borges—, eran los de H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, lejanos parientes de nosotros”. Entre 1945 y 1955 dirigieron la afamada colección El Séptimo Círculo, que publicó traducciones de las mejores novelas policiales de lengua inglesa, género del que Borges era un gran admirador, al igual que Pablo Neruda.

En 1940, Bioy Casares se casó con Silvina Ocampo, hermana de Victoria, también escritora y pintora. Ese mismo año publicó la novela La invención de Morel, que marca el inicio de su madurez literaria. Contó con un prólogo de Borges, en el que comenta la ausencia de precursores del género de ciencia ficción en la literatura en español, presentando a Bioy como el iniciador de un género nuevo. La novela tuvo una gran aceptación y recibió el Primer Premio Municipal de Literatura en 1941.

Adolfo Bioy Casares nació en Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914, y se fue con los más el 8 de marzo de 1999. En 1990 recibió el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio Miguel de Cervantes, las máximas distinciones de la literatura hispanoamericana. Se cumplieron veinte años de su partida y esa ausencia ha dejado un enorme vacío en los que fuimos sus discípulos y amigos.

[caption id="attachment_898413" align="alignnone" width="827"] Fuente: Wikimedia[/caption]

“LOS AFANES”: ÍNCIPIT

ADOLFO BIOY CASARES

El primero de mis amigos fue Eladio Heller. Lo siguieron Federico Alberdi, para quien el mundo era claro y sin brillo, los hermanos Hesparrén, el Cabrío Rauch, que descubría los defectos de cada cual; mucho después llegó Milena. Nos reuníamos en la calle 11 de Septiembre, en casa de los padres de Heller; un chalet con techo de tejas francesas, con un jardín que imaginábamos enorme, con senderos rojos, de granzas de ladrillo, rodeando canteros verdes, donde crecían rosales enfermos, a la sombra de copiosas y oscuras magnolias, cargadas, en mi recuerdo, de flores nítidamente blancas. Nuestro lugar predilecto era el garage de los fondos; más precisamente, el automóvil —un Stoddart-Dayton, en continuo proceso de reconstrucción y desarme— que allí guardaban. En esa época, anterior a Milena, la familia de Heller se componía del señor, el dueño del Stoddart-Dayton, un caballero con un largo guardapolvo de franeleta amarillenta; la señora, doña Visitación, diminuta, vivaracha, locuaz, dispuesta a pelear por lo suyo, y Cristina, la hermana, siempre impecable, como sus dos trenzas rubias, siempre detrás de Heller, como un ángel de la guarda ansioso y abnegado, siempre recatada, hasta que algún enojo —con los años la circunstancia fue harto breve— disparaba su carga de acre vulgaridad. Poco antes de desaparecer el padre —partió por ocho días a Santiago de Chile, a una reunión de rotarianos, y ya nadie supo de él— nació Diego, que por ser tan niño no se mezcló con nosotros.

Eladio Heller nos cautivaba y nos repelía con su riqueza y sus inventos. Una noche yo no paraba de ponderar en casa el tren a cuerda que el señor Heller había regalado a Eladio. Otra noche de la misma semana, genuinamente escandalizado, yo movía la cabeza, comentaba, seguro de la aprobación de mis mayores:

—No está bien. No está bien. Algo habrá dicho Eladio, lo cierto es que el señor Heller apareció hoy con una caja inmensa, con un nuevo regalo, con un nuevo tren: uno eléctrico.

A la noche siguiente yo volvía apenado. Decía:

—Eladio no tiene remedio. Desarmó las dos locomotoras.

(Pronto descubrimos que no hay como vilipendiar al ausente, para dar calor a la convivencia).

Intuía mi madre:

—En ese niño se oculta un maximalista con barba y todo, un ácrata.

Mi padre corroboraba:

—Destruye por destruir.

Fuente

Jorge Luis Borges (selección), Cuentistas argentinos, Libresa, Quito, 2004.