Las cosas se dieron de una manera sencilla, casi gratuita. Yo impartía un taller de lectura en voz alta en la Casa Jaime Sabines, en 2003. Cada quien preparaba un poema de su gusto y lo leía ante el grupo. Uno de los asistentes, originario de Tabasco, llevaba su ejemplar de El otoño recorre las islas, en Lecturas Mexicanas, Segunda Serie, con un diez en números capitales. Esa colección la había visto en algunas librerías breves, como yo llamo a lo que otros llaman tiraderos. Era la colección que había publicado a Reyes y González y González, lo mismo que a autores como Villaurrutia o Inés Arredondo, entre los más jóvenes, con portadas novedosas y sin ninguna censura.1 Me había tocado ver pocos ejemplares de esa colección de poesía, a pesar de que estaban el tomo de Lizalde y el de Muerte sin fin, de José Gorostiza.
“Voy a leer un poema de José Carlos Becerra, poeta de mi tierra”, aseveró el chico de Tabasco. Yo no sabía nada de Becerra y ni siquiera lo había oído nombrar por mis maestros. Ya me había leído casi todo Paz, Neruda, Sabines, mucho de Darío, había tocado la llama ardiente de Pessoa, pero la dejé casi de inmediato, y empezaba a admirar (sin entender) a Baudelaire. Incluso, siento que me había empachado de Sabines. Era el poeta de moda en los noventa y no pude salvar el escollo de sus poemas cursis, pero también conocí los buenos. El asistente empezó a leer “Betania”:
He tocado esta carne y no
[he hallado otra resurrección
[que el olvido
ni otra vehemencia que aquella
[de los labios pegados a la noche,
a la oscuridad besada de los cuerpos,
a las palabras dichas para que las
[bocas resistan el hierro
[nocturno...
Creo que en ese momento algo se posesionó de mí y no me ha dejado hasta este instante. Por medio de esa secuencia de imágenes, de esa melodía parsimoniosa, se revelaba ante mí un tipo de poesía de nostalgia introspectiva, que se enriquece con la memoria. Ya no era una de base oral ni una muy influida por el surrealismo (como Paz o como las que había leído antes), sino una amalgama entre la palabra y las reminiscencias.
Esa poesía de orden intimista me mostraba la forma en que se puede escribir acerca del paso del tiempo y de la forma en que incide en la percepción del poeta. ¿En qué estación del año pensamos más en el suceder de los días sino es en el otoño, en el último estertor del ciclo antes de la muerte invernal? “Para la ausencia”:
Hemos abierto los ojos.
La palabra le da de comer a
[nuestros ojos.
Nos hemos incorporado.
La frente ha perdido su temblor
[nocturno,
su palidez suscita sombras.
"Me llenaban de congoja sus poemas, porque lo sublime logra una tensión lingüística que no se puede mantener por mucho tiempo y llega a ser ominoso. Becerra me enseñó que la belleza es inquietante".
Becerra me permitía vislumbrar otra sensibilidad, aquélla donde las percepciones sensoriales, la nostalgia y la posibilidad de aderezar el lenguaje se vertían en una poesía, que —a mi modo de ver— ya anunciaba una visión filosófica.
A través de aquel tomo que he visto decenas de veces con sus hojas secas en la portada empecé a tener contacto con una lírica que recibía influencias y continuaba la de poetas como Saint-John Perse, Rainer Maria Rilke, Paul Celan, T. S. Eliot y, en el contexto mexicano, la de José Gorostiza o Xavier Villaurrutia, pero también la de un poeta nacional mucho más joven, Guillermo Fernández (1932-2012).
De un golpe entraba a esa poesía que, mientras canta, se hace uno con el objeto deseado y elimina los límites, los bordes, entre la sensibilidad y el momento evocado. Además, lo hacía en voz baja, porque siempre he sentido que ésta es una poesía para leerse con voz sutil, una que obra más que para anular el silencio: lo hace para propiciarlo.
Me llenaban de congoja sus poemas, porque lo sublime logra una tensión lingüística que no se puede mantener por mucho tiempo y llega a ser ominoso. Becerra me enseñó que la belleza es inquietante.
Finalmente, creo que la poesía de José Carlos Becerra me abría la sensibilidad a poemas con destinatario. En la medida en la que se establece un interlocutor equis, el poema se enriquece, se llena de alusiones internas. “Oscura palabra”, dedicada a la madre del poeta, me mostró el arte de escribir versos con destinatario, que se nutren de un deseo de decir más de lo decible por medio de un poema a una sola persona. ¿Poesía menor, de circunstancia? No lo sé. Sólo recuerdo que Borges ponderaba la sencillez de las metáforas y mostraba que la intensidad de las imágenes se alimenta de lo más hondo de nuestra sensibilidad y de nuestra propia percepción. El otoño... me colocaba frente a un poeta que hasta la fecha releo constantemente, un poeta que debe estar en el orden de nuestros mayores referentes, sin duda.
Nota
1 Los dos casos, Nostalgia de la muerte y Río subterráneo, tienen portadas emblemáticas. En la de Villaurrutia aparecen unas calaquitas de juguete, como las que venden en el Día de Muertos, y que la edición del FCE retomó. En la de Arredondo aparecen unas nalgas espectaculares que hacen que cualquier paseante detenga su paso para observar con detenimiento el libro de cuentos.