Viaje al final de la literatura

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Foto: larazondemexico

A Tarr

El rompecabezas de la vida del escritor argentino Salvador Benesdra (Buenos Aires, 1952-1996) tiene muchas piezas. Algunas fueron colocadas por sus compañeros de psicología, otras son aportadas por sus colegas del periódico Página 12, dos por exparejas y una fundamental por el narrador y crítico Elvio E. Gandolfo.

Partimos de que Gandolfo es jurado del premio Planeta Argentina de novela 1995 y debe hacer un reporte que oscila entre rechazable, buena o premiable. Sin embargo, por la proyección de esa editorial, sabe que el mecanuscrito de El Traductor1 es tan bueno que es imposible que gane. “El autor de esto es un genio  —señala el crítico—, este tipo escribe”. Gandolfo insiste y recomienda la novela como premiable. Desde luego, lo ignoran. El mundo al revés: la mejor novela no puede ganar porque no es comercial. La negativa a publicarla no es la primera. Ya la habían rechazado Espasa-Calpe, Anagrama y la agencia de Carmen Balcells.

Unos días después, el crítico recibe una llamada. Es Salvador Benesdra, quien se presenta y le pide ayuda pa-ra publicar su novela. Toman café. Gandolfo está perplejo con Benesdra: políglota, de una cultura imponente, de gran intensidad y a la vez algo desorientado. Está dispuesto a pagar la edición de su libro con la liquidación que recibió de Página 12. Quiere que el libro salga ese mismo año. Lo dicho: está desorientado. Gandolfo es su tabla de salvación. Le presenta a Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, la que descubrió a Quino y su Mafalda, la que publica a Rodolfo Walsh. En el impagable documental de Ariel Borenstein y Damián Finvarb, Entre gatos universalmente pardos (2018),2 Divinsky admite que recibió el mamotreto, lo depositó en un altero de manuscritos y ahí se quedó sin leer.

La relación de amistad con Benesdra se intensifica. A Gandolfo le piden recomendar alguna obra para la Fundación Antorchas, lo cual abre la posibilidad de publicar la novela. Sin embargo, Benesdra padece un síndrome paranoide, que se manifiesta mediante crisis o zafes en que se desentiende de la realidad. Hacia fin de año, mientras la posibilidad de publicar pervive, se despiden. El cercano 1996 ofrece muchas oportunidades. Benesdra se va a un balneario en Uruguay a trabajar su segunda novela, Puntería; Gandolfo va a Rosario con sus viejos.

A su vuelta, el 2 de enero, Gandolfo recibe la llamada de un periodista de La Capital: “¿Conocías a un tal Benesdra?”. Asiente. En cuanto regresó del Uruguay, Benesdra se tiró del décimo piso de su edificio. Se suicidó provocando un vacío tremendo en un mundo literario que lo había rechazado hasta la humillación, sin reconocer su importancia o trascendencia. Finalmente, Divinsky lee la nota necrológica sobre Benesdra y, entonces sí (¡!), se publica El Traductor. Gandolfo y las hermanas de Benesdra se encargan de la edición póstuma.

EL TRADUCTOR (1998)

De inmediato, varios periódicos de Argentina reconocieron ésta como la novela que mejor registra el ambiente de los años noventa, la caída de la Unión Soviética, el control estadunidense de las economías y los políticos argentinos entreguistas (“la repartija de los bienes de la época”, Fito Páez dixit). Es una obra de culto y un libro crucial, heredero de Roberto Arlt, con situaciones violentas de línea marginal y a la vez con la exhibición de escenas sexuales a la manera de Juan Carlos Onetti. Poético y lúcido, como Cortázar. Escéptico de la posmodernidad, igual que estos tres grossos, Benesdra retoma el carácter del trotskista latinoamericano, culto, informado y, sobre todo, desencantado de un mundo que desmantela utopías. Un vanguardista, sin caer en la pose, que se burla de la literatura conceptual. Retrata aquella Argentina post-junta militar, postguerra de Malvinas, y a la que le tocaba “seguir comiendo mierda / cada día, cada noche” (encore Fito). Sus colegas lo recuerdan como el buen articulista que fue: urge recopilar sus textos críticos.

Como tal, El Traductor —esa trampa para osos— tiene una densidad indescriptible por los temas y la hondura de la prosa. A la manera de un Céline o un Kafka, Ricardo Zevi —el protagonista— relata las peripecias laborales, emocionales, sexuales y políticas que vive al iniciar la década de los noventa. Menem y la aplicación del neoliberalismo en Argentina, privatizaciones, reducción o eliminación de los triunfos sindicales y de seguridad social. El capital golondrino apoderándose de las agencias y los medios de comunicación. Zevi trabaja como traductor en Turba, una editorial de izquierda, pero que empieza a incorporar las prácticas laborales cuestionadas por los títulos que edita.

Con una voz en que reside la fuerza de la novela, Ricardo Zevi narra el encuentro inaugural con Romina, una salteña de rasgos aindiados, que fascina y quebranta a este cosmopolita de origen judío. Por el documental Entre gatos universalmente pardos nos enteramos que hubo un rabino, Shabbetái Zevi (siglo XVII), que se casó con una meretriz a fin de romper con las prohibiciones morales. El dato aparece en una Historia de los judíos que perteneció a Benesdra. El hecho de que el traductor se apellide como aquel rabino mesiánico muestra la forma en que Benesdra moldea la argamasa de la autoficción. Ricardo Zevi no es Salvador Benesdra, como Romina no es Susana Del Valle Copa, su expareja, o lo son de manera falseada. Como Kafka, Benesdra recurre mucho al falseamiento, califica alguna situación y señala que puede haber un error en el aserto, pero este recurso también lo ayuda a mostrar su perspectiva:

Sabía que existía todo un mundo diferente donde los actos no consultan a cada paso a los pensamientos para atreverse a ocurrir. Pero nunca había sido un hombre de acción y no podía pensar que iba a poder cambiar sólo para poder acercarme a una mujer desde ese otro mundo desconocido, donde cada objeto tiene toda la abrumadora fuerza de la materia y ningún espacio para la duda en su interior, y donde los cuerpos se mueven por una oscura vocación innata con una inercia más pujante que cualquier convicción.

Romina es un personaje entrañable de la historia de este trotskista en un momento de capitalismo voraz. Un abismo idiosincrático los separa: Ze-vi, psicoanalista, políglota, a ratos filósofo, ha leído prácticamente todo lo que la izquierda psicobolche debe leer, y Romina es una adventista que representa a la gente que se puede explicar todo a partir de la existencia de un Dios sabihondo y superpoderoso.

Dediqué semanas —relata Zevi— a explorar metódicamente la geografía de su sensibilidad, e infinitas charlas a sondear el mundo de sus fantasías, y sólo encontré desiertos o espejismos tan fugaces como su excitación. Pero siempre que mi deseo estaba a punto de morir de sed, volvíamos a embarcarnos en una danza excitante, de tigresa y domador, de esclava y amo.

Hay un amor incorruptible, pese a la diferencia de edad y cultura. Si pensamos en Lolita, de Nabokov, o en Lodo, de Fadanelli, Romina y Zevi comparten esa línea, con la única diferencia de que la joven salteña sí lo ama e incluso llega a prostituirse a solicitud suya. Dije que era una novela límite: Zevi ve en ese acto transgresor la única posibilidad para que ella pueda experimentar algo que con él está vedado: el clímax. Benesdra usa el neologismo orgasmar. “Romina, no orgasmás”, le dice patéticamente una y otra vez. Relaciono estas tres novelas precisamente porque, lejos de una apología del machismo, indagan en la pequeñez en que puede caer un hombre al sentirse vulnerado en su sexualidad y autoridad frente a una mujer que lo tiene a su merced. Los dislates de Humbert, Torrentera y Zevi los hermanan de forma patética pero interesante. “Cuando había leído El Traductor había pensado que era el primer tipo que se zambullía en el imaginario sexual masculino de Buenos Aires, a full”, señaló Gandolfo. Las tres obras abordan temas tabú donde la figura masculina no siempre sale bien librada.

Son años cruentos para Argentina. La editorial empieza a hacer recortes de personal incómodos para el progresista que hay en Zevi, quien a pesar de su individualismo se vuelve un agremiado activo que analiza todo desde su perspectiva de asalariado, pero con la clarividencia del que ha leído a Marx y a Fromm y se ha plantado contra los teóricos de la posmodernidad.

"El suicidio fue la conclusión de una serie de recaídas y de un internamiento durante la dictadura militar, la cual consideraba criminal a quien era ingresado. Al parecer, Benesdra sufrió maltrato médico".

Zevi lucha junto con el sindicato en las formas más desaforadas, lúcidas y, en ocasiones, hilarantes. A la par, es menospreciado por patrones que están muy por debajo de su propia cultura, capacidad administrativa y captación de las situaciones. En cierta forma, El Traductor es la crónica de la caída de la URSS y del nuevo orden que surgió en los noventa. Nadie dijo que Benesdra fuera un hombre modesto. Yo diría que era como Marx, lascivo y pretencioso, pero genial.

Los acontecimientos que narra la obra son de diferente densidad dramática o política. Lo que engrandece la historia es la simultaneidad que nos sumerge en la historia de la editorial Turba, el sindicato, la situación de Argentina, la frigidez de Romina, su renuencia a la cultura y el torbellino que envuelve el mundo del traductor.

Como en El castillo de Kafka, vemos a Zevi siempre avanzando, disertando, discutiendo en las asambleas, con Romina, con su traducción del fascista Brockner. Al igual que el agrimensor entusiasta, continúa su avance con determinación:

Tenía miedo, pero reaccionaba ante él de manera diametralmente opuesta a como lo hacía de costumbre. En lugar de tomarlo como un sombrío augurio de fracaso quería —y asombrosamente casi podía— sentirlo como un indicio de que me preparaba a hacer algo que nunca había hecho, ni que jamás había pensado poder llegar a hacer. No sabía qué era, pero eso tampoco era importante, porque por primera vez en mi vida estaba ocupado más en seguir una dirección de acción, incluso de pensamiento, antes que en un preguntarme las causas de nada.

LA APUESTA

Benesdra trabajaba en Página 12 y en los tiempos muertos escribía su novela. Lo que acababa de suceder en una asamblea lo capturaba al vuelo, apenas unas horas o unos minutos después. El escritor tecleaba en su laptop mientras le asignaban un nuevo trabajo dentro de la reestructuración de la empresa, es decir, mientras lo enfilaban al despido. Como Jonás en la panza de la ballena, Benesdra retrataba lo que les proponían los dueños, pero lo transfiguraba en la querella de Turba. Una vez más, gracias al documental de Borenstain y Firnvab podemos enterarnos de toda la lucha, los meses de paro, resistencia y chantaje ideológico inducidos por Página 12, que reprochaba cómo podían ser tan mezquinos como laborantes de un diario de izquierda. Que no se le podía pedir un aumento salarial a ese diarito. A lo que respondían los trabajadores: “¡Se lo tenemos que pedir a este diarito y a cualquier otro!”. Página 12 perdió mucha credibilidad con sus alianzas, incluso con los sectores de Derechos Humanos, porque hicieron “lo contrario de lo que venían diciendo desde el número uno”, como señaló el líder sindical Tato Dondero. Obvio que este tipo de historia es recurrente en la literatura desde Germinal, de Zola, En dudosa batalla, de Steinbeck, Brecht en Santa Juana de los mataderos. Pero no se trata de realismo bolche, sino de otra cosa: una novela que va al extremo y que entrega un final nada halagüeño, todo lo contrario. El desenlace de la lucha de Zevi y de Turba impone las mismas condiciones que la vida ofrece al desempleado en muchos países de Hispanoamérica: trabajar en un McDonalds, sacar copias en un  Office o, en el mejor de los casos, conducir un taxi o llevar comida en una moto. Ante tal situación, Benesdra pensaba que su novela le daría algún renombre. Él mismo llegó a declarar que empezaba a creer en lo que había escrito.

El suicidio fue la conclusión de una serie de recaídas y de un internamiento durante la dictadura militar, la cual consideraba criminal a quien era ingresado. Al parecer, Benesdra sufrió maltrato médico y en alguna ocasión, como castigo, le fracturaron un dedo de la mano. A su vez, la situación asfixiante a la que se vieron expuestos él, sus compañeros y otros miles de desempleados, fisuró su relación de pareja, su estabilidad emocional y su vida en general. Pero no digo que sea un mártir. Lo describiría como un autor que apostó vitalmente a su escritura y a la literatura, en una época en que las editoriales promueven la mediocridad, los editores no tienen criterio propio y se conforman con obedecer directrices de empresarios que comercian con libros, a quienes la literatura no les importa un carajo.

Notas

1 Salvador Benesdra, El Traductor, prólogo de Elvio E. Gandolfo, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2012. Las citas de la novela provienen de esta edición.

2 Entre gatos universalmente pardos (2018) de Ariel Borenstein y Damián Finvarb. Agradezco a Ariel Borenstein el darme a conocer su maravilloso documental, que pronto será difundido en la red, y la autorización para usar la imagen que acompaña este ensayo.

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