Cementerio de elefantes

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Foto: larazondemexico

La amistad de Salvador Elizondo, autor de Farabeuf, y José de la Colina, cuentista, maestro del ensayo y crítico de cine, es uno de los motivos que articulan la novela todavía inédita del ensayista y narrador mexicano Héctor Iván González.

(Fragmento)

Lissorgues y yo habíamos quedado de vernos en una cantina que acababa de abrir y que a los dos nos gustaba, la Covadonga. En realidad era Salón de Fiestas El Covadonga, pero todos empezamos a decir Covadonga sin poner mucha atención en el género. Era un lugar amplio, donde podías estar sin sentirte arrinconado, el techo altísimo y los ventanales hacían que el aire no se enviciara. Tampoco sentías que la gente te estuviera gritando al oído, de manera que podías estar ahí por horas. Al llegar me di cuenta, no sin cierta timidez de que Lissorgues ya estaba ahí, pero no estaba solo. Un hombre de cachucha acababa de sentarse a su mesa. No era muy alto, pero sí muy blanco, llevaba un bigote a la antigua usanza y vestía saco color arena dorada y corbata roja con finos hilos a manera de regimiento; en el bolsillo de la camisa ostentaba dos o tres plumas de diferentes modelos y colores. Al sentarse se descubrió y colocó la cachucha encima de su mochila. Al inicio dudé de que se tratara de alguien que yo pensaba reconocer, me acerqué directamente a la mesa y noté que, efectivamente, se trataba del escritor José de la Colina. De cerca, mientras Lissorgues hacía el protocolo de presentarnos, pude ver esos ojos vivaces de escrutador que, a pesar de estar detrás de unas gafas, podían verlo todo como si fuera la primera vez. Observándolo con detenimiento, José de la Colina parecía un niño travieso caracterizado de señor; para ese momento ya había publicado algunos libros que le aseguraban su presencia en cualquier historia de la literatura mexicana, también tenía fama de energúmeno, de hombre bastante estricto y de amigo (de los pocos) de Octavio Paz. Me sentí muy honrado de que estuviera en la mesa, no sé por qué se le ocurrió a Lissorgues que yo podría conocerlo. Sin embargo, lo supe rápido.

—Pepe, él es mi amigo Domingo González. Es un novelista inédito, pero de gran valor —su frase me sorprendió, no la esperaba. ¿Eso quería decir que había terminado mi novela, mejor dicho mi fragmento de novela?

—¿Ah, sí? —dijo Pepe con cierto escepticismo—. Pues que se siente y nos platique...

—Mucho gusto, maestro De la Colina —dije mientras me sentaba con una sonrisa casi boba.

—No me digas maestro, que te sale más caro. Dime Pepe.

El mesero se acercó y ordenamos. Lissorgues pidió una botella de vino Bordeaux, Pepe una manzanilla y yo un whisky. En un momento, Pepe tomó un popote de uno de los vasos, abrió la funda de papel y sopló en él.

—A ver, si ustedes son cinéfilos, ¿en qué película pasa algo igual?

Yo me quedé callado. Lissorgues sonrió y le dijo:

—Ya sé, Pepe, pasa en una de tus películas favoritas, The apartment, de Willy Wilder —pronunció las “w”s como en inglés.

—Sí, pero cometes un error al decir Willy Wilder, porque es un Billy Bilder, ya que era austriaco. Era una película de culto, la vimos en la cineteca de Churubusco, antes de que se quemara. Sé bien cuáles fueron las causas, porque yo hice un estudio de cómo mantener los rollos flamables de aquellos tiempos. La antigua cineteca estaba al lado de un Wings, ¡háganme el favor! La cocina del Wings estaba contigua al almacén de rollos, por eso ocurrió el incendio. Y ahora, eso que llaman cineteca no lo es...

—¿Por qué? —pregunté, más que porque no lo supiera, para darle pie a Pepe.

—Pues porque ahí nada más se va a ver las muestras, no es un lugar donde estén todas la películas habidas y por haber. Lo importante de una cineteca es que tú puedas ir y conseguir los clásicos, a Ford, Griffith, Chaplin, Hitchcock y no sólo ver muestras o estrenos.

—Es cierto, Pepe, eso está fatal —asentí.

—Pero usted es novelista, ¿qué ha escrito que tiene tan emocionado a Lissorgues? Cabe decir, no se entusiasma tan fácilmente.

Yo iba a empezar a hablar, pero Lissorgues me interrumpió amablemente.

—Tiene una novela interesante, Pepe, de un hombre italiano que atraviesa los montes para llegar al norte del continente. Tiene mucho de fantasía, es una novela imaginativa.

—Eso suena muy bien. Habrá que leerla.

En ese momento llegó el mesero con las bebidas y unas croquetas que no supe a qué hora ordenaron. Eran para Pepe; de inmediato se puso a comerlas mientras daba pequeños sorbos a su manzanilla, la cual descansaba en un vaso rebosante de hielo.

—Pepe, a mí me gusta mucho lo que has escrito. Soy admirador de tu prosa, eres un estilista.

—Hombre, muchas gracias, a un escritor siempre le gusta que le digan esas cosas. Onetti decía que los escritores tenemos una vanidad inmensa, y es cierto. ¿Usted a qué se dedica?

—Pepe, no me hables de ‘usted’, por favor. Yo te digo ‘Pepe’, tú dime ‘Domingo’ a secas.

—Está bien —dijo Pepe mientras le daba una mordida a su croqueta.

—Soy abogado, pero trato de leer y escribir.

—Eres abogado... pero culto. Qué bueno —dijo Pepe mientras volteó a ver a Lissorgues—. ¿Va a venir Salvador?

—Parece que sí, pero no sé si llegue mucho más tarde.

Asintió y me volvió a ver como si se conformara con mi presencia.

—Bueno, les voy a contar cómo conocí a Salvador —dijo mientras daba un trago más a su bebida y colocaba los cubiertos sobre su plato—. Lo conocí en el cineclub del IFAL, ahí íbamos los interesados en la literatura, en escribir, la historia y sobre todo el cine. En la esquina estaba la librería francesa. Yo entré y vi el libro de Georges Bataille, Les larmes d’Éros, en francés. Lo compré de inmediato. Después me fui al cine donde ya estaban los muchachos del cineclub. Salvador era elegante, había vivido en el extranjero, sus papás tenían mucho dinero; su padre, don Salvador, producía y hacía cine. En cambio yo era un ratoncito de campo, hijo de un anarquista de a de veras, era un sindicalista furibundo, porque ahora los sindicalistas tienen carros del tamaño de casas; Salvador era un ratón de ciudad. Él hablaba perfecto inglés y francés, y también sabía algo de alemán, ya lo dijo en su autobiografía, no me imagino la forma en que habrá pronunciado su celiniana frase: Scheißen Jüden! Pero debe haberlo hecho con mucho histrionismo, como es Salvador. Bueno, cuando llegué a la cafetería, ahí estaba Salvador y yo me senté. Él me preguntó qué estaba leyendo, y le enseñé el libro —que yo no había siquiera empezado a leer—, lo abrió y vio la foto del suplicio T’cheng. Ahí se conmocionó, no podía dejar de verla, se quedó así —Pepe se puso la palma de la mano en la frente, casi rozando sus lentes—, quedó hipnotizado por la foto; me quitó el libro y se lo quedó. Después fue crucial para su escritura del Farabeuf. Yo he contado esto pero no lo hago jactándome de que yo le descubrí a Bataille, puesto que yo no había empezado la lectura. Hay quienes dicen que fue Emilio García Riera, nuestro querido amigo historiador de cine, pero de eso yo no sé. Sólo sé que lo conocí siendo muy jovencitos los dos.

—Y fueron compañeros de farra, Pepe —pregunté, ya preso de su escritura oral. El lugar poco a poco se había empezado a llenar y había que subir la voz para ser escuchado.

—¿Mande? —dijo Pepe acercándose y haciendo, por primera vez en toda la noche, una mueca de molestia. Parecía que no oía bien cuando había mucho rumor.

—¿Y fueron compañeros de farra, tú y Elizondo, de jóvenes?

—Sí. Una vez me invitó a un centro nocturno, como se les conocía antes, un centro nocturno de ficheras. Me dijo que en ese lugar su papá tenía cuenta abierta, que llegáramos y ordenáramos, pues él podía falsificar su firma. Recuerden que él era dibujante, tenía un trazo imponente. Aún no tenía esa pluma Montblanc Meisterstück, a la que ha hecho tan célebre, aunque ahora tiene otras, como unas Faber Castell hermosas. Con esa foto, Paulina “La de la vista”, como yo le digo, lo inmortalizó con una foto frente al Parque México. Bueno, la cosa es que Salvador me invitó una copa, y pedimos champagne...

—De plano...

—Sí, Salvador no tenía ningún problema con los lujos. Además, así se te acercaban con mayor facilidad las muchachas, una para cada quien. Ellas aceptaban sonrientes porque creían que éramos niños ricos; bueno, Salvador sí lo era. De pronto, reconocimos a uno de los negros de Novo —volteó a verme como si sintiera la necesidad de explicarle al profano—, un negro es el que escribe para que tú firmes el artículo —asentí, sin mostrar que ya conocía el término—. Era un escritor con poder en la prensa, petulante, pero Elizondo le mandó una botella. Al final, ese hombre se sentó a nuestra mesa y platicó con nosotros, pero no dijo nada de importancia. Después de que se acabó la botella, se marchó. Nosotros pagamos con la firma apócrifa del padre de Salvador. De ahí nos fuimos caminando a su casa, entrada la noche. Porque antes era seguro andar por la calle, sin embargo, al llegar, Salvador me dijo que no me fuera, que no me fuesen a asaltar. Antes si asaltaban a alguien salía en la primera página de los periódicos...

—¿En dónde vivía? —le preguntó Lissorgues mientras vaciaba la botella de vino. Yo ordené otro whisky. Pepe hizo una pausa y pidió un tequila blanco.

—En Coyoacán. Era un caserón. Así que me quedé en el cuarto de visitas. A la mañana siguiente, una sirvienta, ataviada de uniforme y con su respectivo delantal, entró a la recámara.

—Buenos días, joven, dice el señor que si lo va a acompañar al desayuno.

Así que me apresté a bañarme y arreglarme para bajar con “el señor”.

Al bajar lo vi. Salvador estaba sentado a la mesa con una señora muy elegante y guapa, su madre, la señora de Elizondo, de Salvador Elizondo senior. Salvador era un junior cuando aún no se inventaban los juniors. Nos sirvieron de desayunar y mientras degustaba el platillo, Salvador empezó a decir con esa voz nasal tan suya:

—Pero no vayas a creer que soy un hijo de familia, ni un enfant gâté, yo soy como Rimbaud, un enfant terrible. ¡Soy un transgresor!

—Pero Salvador, si Rimbaud siempre regresaba con su mamá y su hermana cuando tenía problemas... —le dije a Elizondo de inmediato.

—¡No! ¡Las mamás siempre son unas pendejas!

Y en ese momento la madre de Salvador se estremecía, víctima del llanto, y dejaba caer unos lagrimones —como brillantes— que caían directamente en la sopa.

La verdad es que nos desternillamos enternecidos al imaginar aquella escena que representaba tan bien Pepe. Yo estaba admiradísimo de que nos contara esa anécdota, especialmente cuando yo apenas era un recién conocido. Pedí una tortilla española con el consentimiento de mis comensales, quienes aceptaron con atingencia. Al ver que estábamos más que interesados, De la Colina continuó compartiéndonos esas anécdotas totalmente inauditas.

—Salvador tenía una pistolita .22 con la que jugaba. Yo creí que iba a terminar suicidándose.

—¿Era políticamente incorrecto o sólo fingía serlo? Porque también se sabe que tenía gusto por lo siniestro, que le gustaba el box y los instrumentos quirúrgicos, ¿era así de violento en su vida? —fue la primera vez que Lissorgues preguntó algo directamente.

—No creo que fuera violento, pero sí era impulsivo. En un ataque de celos, le cortó los vestidos a su mujer... No a Paulina, eh, a una anterior. Cortó todos los vestidos con una navaja mientras gritaba: “Pinche puta”.

—¡Qué cosa! ¿No le interpuso una demanda? —pregunté.

—No, así no procedía la gente antaño, y menos los extranjeros. Después de la crisis de celos, Elizondo se internó en el San Rafael, psiquiátrico muy civilizado, mixto en las horas de descanso. En el San Rafael les enseñó a cantar La Marsellesa a los demás internos, así que, a cierta hora, él hacía algo que desencadenaba el cántico revolucionario.

—Era una suerte de Marat/Sade de Peter Brook... —dije yo.

—Desde luego, Peter Brook con Juan Orol... —completó Lissorgues.

—Incluso, una vez lo hizo desde su casa al pasar una marcha que hacía sonar La Internacional desde los altoparlantes, lo cual provocaba que Elizondo corriera a buscar un trapo, una franela, lo que fuera de color rojo para agitarlo por la ventana.

—¿Salvador era comunista? —preguntó Lissorgues—. Yo siempre le he oído decir que le vale madres la sociedad.

En ese momento me animé a tomar la palabra, seguramente no lo hubiera hecho sin los dos Etiqueta Negra que ya me había tomado.

—No creo que fuera comunista, pero dejaba que esas emociones afloraran en él de vez en cuando. Le gustaba provocar, siempre con inteligencia. A mí me contó que en una ocasión llegó a una clase que daba en la Facultad de Filosofía y Letras y les dijo: “Discúlpenme, me acabo de encontrar una bachita deliciosa... por lo cual puedo decirles que estoy profundamente drogado”. A lo que siguió una de sus clases magnas que lo harían inolvidable.

—¡Ése es mi amigo Salvador Elizondo! —dijo Pepe y luego hizo un silencio, dio un trago a su manzanilla, y agregó—: quien parece que hoy no va a venir. Por cierto, Domingo, ya vi que también tiene muy buena memoria, lo cual lo hace un tipo peligroso.

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