Al entrar a la Facultad de Filosofía, me encontré con los libros del boom latinoamericano, en especial las novelas de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, que me cautivaron. Los maestros decían que el boom era un asunto comercial, sin embargo, para mí sus obras valían por sus estructuras contundentes, los tratamientos del lenguaje y por esa extraña pátina que las recubría, una suerte de continuación de un mundo que siempre me había sido personal, la literatura francesa del XIX. Si para los comentadores el boom era una cuestión de marketing, para mí era la última rama de una literatura que había surgido con Cervantes, pasaba por Hugo, Balzac, Flaubert y Maupassant y recalaba en la Generación perdida de Estados Unidos. No necesitaba un teórico que me respaldara, la relación de Flaubert y Vargas Llosa o de García Márquez con Faulkner eran ostensibles. Lejano a la opinión de muchos colegas, siempre he tenido al boom como parte imprescindible de la literatura. Mi reclamo iba por otros linderos, pues mientras se mostraban estos seis o siete autores al mundo, había una serie de escritores latinoamericanos que vivía a la sombra de la promoción, los agentes, las traducciones y los premios. No puedo borrar de mi mente la frase de un editor francés: “En Francia el boom acaparó toda la atención y fue hasta que vine a vivir a México que leí a autores como Ibargüengoitia”. Evidentemente, había escritores que no se conocían por igual: Fernando del Paso, Sergio Pitol, la Generación de Medio Siglo, Roberto Arlt, Juan Filloy, Juan Carlos Onetti, Mario Levrero, Manuel Puig, Rodolfo Walsh, João Guimarães Rosa, Jorge Amado, Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Andrés Caicedo, Julio Ramón Ribeyro y muchos más, que no habían llegado a la otra orilla. Es cierto, algunos franquearon las fronteras del idioma, pero fue con posterioridad. No trato de hacer una historia del boom ampliada o engordada, lo que me interesa es alumbrar un poco esa sombra anulada por la plétora de ese fenómeno.
Por sus características, Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) pudo ser incluido en el boom, pero no lo fue. Hizo estudios de Letras y Derecho en la Universidad Católica de Lima, Perú. Después, gracias a una beca, fue a España y Francia. En estancias cortas, vivió en Múnich, Amberes, Berlín, Hamburgo y Fráncfort. Visitó su país en varias ocasiones, pero nunca regresó a radicar, lo cual siempre fue una tentación, ya que pensaba que podría ser catedrático de la Universidad de San Marcos, en la cual dos de sus antepasados fueron rectores. En Francia se ganó la vida siendo portero de edificio y llegó hasta a hacer ramassage de vieux journaux (recolección de periódicos viejos); después entró en la agencia France-Presse y finalmente obtuvo un cargo en la UNESCO. En algún momento escribió que frecuentaba el café Old River, adonde iba a escribir Julio Cortázar, y que Gabriel García Márquez conocía sin poder entrar debido a su precariedad económica. Ribeyro compartía el París de muchos latinoamericanos que sobrevivían exiliados debido a las dictaduras militares del continente.
SU FAMILIA PERTENECÍA a la clase media ilustrada, pero cayó en desgracia debido a la muerte del padre. Sus hermanos estuvieron a cargo de la manutención de la casa y Julio Ramón carecía de respaldo familiar. Traductor de notas periodísticas, ensayista, aforista, dramaturgo, novelista y, sobre todo, excepcional cuentista y diarista, se adaptó siempre a los contratiempos, lo cual nutrió su narrativa. En pocos casos hay una relación tan estrecha entre vida y obra.
Debido a la publicación de sus dos piezas maestras: La palabra del mudo (2010) y La tentación del fracaso (2003), la reunión de sus cuentos y su diario, respectivamente, podemos ver la penetración de su mirada, la capacidad delicuescente de su narrativa y la constante inquietud que le causaba la es-critura. Su diario incluye la reflexión literaria, la reseña de las discusiones con sus amigos, su precario estado de salud y sus autoflagelaciones. Reconoce “la humillación de la infecundidad, la ausencia de fuerza creadora. La causa de todo esto es la vacilación permanente en que vivo, la pulverización de mis energías entre diversas solicitaciones”. Nos muestra su estado anímico y su disputa interna. No escribe el diario para componer o mejorar su imagen: sólo retrata su vida como escritor, desbalagado, curioso, inconstante, pero aferrado a la palabra:
En este momento, frente a mí, tengo por lo menos diez cuadernos comenzados. En uno está mi novela, en otro algunos cuentos, más allá un estudio sobre Thomas Mann, unos apuntes sobre los diarios íntimos, los “cuadernos de Juan Tontín”, las obras de teatro... Cada vez que me siento a trabajar no sé por dónde comenzar. Cojo un cuaderno, pongo unas líneas, lo cierro para coger otro y así, entre correcciones, añadiduras, me paso la jornada sin haber podido concluir nada. Lo que necesito es romper con todo este lastre, archivar todo lo comenzado y empezar desde el principio una sola cosa. Vivo prisionero, limitado por mis viejos proyectos.
Hay una desazón tremenda cada vez que Ribeyro se percata de los progresos de su coetáneos y, en contraste, percibe el caos en el que vive, su lidia con el desgano y la soledad. Sin embargo, la escritura permanece como el único asidero.
EL DESASOSIEGO por la falta de recursos es otra de sus obsesiones. En algunos cuentos magistrales la soledad y la pobreza están presentes, como en “Explicaciones a un cabo de servicio”, cuando la pareja de amigos piensa que podría iniciar un negocio con una inversión; el socio acude a sus parientes, hacendados y gente bien posicionada. Mientras, el protagonista sólo puede obtener algún capitalito de su vecino. Igualmente en “Mientras arde la vela” o “La tela de araña” los personajes no encuentran a nadie cuando necesitan ayuda económica, lo que será una constante en su diario.
Gracias a La tentación del fracaso surgen las circunstancias que dan vida a su narrativa y sus reflexiones, que se caracterizan por la agudeza de ideas, el rigor y la exactitud en su perspectiva. Si por momentos La tentación del fracaso nos dibuja a un Ribeyro amilanado, desconcentrado y extraviado en el mundo práctico, también nos entrega a un sabueso de los conceptos más lúcidos. Siempre está a la caza de la lectura que trascienda en él y de la conversación que ensanche su mente. Por ejemplo, cuando lee a Charles Du Bos, llega a una conclusión esclarecedora:
En efecto, pensaba hace poco que lo que determina el éxito o el fracaso de una persona es la forma como se concilian sus diversas cualidades. No por una ausencia de aptitudes muchos fracasan sino por una interferencia de aptitudes. Parece que el genio exige la armonía o la inarmonía, pero jamás la incompatibilidad de cualidades. La imaginación y el poder analítico suelen entorpecerse mutuamente, tanto como la inteligencia y la memoria o la fuerza creadora con la erudición.
En muchos sentidos, el diario de Ribeyro demuestra que su fin primigenio es “tenerse a sí mismo como interlocutor”. Poner por escrito las ideas en su mente justifica todo el ejercicio. También es un espacio para que el “ámbito de la intimidad” aloje las frases, el vocabulario a usar, las tesituras y la vida psicológica, para gestar las inquietudes estéticas de un artista:
Imágenes, sensaciones, recuerdos, ideas, proyectos coexisten... bajo el doble aspecto de la anarquía y de la tendencia a su formulación. Este ámbito, siendo el más confidencial, es al mismo tiempo el más fácilmente comunicable; a pesar de su complejidad, es discernible en sus componentes. Podría definírsele como la zona fronteriza de la vida interior donde se produce un tránsito constante entre la oscuridad y la claridad o el punto ideal donde la emoción se convierte en palabra.
Vemos a un lúcido pensador en el diario íntimo, pero Julio Ramón Ribeyro es también, indefectiblemente, un amo del cuento. Coincido con lo que comenta Philippe Ollé-Laprune en su obra Los escritores vagabundos:
[...] conocemos aquella idea de que no se puede ser un “verdadero” escritor si no se ha publicado una novela. De 1956 a 1966 escribirá tres, y las publicará lentamente según sus deseos o la necesidad. Aun si el estilo y el tono de Ribeyro están ahí, con su gusto por los marginales o los fracasados de cualquier calaña, estos libros están anclados en la realidad social de Perú y no alcanzan nunca las cimas de sus otros escritos. Lúcido y severo con su obra, él mismo lo dice en varias ocasiones: sus novelas son malas.
Sin embargo, en esta falla Ribeyro también encuentra todo un tema de honestidad y discernimiento. A partir de un diálogo con su amigo Víctor Li, concluye que cada subjetividad encuentra su propio continente para crear su obra. Más que un pretexto o una justificación, Ribeyro llega a una hipótesis interesante:
El hecho de que hasta ahora sólo haya escrito cuento es significativo. Vendría a confirmar la teoría de Víctor Li de que los géneros literarios tienen su más profunda raíz no en determinados esquemas formales, sino en ciertas disposiciones subjetivas. Yo veo y siento la realidad en forma de cuento y sólo puedo expresarme de esa manera. En otras palabras, mi inteligencia está dispuesta de tal manera que todos los datos que percibo se ordenan de acuerdo con cierto molde interior —¿categorías?— cuya estructura no puedo modificar. De allí que hasta el momento no pueda escribir novelas, poemas ni piezas dramáticas y cuando lo he intentado he conseguido sólo cuentos deformados.
"El diario de Ribeyro demuestra que su fin primigenio es tenerse a sí mismo como interlocutor. También es un espacio para que el ámbito de la intimidad aloje el vocabulario a usar".
TIENDO A NO CREER en determinismos de toda laya, sin embargo, la idea de que exista una propensión a tener “cierto molde interior” o disposiciones subjetivas no me saca de quicio. Lo que es evidente es que de cualquier situación Ribeyro podía hacer un cuento, ya sea dentro de un pasaje de su diario, una carta o una conversación. Al considerar la totalidad de su obra cuentística, Sólo para fumadores, Relatos santacrucinos, Silvio en El Rosedal, El próximo mes me nivelo, Los cautivos, Cuentos de circunstancias, Las botellas y los hombres y, sobre todo, Los gallinazos sin plumas, uno puede percatarse del lugar que ocupa en la narrativa en español, un lugar de orden mayor. Con un tono parecido al de Roberto Arlt o de Juan Rulfo, donde aparecen personajes marginados, seres maltrechos por la calle o por los años, mujeres que no tienen otra opción que vivir con hombres asquerosos, Ribeyro nutre una literatura entrañable. Él mismo señaló que había tratado de animar todo ese ambiente, de infundirle vida y movimiento. “La visión resulta al final un poco miserable, pero exacta y verosímil”. Por otra parte, buscaba la exactitud psicológica y ponderaba “la presión de los hechos sobre las personas”. Señaló que su obra se podía definir como una “historia psicológica de una decisión humana”.
Son cuentos colmados de sutilezas (“Nuevos niños vinieron y armaron sus juegos en la calle triste. Ellos eran felices porque lo ignoraban todo. No podía comprender por qué nosotros, a veces, en la puerta de la casa, encendíamos un cigarrillo y quedábamos mirando el aire, pensativos”); donde sondeos psicológicos tienen lugar (“Don Roberto, a la vista de todos aquellos papeles, sintió una sorda humillación. Tenía la impresión de que esos cuatro señores se habían puesto a desnudarlo en público para escarnecerlo o para descubrir en él algún horrible defecto”); donde la frustración es inexorable, incluso para el ganador (“Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras”). A un personaje como Mercedes, de “Mientras arde la vela”, un acto definitorio la va a liberar del esposo que se bebe todas sus ganancias y se niega a darle el divorcio; con ese acto criminal su vida mejorará de manera profunda. O, en un caso totalmente contrario, María, de “La tela de araña”, quien ha intentado liberarse de los atavismos familiares y religiosos, irreductiblemente se rendirá a su lascivo protector.
EN SUMA, la obra narrativa de Julio Ramón Ribeyro muestra el ambiente de un Perú, de una América Latina aún latentes, donde aparecen la pobreza, el cochambre en las paredes, la podredumbre humana, y se exhibe a los personajes que tienen una historia que contar, que tejen su vida día a día, sin repetir otra cosa —al parecer— que una secuencia mecanizada y profundamente absurda.
Referencias
Julio Ramón Ribeyro, La palabra del mudo, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2011.
, La tentación del fracaso. Diario personal (1950-1978), prólogos de Ramón Chao y Santiago Gamboa, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2014.
Philippe Ollé-Laprune, Los escritores vagabundos. Ensayos sobre la literatura nómada, traducción de Claudia Itzkowich y Héctor Iván González, Tusquets, México, 2017.