Sigizmund Krzhizhanovsky no existe. Mejor dicho, no existía. En realidad, existió brevemente hasta la década de 1940 y luego, como la flama titubeante de una vela que se apaga apenas con el aliento, se eclipsó. Sucumbió ante el poderoso aparato censor del régimen soviético, el temor de las purgas políticas, el espectro de la Gran Guerra y la aplanadora de la propaganda estalinista de la Segunda Guerra Mundial. Una breve esquela recogida en el diario de un poeta igualmente censurado lo comparaba con Edgar Allan Poe y afirmaba que era un “genio desconocido” a la altura de los mayores escritores europeos, y agregaba: “No se imprimió una sola línea durante su vida”.
El sentimentalismo de la muerte tiene esa propiedad alquímica que lo mismo transforma el plomo en oro, que al escritor mediocre en un talento a la altura de Shakespeare. En el caso de Krzhizhanovsky, la afirmación de Georgy A. Shengeli, el poeta que la suscribe, no fue tomada a la ligera por un joven estudiante de Literatura que tenía a la vista ese diario. La necesidad de esclarecer esta nota lo llevó a investigar quién era el genio aludido y a desentrañar la azarosa existencia de un escritor inexistente hasta dar con su obra: alrededor de cuatro mil manuscritos perfectamente organizados, que constituían unos ocho o diez libros, más decenas de textos dispersos. A poco más de cien años de su nacimiento, la obra de Krzhizhanovsky comenzó a ver la luz, y el personaje, a vivir su verdadera existencia.
“BIEN CONOCIDO POR SER DESCONOCIDO”
Sigizmund Dominikovich Krzhizhanovsky nació en Kiev, Ucrania, en 1887, hijo de una familia de origen polaco relativamente bien avenida. Desplazada por haberse rebelado contra el Zar, después de un tiempo en Siberia, el padre fue reubicado en Kiev, donde llevaba la contaduría de las fábricas de azúcar, posición que le permitió a Sigizmund prolongar su vida de estudiante unos veinte años. Circunstancias prácticas, supongo, lo llevaron a cursar Derecho, el cual ejerció un tiempo; pero él tenía un espíritu renacentista con una curiosidad universal que lo mismo sabe de ciencias exactas que de humanidades. Dominaba seis idiomas, además de los propios (polaco y ruso): inglés, francés, alemán, italiano, griego, latín; era un hombre cosmopolita, con una educación y una cultura superior a la de muchos de sus contemporáneos.
En 1912, a dos años de estallar la Primera Guerra Mundial, realizó una excursión por las principales universidades europeas (París, Heidelberg y Milán, entre otras), lo cual le permitió entrar en contacto con las principales corrientes de pensamiento y las tendencias artísticas de la época. Pero la Gran Guerra lo devolvió a Kiev. Krzhizhanovsky tenía 27 años, es posible que fuera reclutado por el Ejército Imperial ruso, o que se enlistara como voluntario, incluso que sirviera en campaña, pero no hay certeza. Otras fuentes afirman que cuando volvió al seno materno, ejerció unos cuantos años como asistente de abogado y, hacia el final de la guerra civil, en 1918, se unió al Ejército Rojo.
Como ocurrió con la mayoría de sus contemporáneos, la guerra trastocó su percepción de la vida y marcó profundamente su obra. El contacto con la muerte, el hambre, el horror de la guerra, la fragilidad de la existencia, el sinsentido de la destrucción del hombre contra el hombre, ¿cómo pueden acomodarse en el mundo de las ideas, del arte? Semejante caos pesadillesco, no el de la Revolución rusa —que en los hechos implicaba una promesa—, sino el más burdo caos que resulta de esta colisión, determina la vena existencialista de su obra. Sin embargo, no recoge melodramáticamente el caos de entreguerras, sino con cierto asombro sofrenado por un aire de soberbia filosófica que lo aparta de las vanguardias. Su vasta cultura le permite racionalizar todo al margen de la moda para llevarlo al absurdo y tomar las cosas serias de manera disruptiva: con sentido del humor, con ironía rayana en el sarcasmo, riéndose muy en serio de sí mismo.
Sólo encontró una habitación oscura y vacía, y cada vez que abría una puerta, al final del nuevo cuarto había otra puerta que daba a otra habitación más vacía y oscura
En uno de sus textos emblemáticos, “El marcapáginas” (o “El separador de páginas”) se lee que la victoria de la Revolución les había brindado la oportunidad de ver las cosas como eran, hacer todo lo que estorbaba a un lado, todo lo vano, lo material, para entablar un diálogo de pares con el mundo. La Revolución, sin embargo, no le posibilitó lo que afirmaba. En ese nuevo orden, para lograr un diálogo de pares con el mundo había que convertirse en un intelectual orgánico. Parece tarea fácil, pero para lograrlo hay que hacer méritos, cruzar la puerta correcta, y en este nuevo orden Krzhizhanovsky sólo encontró una habitación oscura y vacía, y cada vez que abría una puerta, al final del nuevo cuarto había otra puerta que daba a otra habitación más vacía y oscura que la anterior, y otra y otra.
Alguien que tiene la rara capacidad de reírse de sí mismo en momentos históricos tan graves como la construcción del nuevo orden social, o que puede esgrimir como carta de presentación que es “bien conocido por ser desconocido”, no puede ser tomado en serio. No hay papel para quienes apelan a la razón. Esos que hablan de Shakespeare, del arte de poner epígrafes, que profundizan en la gravedad de seleccionar un título adecuado, que ensayan sobre geografías inexistentes, merecen ser ignorados. ¿Fantasía? ¿Filosofía? “La humanidad tiene necesidades más apremiantes que filosofar”, sentenció Maksim Gorki sobre la vida libresca de Sigizmund Krzhizhanovsky. Y no es que la Revolución traicionara al escritor: él la había traicionado. Y lo sabía, pero por más que lo intentaba, su imaginación volvía a importunar con propuestas imposibles, con cuentos y relatos que se pitorrean, que obligan a pensar, sin lección moral.
UNA HISTORIA TRIVIAL
De vuelta a los hechos biográficos, a principios de los años 1920 conoció a la actriz Anna Gavrilovna Bovshek, quien fue su compañera de toda la vida, aunque siempre vivieron separados. Discípula de Stanislavsky, alcanzó pronto la fama y fue requerida en la capital rusa. Siguiendo los pasos de Anna, en 1922 Krzhizhanovsky se mudó a Moscú para siempre, con cincuenta mil cartas de presentación bajo el brazo que le sirvieron para hacerse de una minúscula habitación de cuatro por cuatro.
Aunque no le resulta difícil insertarse en los círculos intelectuales más importantes de la época (Shengeli en un poema da noticia de este círculo: Andrey Bely, Ósip Mandelshtam, Boris Pasternak, Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva y Alexander Blok, entre otros) su obra no encuentra editor. Hay respuestas negativas y evasivas para unos cinco libros de relatos o noveletas —como cataloga sus ficciones— y dos novelas, que la mano de Gorki apartó del camino. El regreso de Münchhausen y una colección de cuentos casi lo logran, pero por razones poco claras, al final fueron a dar al cajón de los manuscritos por publicar.
De 1925 a 1931 sobrevivió escribiendo artículos para la Gran Enciclopedia Soviética, actividad que le proporcionó el tiempo necesario para escribir lo más notable de su narrativa. Lo malo es que, al abandonar las filas de la gran clase trabajadora, su estancia en Moscú quedaba en riesgo, pues implicaba la posibilidad de ser reubicado.
Una amiga le abrió las puertas de su sello editorial para publicar un folleto de 34 páginas, Poética de los títulos (1931), que trata precisamente sobre la fatal relación entre título y contenido. La publicación certificaba que era un autor activo, impidió que lo trasladaran y le permitió conservar la caja de cerillos donde vivía. (Una curiosidad: en el Museo Literario del Estado en Moscú se exhibe un ejemplar autógrafo dedicado a Vera Evseevna, esposa de Vladimir Nabokov, “que tocó cada letra de este ensayo. Un autor agradecido”). Hay escasas referencias sobre esa gesta gloriosa que implica dedicarle más de veinte páginas a un asunto tan delicado, tan tortuoso, tan fallido que sólo los escritores padecen: titular un texto.
En medios impresos llegó a publicar una docena de artículos: un par de ficciones muy al principio, algo de crítica literaria (el arte de los epígrafes, a propósito de Pushkin), un poco de teatro (era una autoridad en Shakespeare) y varios intentos frustrados por publicar sus relatos “realistas experimentales”, un eufemismo con el que se refería a su prosa filosófica y a sus relatos fantásticos, desde los cuales reinterpretaba la realidad.
Decir que “era bien conocido por ser desconocido” es una amarga broma sobre sí mismo, pero falsa. Su nombre era bien conocido y respetado en el mundillo intelectual moscovita, incluso sus creaciones fueron apreciadas en público. Aunque su vida editorial fue limitada y frustrante, su producción dramática corrió con mejor suerte. El teatro y el cine le dieron la oportunidad de ver su trabajo en acción. Realizó varias adaptaciones teatrales que lograron representarse con bastante éxito, entre ellas El hombre que fue Jueves (1923), de Gilbert Keith Chesterton, pero ninguna de sus creaciones originales tuvo el privilegio de cobrar vida en escena. Cuando estuvo a punto de montarse su versión de Eugene Oneguin, el héroe ruso por excelencia creado por Pushkin, musicalizado por Prokofiev, Molotov se presentó al ensayo general —cosa que nunca hacía— y, escandalizado, lo acusó de “trivializar la historia” de los grandes héroes de Rusia: la obra fue inmediatamente cancelada.
Participó también en el desarrollo de dos guiones cinematográficos: La fiesta de San Jorge, de Yakov Protazanov (1930), y El nuevo Gulliver, de Aleksandr Ptushko (1935), que tiene la singularidad de ser una de las primeras piezas que combinan la actuación humana con marionetas e incluso stop motion. Ninguna de estas cintas ocupa un lugar menor en la historia de la cinematografía de la exUnión Soviética, sin embargo en ninguna se le acreditó.
El teatro se convirtió en su modus vivendi, trabajó en el Teatro de Cámara de Moscú hasta que las autoridades decidieron cerrarlo, y le permitió ser aceptado en 1939 en la sección de Dramaturgia de la Unión de Escritores Soviéticos. Su ingreso le garantizaba la publicación, finalmente, de algún libro. Y así fue, y no. La Segunda Guerra Mundial obligaría a la industria editorial a no dedicar papel y tinta a la literatura, y menos a la de alguien que, como Krzhizhanovsky, estaba lejos de escribir himnos al camarada Stalin. Sus textos se ocupan de viajeros del futuro que advierten sobre la amenaza del presente; dedos que se rebelan a las manos de un pianista en pleno concierto; reelaboraciones hamletianas; separadores de páginas que deciden los temas del escritor como en una pesadilla; las aventuras del viejo barón de Münchhausen en la Unión Soviética; hombres que ante la pérdida definitiva de su biblioteca prefieren recrear cada frase del libro, antes que arruinar la imagen que se hicieron de la obra... ¿Y los trabajadores, camarada? ¿Y el proletariado? ¿El triunfo de la clase obrera? ¿De la Revolución? ¿No tiene nada que decir del fascismo, del capitalismo? ¡Cómo se atreve a decir que en el futuro el enojo del pueblo soviético será una fuente de energía renovable! No, señor Krzhizhanovsky, usted es impublicable. Y uno tras otro, sus libros fueron rechazados por los comités editoriales del Estado.
No fue un personaje intrascendente en su época, pero el escritor que no deja obra impresa no deja testimonio de nada, no sobrevive un punto y coma a la muerte. Incluso en vida termina por dejar de existir, se convierte en un pie de página, una nota aclaratoria en la historia de la literatura, un dato curioso. Krzhizhanovsky no era ajeno a esta premisa, por ello se consideraba un escritor inexistente. Y el alcohol consumió buena parte de sus aspiraciones.
Falleció el 28 de diciembre de 1950, tres años antes de la muerte de Stalin, después de un ataque de tetania que le afectó la zona del cerebro que procesa los signos, incapaz de decodificar una sola palabra. No hay que conocer la obra del escritor para entender lo infinitamente irónico y triste del asunto, pero hay que conocer la historia de Krzhizhanovsky para dimensionar el tamaño de su frustración y cómo su cuerpo terminó rebelándose contra lo que más amaba: el lenguaje.
Fue sepultado en medio de una nevada infernal que no dejó rastro de su última morada.
La Segunda Guerra Mundial obligaría a la industria editorial a no dedicar papel y tinta a la Literatura, y menos a la de alguien que, como Krzhizhanovsky, estaba lejos de escribir himnos al camarada Stalin
ARCHIVO VIVO
A la muerte de Sigizmund Krzhizhanovsky, Anna Bovshek se hizo cargo de su archivo. Lo organizó, puso en limpio los manuscritos y elaboró una suerte de inventario con el propósito de publicarlo. Bovshek se había convertido en un referente de la actuación en la Unión Soviética, condecorada por el Estado, gozaba de gran prestigio e influencia. En 1957 promovió que la Unión de Escritores Soviéticos abriera una comisión para recuperar el patrimonio creativo de Krzhizhanovsky. La comisión, integrada por varios escritores, reunió en dos volúmenes una selección de su obra: novelas y relatos; sin embargo, el Escritor Soviético, la editorial estatal, consideró el conjunto demasiado tibio, falto de coraje... y rechazó la publicación. Desalentada, Bovshek depositó los cuadernos de su compañero en el Archivo de Literatura y Arte de Moscú y guardó para sí lo que consideró que ponía en riesgo la integridad del legado de quien fue su pareja. Murió en 1971.
En 1976, la viuda del poeta Georgy A. Shengeli solicitó al Instituto Literario apoyo para organizar y procesar el archivo de su esposo. Allí, frente a uno de los diarios, Vadim Perel’muter, otro poeta, un joven de 23 años, encontró las líneas desmesuradas que Shengeli, bastante tacaño para los elogios, regalaba a Krzhizhanovsky. Como Perel’muter no tenía la menor idea de quién era este “Poe soviético” se propuso averiguarlo, por rigor y porque entonces ya era común para los jóvenes rusos escuchar de nuevos/viejos escritores soviéticos que habían sido repudiados o aniquilados por el sistema.
Los escritores se hablan entre sí, dialogan, se codean, se mandan mensajes a través de otros, del tiempo, y siempre, siempre, tras rodeos inenarrables llegan a su destinatario. A pesar de la escasa información, Perel’muter logró rastrear al personaje referido por Shengeli, indagar en el Archivo Literario y encontrar una misión de vida que puso en riesgo la suya.
Todavía hubo que esperar quince años más, cuando la Perestroika ya estaba en marcha, para ver publicado el primer libro de Sigizmund Krzhizhanovsky, Memorias del futuro (1989), una selección de cuentos, relatos y ensayos a cargo de Vadim Perel’muter. En menos de veinte años alcanzó el reconocimiento internacional y se le considera un clásico de la literatura rusa del siglo XX (lo cual no deja de ser irónico). Cualquier lector instruido podrá reconocer las coincidencias con Kafka, con Borges, con Calvino, con Hesse, pero también el rastro de Spinoza, de Leibniz, de Swift, de Wells, de Cervantes. La crítica literaria, generosa en sus ejercicios de imaginación, al fin lo ha puesto a dialogar con sus pares. Los lectores mexicanos encontrarán que su universo tiende sólidos puentes con los de Francisco Tario y Efrén Hernández, pero la voz y los temas de Krzhizhanovsky son tan singulares como lo son los otros.
Entre las primeras líneas que abren la novela El club de los asesinos de letras se lee: “Piense que si en el estante de una biblioteca hay un libro de más es porque en la vida hay un hombre de menos”. Esta críptica idea es inasible hasta que se considera que fue escrita bajo el signo de Stalin, cuando publicar un libro podía significar la muerte del autor. Krzhizhanovsky fue una de las muchas voces autónomas silenciadas por el Estado y pensar que, a final de cuentas, la censura le salvó la vida es defender a su verdugo. No fue así: la censura arruinó su vida y no hay reconocimiento póstumo que compense tal bajeza.
LOS LIBROS más representativos de su obra rondan el universo literario en catorce idiomas. En España, siguiendo a los editores franceses, se castellanizó la ortografía polaca de su nombre por Sigismund Krzyzanowski (que se pronunciaría Yiyanovski) y se han publicado sólo tres libros: La nieve roja y otros relatos (Siruela, 2009), descatalogado; El club de los asesinos de letras (Ediciones del Subsuelo, 2012) y Biografía de una idea y otros relatos (Ediciones del Subsuelo, 2019), inalcanzables. En México, en la antología de cuentos fantásticos Gabinete de historias extraordinarias (Universo de Libros, 2019) se incluye “Cuadraturina”, un extraordinario relato considerado una de las piezas literarias más notables del autor.