I. LA PRIMERA VEZ
Hacía frío. Frotarse las manos con ahínco no ayudaba a minimizar la bocanada gélida de la Ciudad de México. Para alguien que no había salido del puerto de Veracruz, fue lo más próximo a un duro invierno. Era diciembre. Mi madre nos llevó a ver las luces y adornos navideños en el Centro de la ciudad. Cada edificio, cada esquina, cada alumbrado público lucía adornos de velas, nochebuenas y renos. De ese viaje mi madre conservó una foto de mí con un dudoso Santa Claus sobre un escenario en la Alameda; retrato que fue borrándose hasta quedar tan desfigurado que parecía habitado por dos fantasmas. Aún no sabía que muchos años después residiría en esta ciudad y que el Centro Histórico se convertiría en eso, un sitio habitado por fantasmas que, como espectros de Dickens, tomarían cuerpo en los momentos más inesperados.
Las calles que por la noche lucieron la promesa de los espejismos a una niña de diez años, de día develaron indigencia, pobreza, olores acres que no se percibían desde la ventanilla del taxi. Golpe de realidad que mata la espera de algo distinto a la vida misma.
La compleja belleza de esas avenidas y callejuelas llegó con los años y con la mirada hambrienta de lo distinto, lo singular, lo que no puede ajustarse a ninguna definición y que, por lo mismo, es indomable. El Centro Histórico ofrece la grandeza arquitectónica, el brillo de las luces, la comida callejera y la de buenos restaurantes, los conciertos en Bellas Artes, los museos y el ruido de fondo como melodía, pero también la experiencia de piso, la basura acumulada, el asedio de la vendimia, los after hours, los humores avinagrados y la mirada desconfiada de cualquier transeúnte.
Entre el Centro Histórico de la infancia, el descubierto con el patronímico de adulto y el de las crónicas literarias, existe el real. Uno por encima del imaginario de cada visitante y lejano a todo aquello que simboliza; uno que en consecuencia es imposible de capturar y se arraiga aún más por los personajes que lo moran. Seres que vivían allí antes del “rescate del Centro Histórico”. Habitantes inciertos que iban y venían con el único objetivo de rozar por un momento eso que siempre está en otra parte: la propia vida.
II. SIRO
Conocí a Siro Basila a principios de los noventa. Era un artista plástico, escritor, modelo y actor asiduo de La Perla, aunque su casa fuese el Nueve. La Perla es un cabaret ubicado en calle República de Cuba 44, antro de mesas sencillas y fastuoso escenario nimbado con cuentas de cristal, luces rojas, moradas y amarillas, que encandilan a los adultos tanto como aquellas navideñas de mi niñez.
Siro solía presentar a sus amigos como “mi agente, mi biógrafo, mi maquillista, mi peinador...”. La mayor parte del tiempo bailaba con un movimiento rítmico de cabeza que acompañaba con el taconeo de los tenis. Su cabello corto y delgado, prematuramente canoso, revoloteaba como plumas a punto de desprenderse. Lucía un pequeño vestido tipo campirano y unos tenis Converse de bota pintados de plateado por él mismo. Todo un performance parado al lado de lo que aparentaba ser una reproducción escultórica de El nacimiento de Venus, de Botticelli.
—Y tú, chava, ¿eres mono o estéreo?
Así inició la conversación.
—Ven, hazte para acá, que no es lo mismo tener un hambre atroz que tener un hombre atrás.
Difícil seguirle la conversación en medio de su agilidad mental y la metralla de palabras. Saltaba de un tema a otro engarzando ideas y anécdotas en una asociación más libertina que libre. A veces se detenía por instantes para arremeter con una hilera de redondillas que, si no fuera por el contenido, pensarías que las había sacado de algún poema de Sor Juana.
No sabía que el Centro Histórico se convertiría en un sitio
habitado por fantasmas que, como espectros de Dickens, tomarían cuerpo en los momentos más inesperados
—Veníamos como ocho personas en mi convertible —le dice a Siro un joven con pinta de fresa—, es mi after favorito. Aquí hay mujeres guapísimas, artistas, gente divertida y travestis, pero yo como siempre, amigo, espada limpia.
—¿Convertible? —responde haciéndole asco al coche—, éste es el único lugar del Centro en el que ves un Rolls-Royce estacionado.
La fiesta se trasladó a otro edificio ubicado en República de Cuba. Resultó natural caminar por callejones con basura apilada en las esquinas, donde perros famélicos negros o amarillos buscaban alimento. De igual forma, pasar sobre siluetas humanas guareciéndose del frío con cartones y cobijas sucias. Nadie sabía realmente adónde iba. Sólo seguíamos a Siro, quien no recordaba el número del edificio. De pronto decidió que era uno que parecía desocupado. Entramos. El lugar era oscuro y húmedo. Tenía el elevador clausurado hacía quién sabe cuánto. Subimos las escaleras aferrados al cuerpo contiguo para no tambalear y caer. Los departamentos parecían deshabitados y los pisos, desiertos. Contra toda predicción, apareció una luz escuálida y titilante al fondo de un pasillo.
—Les dije que aquí era —gritó Siro, marchando resuelto.
El departamento era amplio. Amueblado con sillones viejos y roídos cubiertos de telas bordadas con figuras y simbología indias. Todo el lugar olía raro. A incienso combinado con alguna sustancia destilada en un laboratorio químico.
Sentados en la espontánea sala alumbrada por velas casi derretidas, Siro propuso un juego, uno que solamente él ganaría. Todos los presentes debían desempeñar una pieza artística. Uno escribió un relato sobre una servilleta, otro hizo un dibujo, alguien más recitó de memoria algo de Percy Bysshe Shelley. Siro cubrió su cabeza con una manta y levantó uno de los candelabros para iluminarse el rostro. Improvisó una tragedia con todo y coro mientras los demás tarareaban La cabalgata de las valkirias.
Abandonar la Ciudad de México para regresar a Veracruz significaba la posibilidad de no volver a ver a esos personajes del Centro defeño. Sin la existencia del correo electrónico ni celulares, la probabilidad de volver a encontrarles era nula. Jamás intercambiaban números de teléfono y sólo se despedían con un simple see you around, haciendo énfasis en around, mientras delineaban con las manos amplios círculos que indicaban que si nos veíamos, no necesariamente nos hablaríamos.
III. CLAUDIO
Otro integrante de la nobleza del Centro Histórico de aquella época fue Claudio Martínez o Clo, visitante frecuente de aquellos after. Siro me lo presentó en el 33. Claudio era todo un encantador de serpientes, de casi uno noventa de estatura, tez macilenta y tersa que contrastaba con el cabello bruno y los ojos claros. Las ocasiones que lo vi vestía de negro con alguna prenda blanca o púrpura, ya fuera una camisa, una playera o un pañuelo atado al cuello. Tenía aire aristócrata, y cada que entraba a un lugar todos volteaban a verlo.
—Niños, ésta es la casa del jabonero y el que no cae se agacha por el jabón.
Fue lo primero que dijo al grupo de provincianos al que yo pertenecía y que había descubierto en el Centro Histórico a la realeza del underground. Hechos bolita, atraídos por la rara belleza de aquel hombre de voz gruesa y afeminada, nos amontonamos a su alrededor. A Claudio no le importó. Ahora tenía público cautivo o más bien una especie de corte.
Claudio también poseía un talento multifacético. Actuó un pequeño papel en un capítulo de La hora marcada, al cual se refería como el programucho. Durante un tiempo bailoteó con La Suciedad de las Sirvientas Puercas, una banda de rock que pese a sonar a leyenda urbana, sí existió. Cuando alguien quería sacarle información, Claudio inventaba al vuelo profesiones inverosímiles. Tenía el talento de hablar de sí sin revelar nada. “Soy corruptor de estilo”, dijo en algún momento con cierta seriedad. Si estaba en plan de diva, lo cual era frecuente, decía ser una artista internacional.
—Yo, al igual que la Méndez, le debo todo a mi bello púbico, digo, público.
En una de las tantas juergas que continuaban en edificios casi abandonados en el Centro de la ciudad, se empezaron a hacer parejas que tras un intercambio de miradas, desaparecían en las habitaciones. No recuerdo cómo pero yo terminé sentada en las piernas de Claudio. Por fin pude verle de cerca. Sus ojos, no recuerdo si verdes o azules, brillaban con cierta insolencia. Era un tipo hermoso. Animada por el alcohol y la oscuridad del departamento, le pegué un beso.
—Es que estás muy bonito —le dije.
—Pero qué ciega, mírame bien el ojo, me atropelló una ballena.
Del otro lado de la habitación, un fortachón de bigote tupido, que bien podría haber salido de una pintura de Tom of Finland, me miró de manera insinuante mientras esnifaba una larga raya de coca. Entonces me aferré al brazo de Claudio.
—Yo me duermo contigo —le dije.
—¿Y cómo sabes que conmigo no corres peligro, jarochita?
Nos levantamos del sillón para buscar dónde dormir. Mis amigos ya estaban empiernados en alguna parte del edificio. Claudio y yo encontramos una cama de cobijas enhebradas que tardamos en extender.
—Hasta mañana —me dijo al pasar su brazo por encima de mi hombro.
Me quedé mirándolo largo rato antes de caer dormida. Detrás de toda la mala leche derramada en palabras había un tipo dulce. Su semblante sereno me contagió de paz.
Niños, ésta es la casa del jabonero y el que no cae se agacha por el jabón. Fue lo que dijo al grupo de provincianos que había descubierto a la realeza del underground... atraídos por su rara belleza nos amontonamos a su alrededor
IV. LOS FANTASMAS
He perdido la cuenta de los años que llevo acostándome temprano. Quince, por lo menos, en los que las copas se beben en largas sobremesas y los únicos after hours son los arañazos de mis gatos en la puerta a las tres de la mañana para entrar a la recámara. Misma cantidad de años que llevaba sin saber de Siro y del chulo Claudio, siendo honesta, ni de pensar en ellos.
Hace unos días supe por la columna de Xavier Velasco que Claudio murió de un “estúpido infarto”. Sentí más nostalgia que tristeza. Añoré las parrandas necias de aquel Centro Histórico que a nadie importaba visitar o rescatar. Con los años llegaría ese fenómeno horrible llamado gentrificación, acompañado de la buena nueva de una vida uniforme y aséptica.
A pesar de tener pésima retentiva, por alguna alquímica razón sé de memoria el teléfono de casa de Siro. Marqué esperando que aún fuese el mismo número. Respondió la voz impersonal de la contestadora. Dejé mensaje sin esperanza. Al día siguiente Siro llamó. Como solía hacerlo, empezó a bromear y a hablar en redondillas. Todavía vive en el mismo departamento del Centro. No se acostumbra al celular ni a baratijas como Facebook. Hablamos por más de una hora.
—Cuando te conocí te hice reír —me dijo—, no reconocí tu voz pero sí tu risa. ¿Supiste lo de Claudio?
—Sí, por eso te llamé.
Quedamos de encontrarnos para comer y ponernos al día. Tras colgar el teléfono, busqué alguna foto de Siro en un sobre manila donde guardo recuerdos. Encontré una tira de instantáneas de esas tomadas en cabina. Nos hicimos las fotos en el De Todo que estaba en Félix Cuevas y San Francisco, donde hoy está Walmart, demostrando que a veces todo pasado sí fue mejor. Observo el retrato por un momento. No soy yo sino alguien más. Lo que hay en la tira fotográfica son dos apariciones. Fantasmas que se desvanecen entre risas y gestos como testigos de lo que fue esa otra vida.
NORMA LAZO (Veracruz, Ver.) ha publicado los libros de ensayo Las 7 virtudes contemporáneas (2017) y La luz detrás de la puerta: El silencio en la escritura (2015); de cuentos, Medidas extremas (2014) y las novelas Lo imperdonable (2014) y El dolor es un triángulo equilátero (2013).