Mishima: la tinta y el filo

Uno de los escritores japoneses de mayor trascendencia decidió terminar con su vida hace cincuenta años, el 25 de noviembre de 1970. Más notable que el suicidio mismo fue la forma de practicarlo: a través del seppuku o harakiri, el ritual de abrirse el vientre con una katana y esperar que otro samurái lo decapitara. Esta imagen suele opacar la pluma notablemente prolífica de Yukio Mishima. Ofrecemos un repaso de su trabajo, la formación, el proceso: el conjunto ayuda a comprender su pensamiento y obra.

Katana. Fuente: soloartesmarciales.com

UN DÍA PROPICIO PARA MORIR

Es una mañana luminosa. Mishima despierta en su cómoda y espaciosa habitación como quien ha disfrutado un sueño reparador. Llama a un asistente, quien le informa que su esposa ha ido a dejar a los niños a la escuela. Avisa que no tomará el desayuno, salvo una taza de té. Parece un día más en su vida, pero pronto sabemos que no es así. Por algo, ha decidido engalanarlo vistiendo el uniforme militar que ha sacado del armario. No es una prenda cualquiera. Es la vestimenta de combate que Tsukumo Igarashi (modisto también del siempre marcial Charles de Gaulle) ha diseñado ex profeso para su ejército particular, Tatenokai, “Sociedad del Escudo”, fundado por él mismo hace apenas dos años.

Como única arma lleva al cinto una auténtica katana del siglo XVI. Sale a la terraza a tomar el té para luego despachar un paquete que debe llegar el mismo día a su destinatario, la casa editorial que habrá de publicar La corrupción de un ángel, cuarta y última parte de su tetralogía El mar de la fertilidad.1 Un subalterno llega por él y emprenden el camino hacia un cuartel militar donde llevará a cabo, por fin, un plan que viene elaborando desde hace tiempo: realizar un suicidio ritual a la manera del seppuku o harakiri.

Todas estas imágenes forman parte de la reconstrucción que en 1985 realizó Paul Schrader de la vida del escritor japonés en Mishima: A Life in Four Chapters,2 producida por Francis Ford Coppola y George Lucas, cuya banda sonora hizo Philip Glass. Esta cinta documental finaliza, ateniéndose a los hechos, con el autor de Confesiones de una máscara abriéndose las entrañas con una daga mientras un tembloroso hombre de su confianza (Morita, de quien se dijo, sin pruebas, que era su amante) está a punto de decapitarlo para ayudar a concluir su suplicio (lo que completaría el rito del seppuku).

En realidad, esta última escena ya había sido prefigurada por Mishima, con variaciones, por lo menos en una novela (Caballos desbocados, 1969), el cuento “Patriotismo” (1953), y —siempre performático— en un cortometraje que se inspiró precisamente en este último relato, El rito de amor y la muerte (1966),3 cinta dirigida y protagonizada por él mismo, ambientada a la manera del teatro Nō, y donde consigue representar el suicidio ritual que terminará por realizar años después.

Buena parte de la obra de Mishima precede, anuncia o delinea su proyecto suicida; en conjunto, es como un origami perfecto donde cada doblez coadyuva a una forma final

Buena parte de la obra de Mishima precede, anuncia o delinea su proyecto suicida; en conjunto, es como un origami perfecto donde cada doblez, cada corte de papel, lejos de ser gratuitos, coadyuvan a una forma final donde la belleza, el erotismo y la muerte —los temas esenciales de su literatura y de aquello que él quiso personificar de modo absoluto— se entrelazan.

Así, anticipándose a cualquier representación, análisis o exégesis, Mishima dejó un sinnúmero de pistas muy claras sobre lo que a todas luces él creía lo mejor de su vida: su propia muerte. Ésta se constituye muy pronto en el más ambicioso y calculado proyecto del escritor. No deja nada al azar. Tiene previstos incluso los gastos que se generarán por la defensa legal de los miembros de su ejército que lo ayudaron en su propósito.

Exageran, por crédulos, aquellos que piensan que la mañana del 25 de noviembre de 1970 él y sus seguidores de la Sociedad del Escudo se enfilaron hacia un cuartel militar para propiciar un golpe de Estado. Mishima sabía perfectamente que su discurso desde una azotea a la multitud de militares ahí reunida —que lo abucheó y acalló todo el tiempo— no produciría ningún efecto más allá de la burla y el desprecio. Entendía desde hacía mucho que su causa, denominada nacionalista a falta de mejor nombre, y en defensa de los valores tradicionales, estaba perdida. Quiso, sin embargo, cubrir el expediente con una acción patriótica, sabiendo cuál sería el desenlace. Su transfiguración en el teniente Shinji de su cuento “Patriotismo” es clara:

A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y dispuesto a dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.4

UNA TRADICIÓN LITERARIA

Medio siglo después de su muerte, Yukio Mishima sigue convocando la extraordinaria fascinación que despertó en el mundo entero no tanto por su obra como por su premeditada y sangrienta despedida. “Lo que impresiona a los occidentales no es nuestra literatura sino nuestras espadas”, escribiría en 1969.5

En consecuencia, lo que llamó la atención de los medios internacionales fue la forma ritual de su muerte, no el suicidio en sí mismo, puesto que debemos convenir en que éste nunca ha sido algo extraño en Japón. Las estadísticas históricas son contundentes a ese respecto pero también la literatura de ese país oriental, que no sólo se ha ocupado ampliamente del tema sino que en muchos casos ha tenido a sus escritores como protagonistas del mismo.

Ryunosuke Akutagawa, quien también terminó con su vida prematuramente, pasa revista en Los engranajes a las sensaciones e ideas que van poco a poco apoderándose de un suicida (él mismo): “La vida es un infierno superior al propio infierno”.6 Ciertamente ahí se trata, ante todo, de la desesperación existencial, a diferencia del abatimiento experimentado por los personajes de Mishima y de él mismo, que alude a la nostalgia por los valores perdidos, a la grandeza extraviada de una nación que fue un imperio y que en la actualidad reniega de sus tradiciones.

Pero esta atmósfera que asfixia el espíritu nacional aparece también en otras obras. Por ejemplo, en la novela Kokoro de Natsume Sōseki que es, como se sabe, una de las obras fundamentales de la literatura japonesa, el protagonista sufre por el suicidio de su sensei y amigo a tal punto que él mismo decide poner fin a su vida. Primero se siente contagiado: “El miedo me hacía temblar. Como el viento gélido del invierno que te atraviesa el cuerpo, se apoderó de mí la intuición de que me encontraba caminando por el mismo sendero que él”.7 Más tarde aparecen algunas consideraciones que recuerdan el honor, la disciplina y la tradición:

Pero en pleno verano el Emperador murió [1912]. El espíritu de Meiji que nació con él, murió también con él. La idea de que nuestra generación, la más imbuida en ese espíritu, sobreviviría apenas como un anacronismo, me afectó profundamente. Así se lo dije a mi mujer. Ella se rio, sin embargo añadió: “En ese caso, puedes seguir la antigua costumbre del junshi y acompañar a tu señor al más allá”.

Yukio Mishima (1925-1970).

Ya casi había olvidado la idea del junshi, de la inmolación del siervo junto a su señor. No es algo que ocurra frecuentemente en estos tiempos, y quizá por eso lo tenía tan arrinconado en algún lugar perdido de mi memoria, pero al oírlo por boca de mi mujer le dije que si lo hacía sería únicamente para honrar el espíritu de Meiji. A pesar del tono de broma en el que hablábamos, sentí que esa vieja idea había empezado a revivir en mí hasta cobrar un nuevo significado.8

Seguir al señor, al emperador o los viejos ideales del honor nunca era una mala idea en el Japón que añoraba Mishima. Tampoco planear la propia muerte. En la citada obra de Sōseki se recuerda que el artista

Watanabe Kazan pospuso su suicidio una semana hasta terminar de pintar Kantan [una recreación que hizo de “El sueño de Handan”, famoso cuadro chino]. Para algunos será ridículo, pero él encontró razones en su corazón que lo llevaron a actuar así.9

Cuando Mishima tiene perfectamente concebida su desaparición, quiere dejar claro también que no lo hace para formar parte del ilustre panteón de literatos japoneses que se quitaron la vida en el siglo XX como Osamu Dazai o Arishima Takeo (Yasunari Kawabata, Premio Nobel, amigo y maestro de Mishima, lo hará dos años después de éste), sino para obtener la muerte gloriosa de los guerreros. Y comprende que todo ello trasciende las letras y adopta un sentido trágico:

Posiblemente, lo que llamo felicidad coincide con lo que otros llaman el momento del peligro inminente. Pues ese mundo con el que yo armonizaba sin mediación de las palabras y que me había colmado de felicidad no era otro que el mundo trágico. Por supuesto, la tragedia no se había cumplido aún, pero todas las semillas de la tragedia estaban allí contenidas; la ruina estaba implícita en él; era un mundo sin “futuro”.10

CONFESIONES DE UN SAMURÁI

Si la meta de Mishima fue convertirse en guerrero, y no uno cualquiera sino en un samurái, es preciso señalar que cuando asumió tal propósito comenzó a transformar parte de su sensibilidad primigenia y de sus inclinaciones estéticas (y aun homosexuales) más evidentes. El escritor que a fines de los años cuarenta cobra fama con el más autobiográfico de sus trabajos, Confesiones de una máscara, no parece ser el mismo autor de El sol y el acero y menos aún de las Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis.

Sin embargo, son uno y el mismo. En ello reside la enorme complejidad de su obra, que abarca más de cien títulos y todos los géneros. Su conversión para andar “el camino del guerrero” será paulatina, dolorosa, llena de laberintos, obstáculos y crisis. Hubo, según recuerda él mismo, un joven que era el primero en huir de los bombardeos sobre Tokio y que también fue incapaz de corregir al médico que erróneamente le diagnosticó tuberculosis y que lo dejó fuera del servicio activo en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo muchacho (y obviamente no por las razones anteriores) también se excitó sobremanera al contemplar por primera vez la imagen de San Sebastián:

Tan pronto puse los ojos en este cuadro, todo mi ser se estremeció bajo el impacto de una suerte de gozo pagano. Sentí arder la sangre y mi órgano mostró un impulso rebosante de ira. Esta parte de mi cuerpo, repentinamente agigantada y a punto de estallar, esperaba con una violencia inusitada a que la utilizara de una vez, y jadeaba maldiciendo mi ignorancia. Inconscientemente, mis manos empezaron a moverse de una manera que nadie les había enseñado. Sentí señales de algo sombrío y refulgente que subía y subía atacándome desde dentro... Y, acto seguido, una corriente impetuosa acompañada de una embriaguez llena de luz.11

En su última carta a Kawabata le dirá que ha llegado a ser cinta negra noveno dan, pero cuando uno se vuelve fuerte, no se encuentra realmente el adversario a la medida 

Ese muchacho que tenía miedo como todos, que empezaba a sentir la vida fluyendo como un poderoso río, se dedicará más tarde a fortalecer sus músculos, a volar (realmente lo hizo) en un F-104 y a practicar diversas artes marciales. En su última carta a Kawabata le dirá, ufano, que ha llegado a ser cinta negra noveno dan, pero “cuando uno se vuelve fuerte, no se encuentra realmente el adversario a la medida, así que me siento frustrado”.12

Ya para finales de los años sesenta se encuentra listo para ser el samurái que siempre anheló:

Creo —dice a un periodista que lo cuestiona sobre el terrorismo y las letras— que el camino de la espada y de la pluma, en definitiva, no se debe bifurcar. Se trata de un dualismo sumamente difícil de llevar a la práctica. Las armas y las letras pueden recorrer caminos aislados temporalmente, pero al final tienen que converger en una misma vía.13

Sabiendo que un día habrá de morir de acuerdo con los principios del Hagakure (la obra cumbre del código Bushidō, dictada en el siglo XVIII por el samurái retirado Yamamoto Tsunetomo a uno de sus discípulos), Mishima lo defiende y afirma que se trata de “un libro que enseña la libertad; una obra que enseña la pasión”. Nada que ver con el “libro abominable y de fanáticos” como creen otros.

¿MÁRTIR O EXCÉNTRICO?

Tal y como seguramente él previó, su sacrificio —no solicitado, innecesario para la mayor parte de sus compatriotas— fue recibido con sentimientos que iban desde el rechazo hasta la simple indiferencia. La frase de Yamamoto: “El camino del Samurái (el Bushidō) es la muerte”, en realidad ya no le decía nada a nadie.

Jonathan Clements, autor de una imprescindible historia de los samuráis, afirma incluso que su

... acto mediático causó vergüenza nacional [...] El suicidio le garantizó la fama internacional, pero no entre los japoneses [...] Si algo consiguió el espectacular fin de Mishima, fue tan sólo arrastrar el pensamiento sobre los samuráis a posiciones aún más periféricas, como último refugio de los fanáticos de la extrema derecha y sus semejantes.14

Fuera de su país, Henry Miller fue uno de los primeros en pronunciarse sobre ese suicidio en un pequeño ensayo donde expresa admiración por la obra del autor de Confesiones de una máscara, pero más que nada reproches, muchos de ellos válidos aunque también injustos: “¿No es el guerrero cosa del pasado, tan inútil y ridículo como el pájaro dodo?”.15 Y más adelante, sin considerar que Mishima realmente no promovió con su ejército ninguna acción militar como tal, Miller añade, fustigándolo en tono sarcástico:

A juzgar por lo que leí de ti, mi querido Mishima, el tema de la paz no parece ocupar una parte apreciable de tu obra. Lo pensé cuando leí acerca de tu pequeña pandilla de soldados bien vestidos —y perdóname el toque burlón. Cada vez que veo un ejército bien entrenado que marcha a la guerra pienso en el aspecto que tendrán esos impecables uniformes, esas botas bruñidas y esos bruñidos botones después de la primera batalla. Pienso en que esos millones de brillantes uniformes están destinados, no más que como harapos mugrientos y andrajosos, a cubrir cuerpos muertos o mutilados.16

Mishima

Todo esto contrasta con la perspectiva que nos ofrece Marguerite Yourcenar en Mishima o la visión del vacío, que es hasta hoy el ensayo más emblemático y profundo sobre este, por momentos, inabarcable personaje. De forma deliberada lo cito al final porque siempre aparece como mascarón de proa de todo aquel que se embarca en la revisión del autor de El color prohibido. Sin embargo, a pesar de que acabo de releerla con cierto prejuicio (creyendo haber visto en mi primera lectura una apología poetizada de la evisceración ritual de Mishima), confirmo su plena vigencia y su sobria ponderación del escritor. Yourcenar capta en toda su riqueza la inmensidad literaria de Mishima al lado de su vida apasionada y polémica. Y sabe que su “acto violento molestó profundamente a las gentes instaladas en un mundo que les parecía sin problemas” y que “era mejor ver sólo en aquel gesto una mezcla heroica y absurda de literatura, de teatro y de afán de notoriedad”.17

Es Yourcenar la que establece con claridad que Mishima fue, en muchos momentos, un provocador que disgustaba a derechas e izquierdas; que decía defender al emperador por sobre todas las cosas, pero que en algún punto lo criticó acerbamente; y que abrigaba, como todo hombre que busca intensamente la pureza y el absoluto, múltiples contradicciones que intentaba superar a través de sus más bellas páginas y otras veces con la reciedumbre del soldado (y también del actor).

Lo cierto es que su figura se ha sobrepuesto demasiado a su obra como escritor. De ahí que cincuenta años después de su muerte sigan primando los lugares comunes sobre su delirio fisicoculturista, la devoción por las artes marciales o la muy socorrida visión de que fue el último samurái, cuando en verdad, y por encima de todo, estamos frente a uno de los autores fundamentales de las letras japonesas recientes.

¿Mártir del vacío o narcisista excéntrico? Es difícil juzgar cuando alguien ha puesto su vida (no la de otros) de por medio. La muerte, consumada de esa forma y resuelta desde lo más íntimo, adquiere siempre una densidad y una altura que la hacen inasible a los juicios más mundanos.

La vida, por lo que sabemos, no tiene otro desenlace más que la muerte. En medio se establecen los más diversos propósitos, metas o meros entretenimientos, placeres, vicios y trabajos, y quizás más que nada esa ignorancia desenfadada y vulgar indolencia con que sobrellevan muchos su existencia. Pero el desenlace es siempre, para cualquiera, el mismo.

Hagamos lo que hagamos, es seguro que yaceremos muertos un día remoto o en los próximos minutos, nunca se sabe. Sin embargo, al margen del cuándo, cabe la posibilidad de interponer una decisión propia acerca de cómo será. La singularidad de Mishima es que no sólo adelantó su salida de la escena vital, sino que vivió muchos años anticipándola, planeándola y calculándola en términos literarios y hasta cinematográficos.

Mishima siempre creyó que el arte predice o anticipa el final. La vida, como él la veía, estaba más allá de la tinta de sus libros y el filo de su espada. Al igual que Mizoguchi, su personaje de El pabellón de oro, después de conocer la verdadera belleza en todo lo perturbadora que puede ser, sólo le restaba destruirla para poder vivir.

Como seguramente previó, su sacrificio —innecesario para
la mayor parte de sus compatriotas— fue recibido con sentimientos que iban desde el rechazo hasta la indiferencia

Notas

1 Los cuatro títulos que la componen son, además del ya citado, Nieve de primavera, Caballos desbocados y El templo del alba, todos ellos publicados por Alianza Editorial.

2 Puede verse una copia regular en YouTube.

3 Se puede ver una buena copia en YouTube, como Yûkoku - Patriotism (1966), con subtítulos en español.

4 Yukio Mishima, La perla y otros cuentos, Siruela, Madrid, 2008, p. 110.

5 Yukio Mishima, Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, Palmyra, Madrid, 2006, p. 82.

6 Ryunosuke Akutagawa, Kappa y Los engranajes, Editorial Herder, Textos de Me cayó el veinte, México, 2003, p. 140.

7 Natsume Sōseki, Kokoro, Impedimenta, Madrid, 2014, p. 317.

8 Ibid., pp. 321 y 322.

9 Ibid., p. 324.

10 Yukio Mishima, El sol y el acero, Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 74.

11 Yukio Mishima, Confesiones de una máscara, Alianza Editorial, Madrid, 2017, p. 29.

12 Yasunari Kawabata / Yukio Mishima, Correspondencia (1945-1970), Austral, 2014, p. 204.

13 Takashi Furubayashi / Hideo Kobayashi, Últimas palabras de Yukio Mishima, Alianza Editorial, Madrid, 2015, p. 43.

14 Jonathan Clements, Los samuráis. Historia y leyenda de una casta guerrera, Crítica, Madrid, 2010, pp. 346 y 347.

15 Henry Miller, Reflexiones sobre la muerte de Mishima y sobre el caso Maurizius, Taller de Mario Muchnik, Madrid,1971, p. 14.

16 Op. cit., pp. 33 y 34.

17 Marguerite Yourcenar, Mishima o la visión del vacío, Seix Barral, 1985, p. 139.

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