Felisberto Hernández

El encanto de la perplejidad

La obra del escritor uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) ha probado su resistencia al tiempo: tuvo en vida un destino editorial discreto, pero al paso de los años su influjo comenzó a expandirse, así como la admiración de autores consagrados en diversas latitudes. Nuevas ediciones acompañaron el reconocimiento a su mundo imaginario, que rebasa por mucho el registro fantástico —su etiqueta habitual—, como el siguiente ensayo puntualiza. En este número, tres autores por demás distintos —los otros son Jorge Barón Biza e Iván Monalisa— refrendan el interés de El Cultural por la literatura latinoamericana, más allá del boom, desde el siglo XX hasta sus expresiones actuales.

Felisberto Hernández (1902-1964). Fuente: el-anaquel.com

Siempre que leo a Felisberto Hernández imagino que escucho un fondo de música de piano. Esto no tiene nada de raro ni de original si tomamos en cuenta que fue intérprete y compositor de piano, y que pasó una buena parte de su vida viajando por el interior uruguayo ganándose la vida como concertista. Muchos de sus textos están inspirados en estas giras más bohemias que glamurosas, de frac raído y teatro de pueblo, que no le dejaron al pianista grandes ganancias pero sí un material que él convirtió en literario. Tal es el caso de algunos de sus textos más entrañables, como Por los tiempos de Clemente Colling —el hermoso librito que le dedicó a su maestro de piano— o el cuento “Mi primer concierto”. Aunque para explicar este fondo musical que siempre escucho al leerlo quizás resulte más determinante el que uno de los muchos oficios que Felisberto desempeñó, a los dieciséis años, haya sido el de musicalizador de películas de cine mudo. Imaginar al futuro escritor acompañando al piano El gabinete del doctor Caligari o alguna cinta de Chaplin o de Keaton genera un deseo irrefrenable de haber vivido en Montevideo hace cien años, lo que, sobra decir, no es posible. Pero lo que sí se puede, felizmente, es leer a Felisberto.

La maravillosa profesión de musicalizador de películas terminó con el surgimiento del cine sonoro y, si bien no tengo manera de demostrarlo, nadie me va a sacar la idea de que se hizo escritor para seguir musicalizando algo, lo que fuera, que a falta de cine acabó siendo la vida misma. Encima, es posible encontrar más de un paralelismo entre su carrera de pianista y la de escritor. La publicación de sus primeros y breves libros, de hecho, es el equivalente de una gira sin público en provincia. Fulano de tal, Libro sin tapas y La cara de Ana se imprimieron en tirajes limitadísimos de sellos inexistentes de las lejanas Mercedes o Rocha, obviamente en ediciones de pago, financiadas por los amigos del escritor, pues éste, en una estricta congruencia respetada durante toda la vida, nunca tuvo en qué caerse muerto.

En una de las primeras reseñas conocidas de estas obras, un crítico amigo comentaba que “Tal vez no haya en el mundo diez personas a las que [Libro sin tapas] les resulte interesante y yo me considero una de las diez”. Vaya que esas obras primerizas resultaban interesantes; desde las primeras líneas de su primer libro el estilo inconfundible del uruguayo ya estaba allí: “Conocí un hombre, una vez, que era consagrado como loco y que me parecía inteligente. Conocí otro hombre, otra vez, que estaba de acuerdo en que el loco consagrado fuera loco, pero no en que me pareciera inteligente”. A diferencia de otros escritores que recorren varios libros antes de ser ellos mismos, Felisberto siempre fue Felisberto, aunque ciertamente fueron necesarias algunas décadas para que los diez lectores mencionados por el crítico se convirtieran en más.

Y si bien es verdad que estos nunca fueron muchos, vaya que han sido importantes: no muchos cuentistas latinoamericanos han cosechado la admiración de escritores tan distintos de primera categoría. Para Italo Calvino, “es un francotirador que desafía toda clasificación”; García Márquez afirmó que “si no hubiera leído los cuentos de Felisberto Hernández, no sería el escritor que soy”; Cortázar dijo de él que “nos alcanza una llave para abrir puertas del futuro y salir al aire libre”, y podríamos seguir con los elogios de Ida Vitale, Ángel Rama, Jules Supervielle, Cabrera Infante, Bolaño, Rulfo u Onetti, quien al recordar la primera lectura de su compatriota, además de reconocer su deslumbramiento, intervino en la construcción del mito de Felisberto como un escritor marginal en todos sentidos:

Por amistad con alguno de sus parientes pude leer uno de sus primeros libros: La envenenada. Digo libro generosamente: había sido impreso en alguno de los agujeros donde Felisberto pulsaba pianos que ya venían desafinados desde su origen. El papel era el que se usa para la venta de fideos; la impresión, tipográfica, estaba lista para ganar cualquier concurso de fe de erratas; el cosido había sido hecho con recortes de alambrado. Pero el libro, apenas un cuento, me deslumbró.

Hasta hoy permanece la idea de que Felisberto no ha gozado del reconocimiento ni de la difusión que merece, idea
bastante inexacta si a los juicios generosos de sus colegas sumamos su trayectoria en las editoriales más elitistas

Hasta hoy permanece la idea de que Felisberto no ha gozado del reconoci-miento ni de la difusión que merece, idea bastante inexacta si a los juicios generosos de sus colegas sumamos su trayectoria editorial. Tras esos primeros títulos de publicación casi legendaria, su obra poco a poco encontró un espacio en las editoriales más elitistas de ambos lados del Río de la Plata. En Argentina publicó algún cuento en la aristocrática Sur, en la inexplicablemente olvidada Los anales de Buenos Aires —dirigida por Borges— y en La Nación, con lo que fue preparando al fin la publicación de Nadie encendía las lámparas (1947) —sin duda su libro central— en la prestigiosa Sudamericana. Y ya muerto, su obra se ha publicado periódicamente en distintos países y sellos, todos, a su manera, consagratorios, aunque con distintos enfoques. Sólo una obra tan extraordinaria y versátil como la suya podría haber sido publicada por sellos comerciales, marxistas, rupturistas, latinoamericanistas, universitarios o exquisitos como Alfar, Biblioteca Ayacucho, las originales Lumen y Siruela, Siglo XXI, la UNAM, Eterna Cadencia, Atalanta y El Cuenco de Plata, a los que ahora, felizmente, hay que agregar la edición de Alfaguara en su indispensable colección de Cuentos Completos.

Entonces, ¿por qué se sigue pensando en su caso como el de un escritor desconocido? Me gusta creer que la respuesta radica en que cuando uno lo (re)lee siente que está descubriendo algo completamente diferente, algo que nadie había leído antes, pues de lo contrario la literatura e incluso el mundo tendrían que ser distintos. Esto sucede en menor o mayor medida siempre que uno descubre a un autor nuevo, pero el efecto que provoca el uruguayo es aún más intenso, porque su literatura es más extraña que la de casi todos. ¿De dónde proviene dicha extrañeza? No es fácil responderlo, pero seguramente tiene mucho que ver con la actitud con la que sus personajes —incluyendo sobre todo al recurrente narrador en primera persona— reaccionan a su entorno.

EL MOMENTO DE CONFUSIÓN

En una típica escena felisberteana, un niño espera en una habitación a su maestra de piano. O más bien: un hombre rememora al niño que espera en una habitación a su maestra de piano. Lejos de sentirse solo, el niño convive con los objetos a grado tal que, como confiesa el narrador en primera persona, cuando la maestra llega “los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado”. Durante una de esas esperas, el niño acaricia una pequeña estatua de mármol que representa a una mujer, y “fue entonces que tuve el instante de confusión”. Esta revelación a contrapelo se encuentra en las antípodas de las epifanías carverianas en las que de pronto los personajes entienden todo; en el caso de Felisberto, las iluminaciones existen, claro que sí, pero su función no es clarificar el mundo, sino oscurecerlo un poco más y dotarlo de misterio. Toda la obra del uruguayo transcurre precisamente en ese instante de confusión en el que sus personajes parecen hundirse, extrañados y perplejos, pero también fascinados por ese misterio que se les ha revelado para que entiendan el mundo un poco menos.

Dichos instantes de confusión suelen ser generados por tres disparadores: el recuerdo, los objetos o el acontecimiento fantástico. Bien vistos, en su universo literario no se trata de categorías diferenciadas sino de tres variantes de la misma. Después de todo, recordar no deja de ser una acción que trastoca la lógica temporal, los objetos en sus cuentos adquieren una naturaleza amenazante y el acontecimiento fantástico lo mismo puede ser un hecho inexplicable que una reacción inesperada a un conflicto cotidiano. Casi ningún escritor salta con tal naturalidad de la evocación costumbrista al cuento fantástico, y esto se logra porque lo realmente importante —como suele suceder en la mejor literatura— no se encuentra en lo narrado, sino en la mirada del que narra. Y la mirada de Felisberto no se parece a ninguna otra.

Si tuviera que calificar la mirada del uruguayo con una sola palabra sería desconcierto. El obstinado narrador en primera persona nunca acaba de entender por qué pasa lo que pasa, por qué se encuentra donde se encuentra, por qué siente lo que siente. Encima, renuncia a buscar cualquier explicación y se contenta con mirar como un observador externo los sinsentidos por los que atraviesa. Esta perplejidad se aplica lo mismo a un hecho inexplicable —un hombre cuyos ojos emiten luz en la oscuridad— que a una escena de pueblo —un pianista que observa al público en un teatro de provincia.

Felisberto Hernández

De esta forma se construye una zona de extrañamiento en la que conviven los hechos objetivamente fantásticos con las acciones cotidianas, y ambas resultan igualmente inquietantes y enigmáticas pero también inevitables, pues después de todo así es la vida, al menos en la literatura de Felisberto.

Este procedimiento se ejemplifica perfectamente en la forma en que se abordan los recuerdos. En Por los tiempos de Clemente Colling, en que el narrador, cuando evoca a su viejo maestro de piano, genial y fracasado, virtuoso y esperpéntico, afirma en un momento dado:

Yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de esos recuerdos. Por eso los veo todos los días tan distintos [...] Al revolver todas las mañanas en los recuerdos, yo no sé si precisamente manoteo entre ellos y por qué. O cómo es que revuelvo o manoteo entre mi propia vida, aunque hable de otros. Y si eso hago en las mañanas, no sé qué ha pasado por la noche, qué secretos se han juntado, sin que yo sepa, un poco antes del sueño, o debajo de él.

Los recuerdos son un ente externo a quien recuerda, que los ve como un espectáculo no muy distinto al de una película, con la diferencia de que los recuerdos, siendo los mismos, son siempre diferentes. Así, el pasado siempre se está transformando, y con él, de paso, también el presente y el futuro. Por si fuera poco, quien recuerda es el mismo y a la vez es otro que el recordado, sin importar que estas remembranzas traten sobre la propia vida. Un simple recuerdo, entonces, por sus variantes, adquiere alcances infinitos, al tiempo que en lugar de confirmar la identidad, como sucede en el costumbrismo más chato, la cuestiona y la reinventa cada mañana.

Algo similar ocurre con los objetos: no se puede confiar en ellos. Nunca queda claro si las cosas tienen vida propia o si es el narrador el que se la atribuye, pero a efectos prácticos da lo mismo. Lo importante es que los decorados normalmente grises y deprimentes de sus cuentos de pronto se revelan saturados de vida donde menos se la espera, aunque —faltaba más— se trata de una vida a la Felisberto Hernández, es decir, algo absurda, un tanto tristona, inesperada, extrañamente poética y brutalmente tierna.

Esto queda patente, por ejemplo, en uno de sus cuentos más celebrados, “El balcón”. En él, un pianista en eterna gira por ciudades de provincia recibe una invitación a una extraña mansión antigua que bien podría localizarse en un cuadro de Remedios Varo. Allí conoce a una muchacha que para efectos prácticos no sale de su balcón sino para decorar los patios y los corredores con sombrillas de colores, y que pasa los días inventándose historias de la gente que ve pasar por la calle o componiendo poemas cursis. Las sombrillas, el piano de la casa, un camisón blanco al que la muchacha le escribe poemas y, por supuesto, el balcón parecen conspirar contra el pianista, que no entiende nada de lo que sucede pero se abandona al misterio porque es un personaje en un cuento de Felisberto Hernández. Y también como es un cuento suyo, justamente, será el lector quien decida, al terminarlo, si se trató de una historia de amor, o de una fantástica, trágica o absurda; de una parábola de algo que siempre estamos a punto de entender; de un cuento de horror, de un acabado experimento surrealista o de una fábula infantil.

En realidad, no muchos de sus textos podrían calificarse de fantásticos. No obstante, estirando un poco la categoría hacia lo extraño, ya encontramos gran parte de su obra, incluyendo su única novelita, Las Hortensias. Ésta también es un ejemplo del Felisberto más erótico, aunque conviene advertir que, previsiblemente, no se trata de un erotismo convencional, sino de uno encantadoramente perverso. En esta nouvelle, un matrimonio rico y algo aburrido de la vida adquiere la costumbre de convivir con muñecas, con las que establece a veces una relación más bien paternal y otras, claramente erótica.

En ningún momento cuestionan su fetichismo y más bien se preocupan por perfeccionarlo. Para incrementar la sensación de humanidad en las muñecas, por ejemplo, inventan un mecanismo con el que las llenan de agua caliente, a fin de que resulten más cálidas y húmedas al tacto:

El extrañamiento, la perversidad, la confusión y la ternura que caracterizan a sus personajes son sin lugar a dudas sugerentes, pero Felisberto no se contenta con ellos: él adopta todos estos elementos en su relación con el lenguaje

A pesar de estar en primavera, esa noche hizo frío; María puso el agua caliente a Hortensia, la vistió con un camisón de seda y la acostó con ellos como si fuera un porrón. Horacio, antes de entrar al sueño tuvo la sensación de estar hundido en un lago tibio; las piernas de los tres le parecían raíces enredadas de árboles próximos: se confundían entre el agua y él tenía pereza de averiguar cuáles eran las suyas.

La novela no deja de ser una historia de amor, con escenas de celos incluidas, además de las inevitables rupturas y reconciliaciones e incluso asesinatos. De hecho, podría tratarse de una historia bastante convencional de no ser porque está protagonizada por muñecas, en lo que muchos han querido ver una premonición de las muñecas sexuales. Sea como sea, la marca de Felisberto allí está, en el hecho de que para sus personajes relacionarse con muñecas resulta tan natural o tan extraño como relacionarse entre ellos, y esta comedia de enredos se narra desde un humor que oscila entre la inocencia casi infantil y la perversidad francamente macabra.

Me gustaría creer que las características mencionadas demuestran por qué es un escritor extraño, digno de esa estirpe latinoamericana que a falta de mejor título se conoce con el rubeniano nombre de raros. No obstante, el uruguayo fue un paso más allá. El extrañamiento, la perversidad, la confusión y la ternura que caracterizan a sus personajes son únicos y sin lugar a dudas sugerentes, pero Felisberto no se contenta con ellos: él adopta todos estos elementos en su relación con el lenguaje.

El escritor se enfrenta al lenguaje como si fuera uno de sus personajes: desconfía de las palabras y a la vez se maravilla con ellas; le intriga cómo existe algo tan raro y juega con él para crear nuevos significados; experimenta con la sintaxis con la certeza de que quien la quebranta distorsiona el mundo. En cada una de sus páginas subyace la sorpresa de la palabra que remite a algo, de la frase que de pronto se construye, del párrafo que queda como un tabique de sentido, y en algunos fragmentos dicha sorpresa se explicita para que nosotros la compartamos y recordemos que, cuando nos rodeamos de palabras, musicalizamos la película muda que de otro modo sería nuestra vida:

Después de acostado pensaba en cómo habrían hecho para ponerle nombres a las cosas. No sabía si les habrían buscado nombres para después poder acordarse de ellas cuando no estuvieran presentes, o si les habrían tenido que adivinar los nombres que ellas tendrían antes que las conocieran. También pudiera haber sido que las gentes de antes ya tuvieran nombres pensados y después los repartieran entre las cosas. Si fuera así yo le hubiera puesto el nombre de abedules a las caricias que hicieran a un brazo blanco; abe sería la parte abultada del brazo blanco y los dules serían los dedos que lo acariciaban. Entonces prendí la luz, saqué de la cartera el cuaderno y el lápiz y escribí: “Yo quiero hacerle abedules a mi maestra”.