Fuera de un puñado de datos biográficos, muy poco se sabe sobre la vida de los padres de los escritores. En la historia de la literatura, la familia del autor tiene presencia hasta finales del siglo XVIII y, sin embargo, las dos figuras medulares de la estirpe, el padre y la madre, pueden determinar, en mayor o menor medida, la construcción de cualquier universo literario. A partir del siglo XIX, la situación comenzó a cambiar y apareció con fuerza la figura del padre; se tuvo que esperar un siglo más para que la figura materna se volviera también recurrente. Éste es el caso de Mi madre (Sexto Piso, 2020), la más reciente obra del japonés Yasushi Inoue, publicada en su idioma original en tres piezas separadas entre 1964 y 1974, después reunidas en un solo volumen en 1975 y, ahora, traducida al español.
A medio camino entre novela y ensayo, el autor nipón realiza una experimentación literaria que culmina en la crónica sobre la senectud de su madre. Se trata de un escrito de lenguaje sencillo, por momentos un poco melancólico, donde la protagonista es Yae Inoue, una mujer miembro de una familia con tradición de médicos. Al cumplir los ochenta años, Inoue comienza a padecer un progresivo deterioro de la memoria, que la lleva a un estado de demencia senil, el cual llega a su máxima expresión poco antes de su muerte.
En las primeras páginas, Yasushi narra la muerte de Hayao Inoue, padre de la protagonista. Es un hombre desposeído, sin otro prestigio que el de su carrera como militar, mismo que recaló como un civil insignificante en una sociedad vencida tras la guerra. Hayao dejó el ejército a los 48 años, justo después de que le otorgaran el rango de general y dedicó las últimas tres décadas de su vida a cultivar vegetales en su pueblo natal. A los setenta años le diagnosticaron un cáncer que superó con éxito tras una operación, pero la enfermedad regresó una década después y vivió los últimos seis meses de su vida postrado en la cama. Con la muerte de su propio padre, Yasushi Inoue comprendió que la mitad del rostro de la muerte se había revelado ante él y que su madre, que hasta ese entonces había gozado de buena salud, mantenía oculta la otra mitad.
Ahí nació la pregunta sobre la decisión de cómo vivir con la anciana, pues se había quedado sola. Sumido en aquellos cuestionamientos, el autor miró a su alrededor pensando en lo que pasaba y condensándolo en reflexiones breves; así describió desde múltiples perspectivas el reflejo de la vida longeva de Yae.
Si hay algo que funciona como bisagra de la historia es el afán del narrador por entender el mundo senil de Yae desde diferentes perspectivas
CON LUCIDEZ Y VALENTÍA el escritor encara uno de los problemas que se manifiestan cada vez con más fuerza en la sociedad contemporánea: la vejez. La idea central de este libro no es menos contundente que polémica: para la literatura, la senectud es una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar. Sobre la infancia y la adolescencia existen en todos los sectores un sinfín de libros, pero las alusiones a los viejos son pocas. El autor aprovecha lo anterior y con la ayuda de la potencia del texto arma un clima y retrata un personaje, para describir a sus lectores la última etapa de vida de su madre y cómo la enfrentaron cada uno de los demás miembros de su familia. “La enfermedad de nuestra madre había despertado nuestro interés en los ancianos, cualesquiera que fuesen”, señala el autor.
Éste es uno de los riesgos narrativos que el texto libra. Se trata de una serie de recuerdos del escritor, siempre con control acerca de lo que expone o decide contar. Narra episodios acerca de su vida, su adolescencia, su infancia, y la de sus dos padres, como si fuera una especie de juego donde la regla siempre es contar un episodio aislado, para llegar a algo más trascendente en la historia. En todo el libro mezcla asuntos personales con otros más coyunturales y los transforma en algo universal. Cada una de las descripciones y la enumeración puntual de las situaciones íntimas armonizan en un conjunto que permite al lector hacer un recorrido literario a lo largo del marco familiar y personal del japonés. Si hay algo que funciona como bisagra de la historia es el afán del narrador por entender el mundo senil de Yae desde diferentes perspectivas. La discapacidad de Yasushi para reconocer los rostros de esa realidad es una ventaja para la narración, pues justifica la intención de escribir el texto: “cuando mi madre cumplió ochenta años decidí escribir una crónica sobre su senectud”, señala.
La narración es muy hábil al plantear, vistas con la perspectiva del tiempo, historias que invitan a reflexionar sobre la vida de las personas adultas, de todas aquellas sobre las que ignoramos qué clase de drama han tejido alrededor de sus años, pero que evidentemente viven en un reducto que los de afuera no podemos entender. Parece que Yasushi Inoue, con toda la experiencia que le brindó su labor como periodista, miró, pensó, comparó, recordó, leyó, recortó y, con una prosa clara, igual que un cielo sin nubes, recorrió los acontecimientos más importantes en la vida de sus padres.
Pero hay más. Ésta es también la crónica de la desintegración de un ser humano, una mujer que se hace añicos en su tranquila autenticidad. Mi madre es la narración de diez años de la vida del escritor vistos con la mirada de una persona en un mundo que no comprende. Es en definitiva el escrito más personal y potente sobre la vida de Yasushi.
Estas páginas escritas en forma de ensayo autobiográfico hacen posible que el lector arme la línea temporal de cada uno de los protagonistas de esta historia y nos descubren realmente quién es Yasushi Inoue, una de las voces más creativas y originales de las letras japonesas contemporáneas.