El fenómeno es muy antiguo. Podríamos decir que es clásico. Y muchas personas a lo largo de los siglos han tratado de explicarlo. Aun así, nunca dejará de asombrarnos que personas libres decidan someterse a un tirano.
Ningún argumento lo explica totalmente. Es uno de esos fenómenos que, como el suicidio, es producto de una confluencia plural de razones. De hecho, comienza como un suicidio de la razón.
La declaración de los verdugos genocidas del nazismo: “yo sólo obedecía órdenes”, fue claramente señalada por Hannah Arendt como una claudicación de la facultad humana de razonar. Y llamó a esa claudicación “la banalidad del mal”.
Ella mostró lúcidamente que los dos grandes proyectos totalitarios del siglo XX, el nazismo y el estalinismo, así como sus reencarnaciones locales en diversos países, se establecieron siempre y se propagaron en la mente de sus ejecutores en nombre de un ideal. De un proyecto ideal de transformación social. Señala que “los grandes crímenes de la historia son ejecutados siempre a la sombra de una necesidad. El mal nunca se ejerce por el mal mismo, el mal siempre es idealista”.
Y “la banalidad del mal” consiste en someterse a ese ideal, creerlo aunque haya evidencias de que es falso, y someterse al autócrata que lo encarna subordinando a él la facultad de razonar con autonomía, con libertad. Es curioso que se vea como algo positivo ejecutar o pensar ciegamente lo que diga un partido, que hará ciegamente lo que el autócrata decida que es necesario. Y ese nuevo ideal justificará robar, matar, extorsionar, linchar, violar las leyes y abusar de las personas. Todo en nombre de un ideal.
La razón, en todas sus variantes, desde la ciencia hasta la creatividad, resultará contrincante del autócrata si no se declara partidaria incondicional de su poder. El ideal irreflexivo es el arma de penetración social más poderosa de “la banalidad del mal”.
De ahí la importancia de ese ejercicio de libertad individual que llamamos el ensayo. Inventado en el siglo XVI por Michel de Montaigne en su forma moderna como un antídoto a la claudicación de la razón. Ejercicio de libertad individual que publicada y difundida tiende a volverse libertad pública, y con frecuencia, libertad comunitaria.
Montaigne visita talleres de hilanderas
y queda fascinado ante la invención
de un mecanismo que permite a una sola tejedora mover quinientos husos al hacer girar únicamente un carrete. Lo imagina como una metáfora del pensamiento
IMAGINEMOS LA ESCENA
Ese funcionario público decide retirarse joven, aunque se siente viejo, quiere viajar y también encerrarse en una biblioteca bien dotada, que en parte ha heredado de su mejor amigo. Desea experimentar, como en un laboratorio de química, poniendo en contacto dos sustancias, algunas veces explosivas, otras veces muy fructíferas. Él es una de esas sustancias. La otra es cada una de las realidades que convoca, descubre, conoce, experimenta. Ha viajado, ha vivido situaciones extremas, ha amado y ha leído muchísimo, siempre con inmenso placer. El resultado de ese experimento será una obra brillante y original, con una forma de escritura bautizada por este autor con el nombre sencillo de ensayo. Y él será el ensayista.
De entrada, no quiere ser visto como un escolar erudito sino como un viajero que ama dialogar con quien se encuentra en el camino y descubrir estratos de la realidad que le sorprenden y que, sobre todo, lo hacen reflexionar libremente, sobre sí mismo y sobre el mundo. “Yo me ensayo en lo que veo, en lo que toco”.
Un viajero del pensamiento que fue un viajero real. Los relatos de sus viajes demuestran que elude los lugares comunes de todos los viajeros de su tiempo, los monumentos, o los mira con extrañeza para concentrarse en la gente que va encontrando y sus costumbres. Su primer asombro es la riqueza de la diversidad humana. En pueblos y en cada persona. Una anciana octogenaria de cuerpo joven, un grupo de mujeres que vivieron como hombres y un hombre que vivió como mujer, un poco barbuda por cierto.
Se detiene en los rituales campesinos y religiosos, en edificios raros y, por supuesto, en las piezas más notables de una gran biblioteca. La extrañeza de exhibir en San Juan de Letrán “Las santas cabezas” de San Pedro y San Pablo, que describe con minucia. Le interesan lo mismo las excomuniones masivas que oficiaba el Papa como la picadura de un insecto cuyas secuelas son menguadas solamente por una piedra poderosa traída de la India. No deja de dar cuenta, constantemente, de los intensos dolores que las piedras en los riñones le propician, hasta el extremo de albergar la idea del suicidio.
Entre las joyas encontradas con júbilo en una librería de Florencia (llamada Dei Giunti), hay un libro de Boccaccio que incluye su testamento y que le descubre con súbita melancolía “la asombrosa miseria a la que se vio reducido ese gran hombre”. Visita talleres de hilanderas de seda y queda fascinado ante la invención de un mecanismo que permite a una sola tejedora mover quinientos husos al hacer girar únicamente un carrete. Lo imagina como una metáfora del pensamiento.
Ve innumerables espectáculos pero declara que más placer le ha dado una carrera de carrozas de caballos en Plaza Navona, por encontrar en esa competencia ecos de las carreras más antiguas. El mundo clásico ilumina constantemente al suyo. Montaigne no alcanzó a ver la carrera de caballos de Siena, que aún se celebra. Pero afirma que
la Plaza de Siena, la Piazza del Campo, es la más bella que se puede ver en cualquier ciudad de Italia. Todos los días se celebra misa en público en un altar exterior al pie de la torre, hacia el cual miran todas las casas, talleres y comercios, de tal manera que el pueblo y los artesanos pueden atenderla sin dejar sus trabajos ni salir de sus lugares. En el momento culminante de la elevación, de la consagración, una trompeta suena para avisarle al público.
Montaigne describió así lo que nosotros llamaremos en México una capilla abierta.
Interrumpe esas andanzas en septiembre de 1581 por haber sido elegido, contra su voluntad, alcalde de Burdeos, posición que no pretendió y cuyo compromiso trata de eludir en vano. Su viaje durará 17 meses y ocho días. El nombramiento interrumpe una década de trabajo en sus Ensayos, que había comenzado a escribir en 1571 y llevaba diez años sin publicar. Los había abierto con una opinión polémica: es un error defender “un juicio constante y uniforme de los humanos que son seres variados, maravillosamente vanos y ondulantes”. Ante el prestigio de la melancolía como fuente de reflexión se declara “exento de esa pasión y no la amo y ni siquiera la estimo. Aunque al mundo le ha dado por honrarla. Revistiendo con ella a la sabiduría, la virtud y la conciencia. Ornamento estúpido y monstruoso”. Con ese tono y empeño de no respetar prestigios de antemano, Montaigne continúa explorando los afectos, la imaginación, la constancia, los pronósticos, la mentira, la cobardía, la pedantería, la amistad, la moderación, el canibalismo, la soledad, la ropa, los libros, la presunción, la enfermedad, las pulgas, el correo, el parecido entre los padres y los hijos, lo inútil de la honestidad, las campanas, lo incómodo, la fisonomía, la experiencia. Fue inmediatamente muy leído e imitado. Su invención particular se convirtió en género. Poco después nadie siente que plagia al francés cuando lo copia y hasta hay quien titula su propia obra de la misma manera. El libro Ensayos, de Francis Bacon, aparece tres lustros más tarde, en 1597. Los libros se parecen y al mismo tiempo un abismo los separa: la exploración ensayística de Bacon es conceptual, la de Montaigne es vivida. Bacon está en el mundo de las ideas que aspiran a no tener cuerpo (anhelo protestante), Montaigne sabe que no hay ideas sin cuerpo que las piense, las padezca o las goce.
Incluso cuando lee, lo hace de manera peculiar: una que sólo puede ser descrita como independiente. Los libros le cuentan sus puntos de vista y él responde con los suyos. Los libros expresan sus pensamientos, le inspiran otros y, dice Montaigne, no se molestan cuando él guarda silencio, sólo hablan cuando él les pregunta. Su relación con los libros es de libertad: quiere leer y aprender pero sólo cuando él quiera. “Si un libro me resulta arduo no me muerdo las uñas por las dificultades que encuentro. Después de uno o dos intentos renuncio pues mi cabeza actúa al primer impulso”.
No se ha instalado en la torre de su biblioteca para convertirse en un erudito y le repugna todo lo que viene de manuales y preceptos. Para bien o para mal, este autor no trata de ocultar su presencia en lo que escribe, tendrá que considerar que, resulte lo que resulte, eso escrito y descrito en gran parte muestra ampliamente su huella, será él quien es retratado en lo que mira. Todo ensayo es en gran parte sobre el ensayista, explícita o implícitamente.
Montaigne introdujo la invención
de una actitud ante la escritura
y, más allá, la invención de una actitud
ante los poderes del conocimiento,
y por lo tanto ante los poderes
de la organización social de su tiempo .
Otros se comunican con el mundo como sus jueces o astrónomos, gobernantes o letrados, él no quiere investirse de autoridad y afirma hacerlo “totalmente como yo, como Michel de Montaigne”. Tiene razón cuando afirma: “La intención de mi libro, Ensayos, es indómita y extravagante. Nada más digno de ser notado en él que su singularidad”.
EL ENSAYO no es un tratado que establece verdades absolutas, no pretende enseñar ni orientar, y no quiere ser esclavo de ideas preconcebidas o ajenas. Es lo contrario de un tratado universitario con notas y bibliografía. El ensayo no es sino el recorrido de un ensayista que se refleja en la geografía que explora, en los temas variados que interroga, experimenta, reflexiona. En su camino adelanta por escrito sus reflexiones, propone ideas y, muy importante, despliega dudas.
En el umbral de su biblioteca mandó grabar una declaración de independencia:
En el año 1571, a la edad de treinta y ocho años, la víspera de las calendas de marzo, aniversario de su nacimiento, Michel de Montaigne, disgustado desde hace tiempo con la esclavitud de la corte y de los cargos públicos, [...] ha consagrado esta habitación a su libertad, a su tranquilidad y su ocio.
Más tarde formulará entre sus anhelos,
liberarse de la vanidad y del orgullo, que es tal vez lo más difícil: evitar la presunción, liberarse del miedo y de la esperanza, de las convicciones y los partidos, de las ambiciones y toda forma de codicia, vivir libre como la propia imagen reflejada en el espejo [...] libre de todo fanatismo, de toda forma de opinión estereotipada, de la fe en los valores absolutos.
En las vigas de su biblioteca inscribirá decenas de frases, varias de ellas citas de otros autores que lo inspiran. Por ejemplo: “Goza el presente, lo demás está fuera de tu alcance”.
Una máxima reinaba, según testimonios, sobre todas y era la más antigua, ahora desvanecida: Non serviam. “No serviré”. Atribuida a Luzbel en su gran rebelión ante Dios. Pero también citada en diversos desacatos a las órdenes de los reyes, las autoridades religiosas y hasta a las leyes de la naturaleza, como hizo Vicente Huidobro en el siglo XX. Al recibir el premio Nobel, Octavio Paz fue elogiado por la Academia Sueca por hacer del Non serviam modo de vida y de obra.
Con frecuencia se olvida que el Non serviam fue siempre parte medular del ensayo como lo concibió Montaigne. El ensayo no se caracteriza sólo como una reflexión temática breve o una escritura fragmentaria y desenvuelta, es sobre todo ese Non serviam liberador. El énfasis en ese modo de operar del pensamiento es parte de la aportación sustancial de Montaigne a la larga tradición de reflexiones escritas.
Existen antecedentes parciales del ensayo en varias culturas, desde tiempos muy remotos. Desde principios del siglo I, las Cartas a Lucilio, de Séneca, o Las vidas paralelas, de Plutarco, casi cien años después, pueden considerarse emparentadas con el ensayo. Un ejemplo notable en la cultura árabe es el adab, un tipo de composición que a diferencia del tratado se da la libertad de navegar reflexionando sobre un tema y explorándolo con los instrumentos tanto de la poesía como de la narrativa. Es una forma de pensar y exponer ideas recurriendo tanto al deslumbramiento de una imagen como al interés de una historia, sin abandonar el hilo de una reflexión. Desde entonces la varias veces centenaria libertad genérica hizo a Alfonso Reyes describirlo como “el centauro de los géneros literarios”.
En el adab, como en el ensayo, quien escribe se permite la digresión, salirse aparentemente del tema para regresar a él con mayor fuerza.
Pero lo que Montaigne hizo en el siglo XVI no fue sólo la reinvención de un género de escritura mixto, sino que introdujo algo mucho más profundo y duradero: la invención de una actitud ante la escritura y, más allá todavía, la invención de una actitud ante los poderes del conocimiento, y por lo tanto ante los poderes de la organización social de su tiempo. Una actitud tenaz y retadoramente reflexiva ante los poderes más oscurantistas de su época. Reflexiva de manera nunca servicial: Non serviam.
La Boétie señala el hecho de que los seguidores amorosos, los esclavos voluntarios, se niegan a aceptar que el poder del tirano sólo existe gracias a ellos, a sus fieles
ELOGIO DE LA AUTONOMÍA
La palabra libertad es una de las más frecuentes en los Ensayos. Su autor habla de un “esplendor de la libertad” que se da al escapar de la servidumbre de ideas que exigen los poderosos. Corriendo incluso el riesgo de ser considerados adversarios del poder, por lo tanto aniquilables.
La autonomía de pensamiento, por su naturaleza frágil, fue vista por los contemporáneos de Montaigne como una debilidad. Pero se convirtió, para él, en su fortaleza. Y sigue siéndolo tantos años después. Es en parte y en ocasiones, para nosotros hoy, su legado más preciado: el ensayo exige autonomía.
O deja de serlo de verdad, según el escritor francés.
La palabra autonomía se vuelve un bien escaso. Ha sido muy agredida cada vez que un nuevo impulso autoritario se vuelve predominante en una sociedad. Por lo tanto es cada día más apreciada y defendible. La causa de un partido, los ideales de los poderosos, se vuelven enemigos de la autonomía y por extensión de la libertad. Pero resulta que la autonomía de pensamiento está en el corazón de la actitud que Montaigne introdujo y volvió, finalmente, el sentido de su vida cuando dio forma a la práctica del ensayo.
Uno de sus biógrafos más perspicaces, Stefan Zweig, señala la paradoja de que, justamente su terca voluntad de alejarse de la política radicalizada de su momento histórico, su repugnancia a tomar bandos entre enemigos que se enfrentaban, primero en paz y luego a muerte, lo convirtió a la larga en una autoridad muy respetada entre religiones distintas y ambiciones políticas extremas.
“Durante años —escribe Zweig— los poderosos habían considerado a Montaigne con el recelo que sienten siempre los hombres de partido y los políticos profesionales hacia el hombre libre e independiente”. Le reprocharon pasividad en una época en la que, como él dice, “el mundo entero actuaba en exceso”. No se había adherido a ningún rey, a ningún partido, a ningún grupo y no había elegido a sus amigos en función de su pertenencia o de su religión sino en función de sus méritos.
Un hombre así —declaraba Montaigne—, era inservible en una época de alternativas forzosas. Una época en la que, en Francia, se temía tanto la victoria de los protestantes como su exterminio. Pero después de la terrible devastación de la guerra civil, después de que el fanatismo había llegado al absurdo, lo que hasta entonces en la política era considerado un defecto, la imparcialidad autónoma, el juicio libre, se convirtió de pronto en un mérito y un hombre que ha permanecido siempre libre de prejuicios y de opiniones prefabricadas, al que no se le puede sobornar con honores y beneficios, neutral entre los partidos se convierte en el mediador ideal.
La supuesta debilidad del ensayo, frente al tratado con sus verdades de plomo que complacen a los poderes, es finalmente su fuerza.
Es claro que el enemigo esencial del pensamiento autónomo es aquel que deja de reflexionar para convertirse en mímica del poder. Como se diría ahora, en su maroma argumentativa. En justificación forzada del dominio de algunos por las causas que sean. La servidumbre y esclavitud, es decir, “la sinrazón razonada”.
El poder siempre ha adelantado la idea de que representa a una mayoría y que en nombre de ella deberá aniquilar a sus adversarios. Aun en los casos en los que el enemigo de la libertad y la autonomía es elegido de verdad en las urnas, como el caso de Hitler y de Mussolini, o incluso de Stalin y Castro en pantomima de elección, surge de nuevo el tema candente de las personas que de verdad deciden someterse al tirano, que pretenden no ver sus rasgos totalitarios o que de verdad no los ven. La mente cautiva, como la llamó el polaco Czeslaw Milosz, hace de la gente presa fácil de los ímpetus tiránicos. La idea matriz de “la mente cautiva” es “con el caudillo y su gobierno todo, sin el caudillo nada”. Porque no estar con el caudillo es para “la mente cautiva” estar en su contra. O como decía Benito Mussolini: “Dentro del Estado todo, fuera del Estado nada”. El ensayo cuestiona esa lógica irracional que germina en cualquier tierra, desde la fría Polonia estalinista hasta el cálido caribe isleño.
LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA
Una de las presencias intelectuales que más profundamente marcaron a Montaigne y cuya huella sin duda está presente en esta concepción del ensayo como un riguroso ejercicio de autonomía, fue su mejor amigo de juventud, muerto a los 32 años de edad, Étienne de La Boétie. Fue autor a los 18 años de un texto que sigue aportándonos herramientas de pensamiento para comprender nuestro entorno, el Discurso sobre la servidumbre voluntaria. En él trataba de comprender cómo es posible que haya humanos libres, capaces de adorar, seguir y obedecer a un tirano hasta el grado no sólo de esclavizarse mental y físicamente sino de cometer, en nombre de su caudillo, las mismas crueldades con otros que el tirano desea y ejecuta.
En lo que ahora llamaríamos la psicología del tirano, La Boétie describe el capricho, la inseguridad, el síndrome de persecución, la mentira sistemática pero aceptada por sus seguidores. Quienes lo adoran, tarde o temprano ven cómo los más cercanos son humillados, traicionados por el tirano e intuyen, muchas veces sin querer pensarlo de verdad, que ellos lo serán algún día. Y sin embargo continúan adorándolo. Si el tirano es superior a todos sus adoradores, como ellos lo creen, nadie merece estar a su lado, a su altura.
Leído hace poco en un periódico: un diputado de oposición le reprocha a uno del partido en el poder que cambie de opinión en cuanto el caudillo le truena los dedos. La respuesta del diputado oficialista: “Bendito tronido de los dedos del líder que vela sabiamente por el bien de todos”. La premisa del tirano bienhechor, del “ogro filantrópico”, se vuelve dogma irrenunciable, aunque haya siempre evidencia en contra.
En el fondo, los incondicionales justifican su propia aniquilación cerebral en cuanto se aproximan al tirano. El abuso viene junto con la práctica de la adoración al caudillo. Y tarde o temprano, de un lado o de otro, la violencia y la venganza emergen humillantes e incluso ensangrentadas.
En su esclarecedor libro de historia de este fenómeno en el entorno de Stalin, La corte del Zar Rojo, Simon Sebag Montefiore nos muestra cómo opera la servidumbre voluntaria hasta la más cruel aniquilación de todos los cortesanos, sin excepciones.
La Boétie señala con asombro el hecho de que los seguidores amorosos, los esclavos voluntarios, siempre se niegan a aceptar que el poder del tirano sólo existe gracias a ellos, a sus fieles, organizados como una pirámide de crueles que van extendiendo hacia abajo sus dominios. Y que, si esa pirámide de voluntarios serviles le retirara la devoción, el poder del tirano se desplomaría.
Y lo que los sujeta no es necesariamente sólo la fuerza del poderoso, o su reparto de beneficios. Ambas importantes, sin duda. Hay algo más hondo que ata activamente a esa sociedad tiránica. La Boétie encuentra que la razón profunda de la esclavitud voluntaria es la crueldad, compartida a lo largo y ancho de todas las jerarquías. Detonada por el tirano pero naturalizada en cada uno. La crueldad como parte sustancial de la naturaleza humana es lo que opera cotidianamente en las tiranías y las justifica.
El fenómeno puesto a discusión por La Boétie hace tanto tiempo no ha dejado de tener actualidad. Y hay muchos ensayos célebres que lo exploran y tratan de comprenderlo desde la modernidad. La psicología de las masas de Freud es uno de los más conocidos, pero su antecedente histórico directo, el ensayo de Gustave Le Bon del mismo nombre, es aún más sugerente y profundo. Le Bon polemizó con Freud, quien lanzaba por delante su sistema de pensamiento, su teoría del inconsciente, y descalificaba a Le Bon por haber escrito nada más que un ensayo. Le Bon polemizó también con Einstein, porque escribió antes que él una teoría de la relatividad. Pero, como le argumentaba Einstein, “usted lo habrá dicho antes en su ensayo, pero yo lo demostré matemáticamente”. En la misma línea heterodoxa, los ensayos profundos de Gustave Le Bon hicieron que la antigüedad egipcia dejara de ser considerada por los europeos una forma de cultura “salvaje” o “subdesarrollada” y fuera aceptada en Europa como una verdadera civilización.
Barthes cita un volante de la Revolución Francesa que plantea poner por encima de los tres poderes del Estado
un poder de censura de opinión, un poder
de vigilancia que podrán ejercer todos como mecanismo de delación
También inventó una práctica sistemática de foros de discusión en la sociedad, que consideró importantes para la formación de pensamiento alternativo al Estado. No alcanzó a llamarlo sociedad civil, como sí lo hizo Gramsci. Le Bon llamó a esa organización de autonomías vinculadas “redes sociales”.
Le Bon hizo suya la preocupación de La Boétie sobre la servidumbre voluntaria. Y en su ensayo sobre las masas estudia la transformación del individuo al integrarse a un grupo. Tres fases se sobreponen en su mente:
En un primer momento observa en el individuo hecho masa la sensación de multiplicar sus poderes. Eso lo vuelve capaz de una violencia que no cometería solo.
En un segundo momento está el contagio de ideas y actitudes que pueden incluso ir en su contra. El ímpetu de la masa puede ser suicida, sacrificial.
En el tercer momento, una especie de hipnosis colectiva multiplica el poder del hipnotizador, del caudillo, haciendo de la masa un ente de obediencia. La vida consciente de los cerebros individuales queda paralizada, afirma Le Bon. Y el individuo se vuelve un esclavo de todas sus actividades inconscientes:
Sus pensamientos y sentimientos se orientan en la dirección determinada por el hipnotizador. [...] El individuo que forma parte de una masa es un grano de arena inmerso entre muchos otros que el viento agita a su capricho. Y así vemos a jueces y jurados dictar veredictos que desaprobarían en lo individual cada uno de sus miembros. Vemos asambleas parlamentarias que adoptan leyes y medidas que rechazarían por separado.
Los hombres de La Convención durante la época del terror de la Revolución francesa eran hombres de hábitos pacíficos pero reunidos en masa no vacilaron, bajo la influencia de algunos líderes, en enviar a la guillotina a los individuos más evidentemente inocentes. Y lo hicieron incluso en contra de sus propios intereses: renunciaron a la inviolabilidad de sus derechos y de su persona y se diezmaron mutuamente.
El individuo inmerso en la masa no sólo difiere de su yo normal a causa de sus actos. Incluso antes de haber perdido toda independencia ha transformado sus ideas y sentimientos hasta el punto en que el avaro se pueda transformar en pródigo, el escéptico en creyente, el hombre honrado en criminal y hasta el cobarde en héroe.
En 1895, Le Bon propone en su ensayo la idea de que el derecho divino, del cual venía supuestamente el poder de los reyes, fue sustituido por el supuesto derecho del pueblo, el derecho de las masas, convertido en nuevo derecho divino del que se apropia el tirano inventándolo y manipulando a las masas.
Afirma que la gente convertida en masa abandona totalmente la razón para instalarse en la ilusión. Se ancla en imágenes, palabras, conceptos simplistas, normalmente falsos pero cuya falsedad deja de importar.
La ilusión social reina sobre todas las arrumbadas ruinas del pasado, y el porvenir le pertenece. Las masas no tienen jamás sed de verdades.
Se apartan de las evidencias que las degradarían prefiriendo divinizar al error y la mentira si el error las seduce. Quien sabe ilusionarlas se convierte fácilmente en su amo.
El que intenta desilusionarlas se convierte en su víctima.
Ni la verdad, ni la experiencia, ni siquiera la evidencia le importan a la masa linchadora.
Casi cincuenta años después, el fenómeno fue ampliamente explorado por Elias Canetti en su libro imprescindible Masa y poder, de 1959. Cuando le reprochaban que no hubiera incluido la palabra fascismo en sus casi mil páginas, Canetti, en una entrevista de los años ochenta, respondió:
Mi libro sólo es sobre eso. Pero trato de comprenderlo, trato de entender cómo opera el horror inexcusable antes de condenarlo. Mi esfuerzo no es una condena, ahora fácil, sino una invitación a la gente para que tenga sus propias ilusiones, para que razone y abandone las que le son ajenas.
En 1995, el historiador de la Revolución francesa, François Furet, en su ensayo El pasado de una ilusión, cuestiona las grandes ilusiones sociales del siglo XX examinando todo lo que tienen en común Hitler y Stalin, la devastadora ilusión comunista y la breve pero también masivamente asesina ilusión fascista. En ambos espejismos poderosos, el abandono de lo que llamaban entonces “el individualismo liberal”, la reunión del pueblo entusiasta por una meta común, el culto al jefe hasta la ignominia, la utopía o ideal superior que todo lo justifica: mentir, robar, matar o dejar morir por la causa.
Ambos ímpetus masivos, sus enormes similitudes y menores diferencias fueron estudiados desde los años cincuenta por Hannah Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo.
Los movimientos totalitarios —afirma— son organizaciones de turbas de individuos aislados y atomizados. En comparación con todos los demás partidos y movimientos su más conspicua característica externa es su exigencia de una lealtad total, sin restricciones, incondicional e inalterable del miembro individual. Esta exigencia es formulada por los dirigentes de los movimientos totalitarios incluso antes de su llegada al poder. Precede usualmente a la organización total del país bajo su dominio. [...] una vez en el gobierno, el líder totalitario normalmente nombrará en su equipo a personas mediocres pero leales, puesto que la lealtad absoluta sucede con mayor fluidez en la lealtad irrestricta y, necesariamente, irreflexiva.
Por eso, para el totalitarismo son enemigos los avances científicos, la investigación intelectual, la creatividad y el pensamiento. Todo lo que tenga un aire de autonomía y libertad de pensamiento es ajeno al dominio totalitario y por lo tanto debe ser extinguido por el poderoso y sus seguidores. El mal no es sustancial a la persona. Y no es un crimen colectivo que exima a cada persona de sus propias responsabilidades. Así, la crueldad, para La Boétie, se convierte en eso que cualquiera puede ejercer justificándola en los términos que la justifica el caudillo.
DE LA ESCLAVITUD VOLUNTARIA pasamos a la renuncia a la condición humana fundamental, la reflexión. Y por lo tanto crece la ocasión de negársela a los demás. La negación del derecho a existir de todo lo que cuestione la omnipotencia del dogma. De lo que se llama una doxa, un lugar común autoritario. Ahí de nuevo el ensayo actúa como antídoto. Contra la doxa, la paradoxa o paradoja, mecanismo de reflexión que es esencial al ensayo. La doxa es siempre opresiva, afirma Barthes, pero a la menor oportunidad se volverá represiva.
Los que piensen distinto, y los que piensen, punto, serán señalados. Roland Barthes cita significativamente como ejemplo un volante de la época de la Revolución francesa, llamado La boca de fuego, de 1790, que plantea “poner por encima de los tres poderes del Estado un poder de censura de opinión, un poder de vigilancia que podrán ejercer todos como mecanismo de delación pública por el bien de los principios revolucionarios”. El terror tiránico por encima de todo. La delación como uno de sus valores supremos.
Tanto Barthes como Montaigne, como Arendt, repiten de diferentes maneras que “lo que ha sido pensado de verdad en libertad nunca limita la libertad del otro. Nunca trata de convertir sus pensamientos en fórmulas que sean obligatorias para los demás y los condenen. Ésa es la verdadera prueba del pensamiento libre”.
Se aleja constantemente de aseveraciones categóricas: “busca no afirmar nada rotundamente y no negar nada a la ligera”. No tiene un objetivo concreto y para su pensamiento vagabundo todo camino es el bueno.
Los enemigos del ensayo: el pensamiento totalitario, el dogma de todo tipo, la supresión de la persona, el compromiso de partido, la obediencia irreflexiva, la lealtad irrenunciable a un líder. En síntesis: la prohibición de leer y pensar al mundo con los ojos propios, y bien abiertos. Todos esos son a la vez enemigos de la democracia, que es la convivencia en libertad. El ensayo ayuda a que los hombres y mujeres se vean con sus propios ojos. Que ejerzan íntima y públicamente su libertad.