Comuna y dictadura: entre Marx y Rimbaud

El periodo de la insurrección conocida como la Comuna de París, que marcó sin duda el destino del ideario marxista y más tarde, ya en el siglo XX, su práctica en el llamado socialismo real, acaba de cumplir150 años, a finales de mayo. Es posible, como este ensayo apunta, que la influencia de su interpretación históricahaya tenido un impacto mayor que la propia Comuna en su momento: con ella se consolidó la ideade la dictadura del proletariado, que amparó la estela de sangre de varios líderes siniestros, en nombre de la revolución.

Karl Marx (1818-1883). Fuente: free.clipartof.com

El 13 de mayo de 1871, el adolescente Arthur Rimbaud escribe una de las Cartas del vidente a su profesor y amigo, George Izambard. En ella le habla de su deseo de sumarse a la resistencia de la Comuna de París, que está siendo aplastada, y también de su rechazo a formar parte de ese sector tan ensalzado por los socialistas y anarquistas, el proletariado:

Seré un trabajador: ésa es la idea que me retiene cuando la ira enloquecida me empuja hacia la batalla de París —donde sin embargo ¡tantos trabajadores siguen muriendo mientras le escribo! Trabajar ahora, nunca, nunca; estoy en huelga.

Ahora me encrapulo todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y trabajo por volverme vidente: usted no comprenderá nada en absoluto, y yo apenas sabría explicárselo. Se trata de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos.1

El poeta había visto nacer —en una breve escapada a la Ciudad Luz— lo que en medio de la guerra franco-prusiana sería más tarde la insurrección, pero no fue testigo directo de su desarrollo y menos aún de su sangriento desenlace porque había vuelto a su pueblo, Charleville. Sin embargo, el resplandor de la revuelta será exaltado en varios de sus poemas, lo que servirá a algunos biógrafos y admiradores para alimentar una de sus leyendas más fascinantes, la del poeta communard, incluso aguerrido combatiente en el fragor de la lucha.

“Hay a quien le agradaría mucho creer tal cosa —escribe Pierre Michon—, pero bien parece que no es posible. Esa historia está en Los miserables del Viejo, y no en la vida de Arthur Rimbaud”.2 El hecho es que hace 150 años los Gavroche y todos los revolucionarios anónimos que lucharon en las barricadas descritas por Victor Hugo en su gran novela (que hace referencia a la Revolución de 1832), renacieron y volvieron a morir en París al lado de mujeres, maestros, artesanos y obreros que creyeron posible, una vez más, otro mundo.

Al final de mayo de 1871, las barricadas habían sido arrasadas. La Comuna de París terminó con un baño de sangre. Fue una primavera libertaria que culminó en venganza

Al final de mayo de 1871, las barricadas habían sido arrasadas. La Comuna de París terminó con un baño de sangre. Fue una primavera libertaria que culminó en una semana de venganza y terror: entre el día 21 y el 28 de aquel mes, varios palacios y edificios históricos fueron incendiados por uno y otro bando (la colección del museo del Louvre se salvó milagrosamente, pero no su Biblioteca Imperial). Miles de parisinos, incluso mujeres y niños, fueron fusilados por las tropas de Thiers.

El vidente Rimbaud no sacó ninguna lección política de estos acontecimientos: prefirió captar en algunas líneas las emociones y esperanzas en juego, la miseria orgiástica, invicta, imponiéndose sobre París al término de la llamada Semana Sangrienta: “La tormenta te ha consagrado suprema poesía; / la inmensa convulsión de las fuerzas te socorre; / tu obra bulle, el mar ruge, Ciudad elegida, / acumula estridencias en el corazón del sordo clarín”. Y profetizó sobre su propia labor: “El Poeta hará suyo el llanto del Infame, / el odio del forzado, el clamor del Maldito”.3

A sus ojos, la Comuna de París no se presenta como un terror latente o potencial, sino acaso como una ráfaga de fraternidad sobre la Tierra. Sin embargo, como advirtió Alexis de Tocqueville, “lo que es mérito en un escritor es a veces vicio en un estadista” y —añadamos nosotros— un vicio que suele ser peor entre los historiadores y pensadores atrapados en las apariencias o la envoltura romántica de un proceso como la Comuna.

UNA INSURRECCIÓN SIN MARX

Mientras el joven Rimbaud es reprendido por su posesiva madre por haberse escapado a París, al otro lado del Canal de la Mancha, en Londres, Karl Marx observa los acontecimientos en Francia, que impactaron de inmediato a La Internacional, el proyecto político más importante que cobijaba y que verá cancelada la celebración de su Congreso, previsto para realizarse en París en septiembre de 1870. Al mismo tiempo, una tormenta de intrigas se desata por toda Europa, haciendo de él lo mismo un “agente” prusiano que el responsable directo de la insurrección en marcha.

La guerra franco-prusiana fue tema de diversos análisis de Marx y Engels. Ambos, mediante fríos cálculos estratégicos, esperaban que Louis Bonaparte perdiera. Los prusianos no sólo eran militarmente más fuertes; los trabajadores alemanes también superaban a los franceses teórica y organizativamente, lo que podría ser una ventaja política de la fracción marxista sobre los proudhonianos.

Sus pronósticos y deseos se vieron cumplidos en la batalla de Sedán, donde resultó aplastado el ejército francés y fue tomado prisionero Napoleón III, lo cual sería la base para conformar la Tercera República, a partir de la elección de Thiers en febrero de 1871. El armisticio en curso no convenció a muchos y la resistencia en París continuó. Los alemanes, aunque victoriosos, se preocuparon por el rumbo de los acontecimientos, especialmente por el riesgo de una revolución, y apoyaron a Thiers para recuperar París y desarmar la revuelta que estalla el 18 de marzo.

Arthur Rimbaud, dibujo de Paul Verlaine, 1872.

Cuando los acontecimientos se precipitan —informa Jacques Attali— Marx

... está inmovilizado en la cama por una bronquitis y una nueva crisis de hígado. Al tiempo que simpatiza con el movimiento, no se siente representado: echa pestes al ver que los insurrectos pierden un tiempo precioso en procedimientos electorales en vez de ejercer el poder, apoderarse del tesoro del Banco de Francia, aflojar el brazo de las tropas de Thiers y arremeter sobre Versalles.4

En efecto, el proceso no marchaba como Marx y Engels hubieran querido. Su autoridad política —ya no digamos teórica o moral— era mucho menor de lo que habían imaginado. En realidad, la visión y concepción dominantes en el movimiento eran las de figuras como Blanqui y Bakunin (quien, por cierto, ya había protagonizado una insurrección semejante en Lyon, en 1870).

No obstante, Marx declara con inflamada prosa que pase lo que pase, este levantamiento es el mayor logro del proletariado: “aunque termine aplastado por los lobos, los cerdos y los bellacos de la vieja sociedad... es la hazaña más gloriosa de nuestro partido desde la insurrección de junio de 1848 en París”.5 Sin embargo como bien apunta Tristram Hunt:

... dentro del Hôtel de Ville [el Ayuntamiento de París, donde se alojó el Comité Central de los communards, mismos que le prenderían fuego] el imperativo de clase nunca fue tan puro. La Comuna tendía marcadamente hacia los trabajadores manuales cualificados y administrativos, lo cual diluyó el carácter proletario del grupo. Para mayor confusión, también había varias filosofías políticas en conflicto.6

Con todo, el espíritu que da identidad al movimiento se presenta inicialmente como republicano, tiene un componente de defensa formal de los valores democráticos y aun —pese a los excesos cometidos por muchas de sus fracciones— de respeto, en teoría, a los derechos humanos. (Hay que recordar, por ejemplo, que la guillotina es prohibida, pero eso no impide que se ordene, entre otras, la ejecución del arzobispo de París).

El proceso no marchaba como Marx y Engels hubieran querido. Su autoridad política —ya no digamos teórica
o moral— era mucho menor de lo que habían imaginado

EL MITO

La idealización —incluso moralista— de esas semanas en que el proletariado “asaltó el cielo” es patente en todo lo que escribe Marx por esos días:

Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna de París. De aquel París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro [...] París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.7

Es obvio que Marx veía un cambio que simplemente no se operó en la realidad. Ahí comienza la mitificación de la Comuna de París. Cuando Isaiah Berlin aborda el tema en su extraordinario ensayo acerca de Marx, no duda en presentarlo con mucha menor emoción:

La Comuna, tal como el nuevo gobierno se calificaba a sí mismo, no fue creada ni inspirada por la Internacional; ni siquiera fue, en sentido estricto, socialista en sus doctrinas, a menos que una dictadura de cualquier comité popularmente elegido constituya por sí misma un fenómeno socialista. La componían una serie de individuos altamente heterogéneos, en su mayor parte adeptos de Blanqui, Proudhon y Bakunin [...] obreros, soldados, escritores [...] bohemios y aventureros de toda laya fueron arrastrados por una común oleada revolucionaria.8

En otro momento, a sabiendas de que la rebelión no era controlada por La Internacional y de que más bien la conducían sus poco estimados anarquistas y blanquistas, Marx mismo habría presentado a la Comuna como un proyecto estéril o encaminado al fracaso, pero su gran instinto le decía que no debía oponerse a una revuelta de esas dimensiones, que gozaba de una enorme popularidad, con figuras de gran encanto y liderazgo —piénsese, sin ir más lejos, en Louise Michel. De esa forma, Marx reconoce su impacto y empieza a creer realmente que se trataba de una movilización gracias a la cual “la lucha de la clase obrera contra la clase capitalista y su estado capitalista entró en una nueva fase”.9

Así, contra sus iniciales juicios adversos, el autor de El Capital contribuyó “a crear —como escribió Berlin— una leyenda heroica del socialismo”, en la que además creyó ver la primera representación mundial de la dictadura del proletariado, pese a que ahí reinaba más bien un caos y una efervescencia política sin dirección alguna que, eso sí, había surgido de un destello democrático que dotó al movimiento de legitimidad.

Lo que conocemos como Comuna de París nació, ciertamente, de la determinación de no entregar las armas a las fuerzas de Thiers, pero en lo político se estructuró a partir de un ejercicio democrático real:

El 26 de marzo —relata Jacques Attali— la Comuna organiza elecciones: de 485 mil electores inscritos en la capital, votan 229 mil —proporción considerable, habida cuenta de las circunstancias—. Entre los 92 elegidos, 17 son miembros de la Internacional socialista, entre ellos Gustave Flourens, Charles Longuet, Eugène Pottier (futuro autor de la canción llamada “La Internacional”), Édouard Vaillant, Eugène Varlin y Pierre Vésinier (abiertamente hostil a Marx).10

La Comuna de París, grabado anónimo, 1871.

Esta dirigencia electa será la que el 19 de abril presente su “Declaración al pueblo francés”, donde establece su compromiso con la libertad de conciencia o el derecho a la participación de los ciudadanos en todos los asuntos públicos.

En todas estas medidas, como advierte Attali, “los parisinos se atienen a cierto formalismo democrático, sin adueñarse de las palancas del Estado”,11 lo cual será su principal error, de acuerdo con la interpretación de Marx y después de Lenin.

Los consejos de Marx y Engels, inusitadamente prácticos (apoderarse del oro del Banco de Francia o cambiar de estrategia militar y atacar Versalles), fueron ignorados, pero nada hace pensar que con ellos se hubiera podido instaurar la primera nación socialista. El gobierno de la Comuna era un menjunje de arrebatos conspirativos, gestos histriónicos, asambleas sin fin, buenos deseos y abruptas determinaciones que en buena medida no iban a ninguna parte. Y por supuesto, a pesar de la deplorable reedición de un Comité de Salud Pública, tampoco fue el primer ejemplo de la dictadura del proletariado, como quería Engels cuando señaló, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París —1891—, un comienzo de “esta visión socialista de la historia, que se enorgullece de su realismo, una tendencia creadora de mitos”.12

De ahí que la Comuna de París, como lo vio Eric Hobsbawm,

... no fue tan importante por lo que consiguió como por lo que presagiaba; fue más importante como símbolo que como hecho. El mito enormemente poderoso que generó ocultó su historia real, tanto en Francia como (a través de Marx) en el movimiento socialista internacional.13

LA DICTADURA

Por encima de la mitologización, es indiscutible que su fracaso consolidó también una idea que ya Marx había desarrollado y que él mismo resumió en su famosa carta del 5 de marzo de 1852 a Joseph Weydemeyer:

No me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de ésta. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases.14

Marx, el profundo estudioso del capitalismo, el lúcido filósofo materialista y observador político, planteó así una idea en la que se fincó el totalitarismo comunista. Por más que algunos teóricos insistan en excusarlo de las barbaridades cometidas al amparo de este concepto, al sostener que la “dictadura” de Marx no contemplaba el partido único o la supresión de los procesos democráticos, y ni siquiera tenía que ver con lo que hoy se entiende como tal, ningún matiz puede borrar su responsabilidad teórica primigenia.

Incluso si recuperamos la faceta del Marx reformista que llama a los socialistas a conquistar el poder por la vía democrática donde sea posible, debemos atenernos, como hace Jacques Attali, al hecho de que “por cierto, jamás dijo que ese poder deberá ser devuelto si es perdido en las urnas”.15

El hecho es que la sola enunciación del término dictadura hizo posible que los revolucionarios del siglo XX lo tomaran como una verdad absoluta del evangelio comunista: la necesidad de un poder puro y duro que extermine a la burguesía y su Estado, sin transigir con las formalidades democráticas ni el respeto por los derechos humanos (al fin y al cabo valores liberales, burgueses, que no representan nada frente a la suprema tarea de la emancipación proletaria).

Esta apología del autoritarismo y la violencia revolucionaria se materializó en el siglo XX, en revoluciones que devinieron regímenes totalitarios que dejaron a su paso millones de muertos, perseguidos, exiliados, prisioneros 

Siguiendo las reflexiones de Marx, un radical como Lenin no tuvo ningún problema en demostrar que la idea del autor del Manifiesto del Partido Comunista “consiste en que la clase obrera debe destruir, romper, ‘la máquina estatal existente’ y no limitarse simplemente a apoderarse de ella”.16 La tarea de reprimir a la burguesía es puesta en el centro de esa noción de dictadura del proletariado, y una de las causas de la derrota de la Comuna de París fue justamente, según Lenin, “no haberlo hecho con suficiente decisión”.17

En el recuento de este y otros “errores” de los communards, Lenin cita uno de sus pasajes favoritos de Engels, acaso el que más lo inspiró para crear, ya en el poder, instituciones siniestras como la Checa, o para aplastar sin ningún remordimiento a sus críticos, incluidos compañeros de lucha:

Una Revolución es la cosa más autoritaria que existe; es el acto mediante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por el terror que sus armas inspiran a los reaccionarios.18

Esta apología del autoritarismo y la violencia revolucionaria, bastante sincera por lo demás, se materializó en el siglo XX, como sabemos, en revoluciones que devinieron regímenes totalitarios que dejaron a su paso millones de muertos, perseguidos, exiliados, prisioneros y víctimas diversas.

El 28 de mayo de 1871 cae París y la Comuna llega a su final. Engels le escribe a su madre que el ejército de Thiers había cobrado cuarenta mil vidas; hoy los historiadores más serios calculan que fueron fusiladas entre seis y siete mil quinientas personas.19

Los revolucionarios marxistas extraerán de estos acontecimientos todas las enseñanzas que siguen la consigna de que los expropiadores deben ser expropiados; que la tibieza sólo conduce a la derrota y que no hay recursos prohibidos —ni la violencia, ni la muerte y más tarde tampoco el Gulag— para los fines superiores del proletariado.

En clave poética, Rimbaud volvería a las calles y plazas del París revolucionario —el de 1792 y el de la Comuna—, presentándonos a un herrero que habla con Luis XVI en las Tullerías, en lo que se presume como su poesía política más trascendente. Es un descamisado más que le grita al monarca: “El pueblo ya no es una puta / Tres pasos y, entre todos, hemos reducido a polvo tu Bastilla. / [...] Marchábamos bajo el sol, alta la frente —así— / ¡Por París! Venían a ver nuestros sucios blusones. / ¡Por fin! ¡Nos sentíamos hombres! Estábamos pálidos, / Majestad, borrachos de terribles esperanzas: / Y cuando llegamos allí, ante los negros torreones, / agitando nuestros clarines y las hojas de roble, / en la mano las picas; no tuvimos ya odio: / —¡Nos sentíamos tan fuertes! ¡Queríamos ser clementes!”.20

Desde la poesía, Rimbaud imagina una rebelión sin odio, capaz de clemencia, precisamente en razón de su fuerza. Desde el pragmatismo, Marx y sus seguidores recomiendan a quienes quieran tomar el cielo por asalto la idea de la dictadura omnímoda, no importa que ésta descienda hasta el infierno.

Notas

1 Arthur Rimbaud, Obra completa bilingüe, Atalanta, Barcelona, 2016, pp. 1870-1871.

2 Pierre Michon, Rimbaud el hijo, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 65.

3 Arthur Rimbaud, “París se repuebla”, op. cit.,

p. 227.

4 Jacques Attali, Marx o el espíritu del mundo, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007,

p. 283.

5 Citado por Tristram Hunt, El gentleman comunista. La vida revolucionaria de Friedrich Engels, Anagrama, Barcelona, 2011, p. 249.

6 Ibidem.

7 Carlos Marx, La guerra civil en Francia, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín, 1978, pp. 86-87.

8 Isaiah Berlin, Karl Marx. Su vida y su entorno, Alianza Editorial, Madrid, 2007, p. 210.

9 Carta a Kugelman, citada por Jacques Attali, op. cit., p. 285.

10 Ibidem, pp. 282-283.

11 Ibidem, p. 284.

12 Edmund Wilson, Hacia la estación de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer historia, RBA, Barcelona, 2011, p. 286.

13 Eric Hobsbawm, La era del capital, 1848-1875, Crítica, Buenos Aires, 1998, p. 176.

14 Citada por V. I. Lenin en El Estado y la revolución, Fundación Federico Engels, Madrid, 1997, pp. 55-56.

15 Jacques Attali, op. cit., p. 292.

16 V. I. Lenin, El estado y la revolución, Obras escogidas en tres tomos, tomo II, Editorial Progreso, Moscú, p. 325.

17 Ibidem, p. 329.

18 Ibidem, p. 345.

19 El historiador británico Robert Tombs presentó en 2011 esa cifra, contenida en una de las notas para la edición citada de Arthur Rimbaud.

20 Arthur Rimbaud, “El herrero”, op. cit., p. 153.