El hueco de la almohada

Fetiches ordinarios

Almohada de cerámica de la dinastía china Jin (1115-1234). Fuente: christies.com

Semejante a una nube para apoyar la cabeza, remite a lo suave, al confort. Rellena tradicionalmente con plumas de ganso, con copos de algodón o esa estofa blanca del fruto del pochote, promete un no sé qué de etéreo, cierta filiación con lo alado, la ligereza necesaria para acompañar los altos vuelos del sueño.

EN EL PASADO, la almohada se elaboraba con materiales muy distintos: las primeras que se conocen, procedentes de Mesopotamia y Egipto, estaban esculpidas en piedra o madera. Quizás en un comienzo la almohada y la cabecera eran una misma cosa: una estructura para aliviar la tensión del cuello, una suerte de yugo paradójico que guiaba a través de la noche y servía de asiento al espíritu.

Su arquitectura y apariencia no escapaban a la superstición. Las míticas puertas de cuerno o de marfil, a través de las cuales los dioses deslizaban sueños verdaderos o falsos, seguramente guardaban una relación con el material de las almohadas. Y las distintas imágenes de divinidades y animales dibujadas en ellas sugieren que velaban la actividad onírica, o que servían para ahuyentar los malos espíritus nocturnos, entre ellos, el del insomnio. Según los antiguos chinos, una blanda robaría la energía del cuerpo, de modo que preferían el bambú, la porcelana o el bronce para su fabricación. Estaban convencidos de que una almohada de jade garantizaba un sueño reparador y saludable, que estimulaba el intelecto.

Ha corrido mucha tinta a propósito del título de El libro de la almohada, de Sei Shônagon, obra fundacional de la literatura japonesa, traducida también como el Libro de cabecera. En el epílogo, sobre el que ronda la sombra de lo apócrifo, la autora le insinúa a la emperatriz que los cuadernos que ha recibido de regalo ella los usaría de buena gana como almohada. Justo en esa última página estaría la clave del título y del origen del proyecto. Pero la estampa de una pila de papel que ofrece alivio a las cervicales —ya cercana al cojín—, puede ser engañosa: quizá se trataba de un cuaderno de notas casuales, tal vez nocturnas, tal vez matutinas, que escondía en un cajón de su almohada de madera, según se estilaba entonces con los diarios íntimos. Amalia Sato, traductora del libro al español, refiere que hay estudiosos que arriesgan una relación con los utamakura (“poemas almohada”) de aquel periodo: manuales que dictaban las reglas de composición literaria. De ser así, el Makura no Sōshi tendría una relación doble con lo duro: aludiría a la rigidez de descansar la cabeza sobre un tabique canónico. Cualquiera que lea sus textos fugaces y digresivos, sus listas de una sutileza sin precedentes, sus observaciones melancólicas que se suceden sin una orientación determinada, entendería que no es así: su prosa se debe más al libre correr del pincel que a la ambición de compendiar un thesaurus.

EN LA PELÍCULA de Peter Greenaway inspirada en el libro, la almohada es ya el objeto acolchonado que conocemos, pero también homenajea a las de tipo más íntimo, que albergan un cajón. Retorcimiento de las obsesiones de Sei Shônagon, el filme tiene la audacia de explorar la condición efímera de la escritura, al hacer del cuerpo una superficie de inscripción. Las delicias de la piel se entrelazan con las de la literatura —y también con su evanescencia y desdichas. En una escena, reinventado como sello viviente, el cuerpo imprime un poema sobre una funda blanca. Sin tanto despliegue, todos sabemos que el hueco que deja la cabeza en la almohada puede ser una forma secreta de escritura.

En el tránsito de la piedra a la paja y de la madera al hule espuma, la almohada ha permanecido como vaso comunicante con los arcanos nocturnos. Consejera enigmática pero fiel, la consultamos cuando somos presas de la vacilación; lo que no logramos resolver en la vigilia se lo confiamos a ella, como si nadie pudiera descifrar mejor nuestros deseos ocultos. Los viajeros que llevan la suya a cuestas y la suben al avión, acaso no se preocupen por sus vértebras: recelan de los susurros de las ajenas o promiscuas, como las babélicas de los hoteles.

Sin contar las antigüedades de museo o la estatuaria del Renacimiento, que desplegó su virtuosismo escultórico en encajes y texturas, una almohada de mármol se consideraría hoy una excentricidad, una broma sofisticada o una pieza de arte, comparable a la taza de té forrada de pieles de Meret Oppenheim, un juego de descondicionamiento que plantea la pregunta de si beber no será una forma de caricia.

Las primeras que se conocen, de Mesopotamia y Egipto, estaban esculpidas en piedra o madera

A pesar de las supercherías milenarias chinas, rechazamos que lo suave absorba la energía, y trasladamos esa posibilidad a la conjetura de un monstruo, el parásito de “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga, que succiona a su víctima a un ritmo vertiginoso para su tamaño.

Sin salir de la esfera del vampirismo, no es impensable una almohada-bezoar que fagocita los cabellos que le ofrendamos cada noche para integrarlos a su cuerpo a manera de borra. La almohada engordaría a medida que avanza la calvicie. De este lado del horror, no hay que olvidar que, inocente y cándida, ha sido un arma asesina muy socorrida...

Algunos rellenos ancestrales se han puesto de moda, como las semillas o las cáscaras de trigo, siempre a favor de la molicie. Las veces que he debido dormir en el suelo, sin más almohada que la palma de mi mano, desperté renovado, pero no se me ocurriría prescindir de las comodidades de una, entre otras cosas porque significa compañía, un cuerpo adyacente que, a falta de ternura, puede brindar tersura. Ignoro si la psicofísica, que estudia la relación sensual con los materiales, dedica un capítulo a los enseres de cama. Si los niños se aferran a una cobija como objeto transicional, durante las separaciones y divorcios nos queda el consuelo, patético y quizá definitivo, de una almohada mustia, como en la canción de José José.

POR LO QUE SÉ, las de madera o cerámica se preservan en dos espacios: las habitaciones de las geishas, a fin de no arruinar sus peinados fantásticos, y los fumaderos de opio, donde hacen las veces de cofre para la parafernalia de la adicción. Hay contextos en que la tiesura no importa: tras la primera calada, la almohada se difumina entre la nube de humo, de suerte que la cabeza flota en hilos más vaporosos que la seda.

Aun cuando remitan al potro de tortura, no excluyo el beneficio de las de piedra, de algún modo refractarias al vocablo concupiscente heredado del andalusí. La esponjosa podrá no ser muy ortopédica, pero nos ha regalado los almohadazos, ese viraje que transforma la cama en campo de batalla y permite, entre risas que vienen de la infancia, hacer también la guerra y no el amor.

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