El Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que se otorga al conjunto de una obra y en anteriores ediciones ha reconocido a poetas como Gonzalo Rojas (en su primera edición, justo hace ahora treinta años), José Ángel Valente, Nicanor Parra, Sophia de Mello Breyner o Ida Vitale, ha recaído hace unas semanas en la española Olvido García Valdés. Se trata de un premio (que solamente ganó un mexicano hasta hoy, José Emilio Pacheco) de muy notable prestigio y dotación económica, pero que comporta además la publicación de una antología auspiciada por la Universidad de Salamanca, convocante junto con Patrimonio Nacional de España. Su repercusión en prensa contribuye asimismo a la mejor difusión del premiado.
NACIDA EN 1950 en un municipio de Asturias, al norte del país, García Valdés se licenció en Filología Románica y en Filosofía, y fue profesora de Lengua y Literatura en un instituto de Valladolid, y catedrática en otro de Toledo, hasta jubilarse en 2011. También ha tenido responsabilidades públicas, ejerció como directora del Instituto Cervantes de Toulouse y, más recientemente, durante un breve periodo, como Directora General del Libro y Fomento de la Lectura, puesto al que renunció en 2019. Ha traducido a Pasolini, Ajmátova, Tsvetáieva y Nöel, y publicado textos críticos sobre diferentes escritores, así como acerca de artistas plásticos. Algo sintomático de las coordenadas en las que se mueven sus preocupaciones es que le fue encargada una biografía de Teresa de Jesús. Y es que algunos rasgos de su escritura concuerdan con sendas de despojamiento que han frecuentado los místicos, aunque no cabe hablar en su caso de religiosidad y sí de proximidad filosófica al misticismo. Aun-que éste sí crea (de hecho, es sacerdote), Hugo Mujica se asemeja a ella en el ascetismo del lenguaje y en la presentación humilde en lo tipográfico (en el caso del argentino, y desde hace tiempo con el recurso extremo de colocar el texto en la parte inferior de la página, rebajando sus posibles ínfulas, sometiéndolo a una purgante lección de modestia). García Valdés priva por lo general a sus poemas de título, y hasta el punto final les niega numerosas veces.
Para situar su obra en el conjunto de la poesía de España se puede recordar que integró junto con Miguel Casado (su esposo) y otros, el llamado Grupo de Valladolid, cuya estética era el anverso de la más divulgada y por fuerza más apreciada por el público “poesía de la experiencia” o figurativa, hegemónica pero en modo alguno exclusiva en el país durante los finales ochenta y noventa del pasado siglo. Para simplificar mucho, la tendencia en la que se encuadra García Valdés tiene puntos de encuentro con el desaparecido José-Miguel Ullán o con el veterano Antonio Gamoneda, y aglutinó en torno a las revistas Los Infolios o El Signo del Gorrión a unos poetas que, si no han seguido la línea preponderante de la poesía peninsular, sí tienen más concomitancias con la poesía hispanoamericana escrita con menos atención a la forma, que en España es pulcra hasta resultar cansina a veces.
Su poesía tiene más que ver con Juan Gelman, Mauricio Medo, Mario Montalbetti, que con Rosario Castellanos, Pilar Bonnett, Fabio Morábito
Para entendernos, su poesía tiene más que ver con un Juan Gelman, un Mauricio Medo, un Mario Montalbetti, que con una Rosario Castellanos, una Pilar Bonnett, un Fabio Morábito. En la poesía de España tiene más de un punto de confluencia con la de la también filósofa y autora de la misma colección, por otra parte tan variada (Nuevos Textos Sagrados, Tusquets), Chantal Maillard, igualmente sostenida por un núcleo entusiasta de lectores y críticos que han abrazado su peculiaridad y diferencia.
Antes de la concesión del Premio Reina Sofía, Olvido García Valdés fue en 2007 acreedora del Premio Nacional de Literatura en su modalidad de poesía por el libro Y todos estábamos vivos, del año anterior. Esa polilla que delante de mí revolotea agrupa en Galaxia Gutenberg su poesía reunida de 1982 a 2008, con prólogo del uruguayo radicado en México, Eduardo Milán. Después ha publicado Lo solo del animal, en 2012 y, siguiendo con su costumbre de emplear títulos en minúsculas igual que e. e. cummings, en consonancia con el texto de sus poemas, confía en la gracia (2020). Sus primeros libros quedaron recogidos en dentro del animal la voz, antología editada en la colección Letras Hispánicas de Cátedra en 2020 por Vicente Luis Mora y Miguel Ángel Lama. Aquí, ellos señalaban su “contención formal, entendida como una construcción versal y lingüística que no se derrama, ni apenas prolifera, sino que expresa con precisión y cierta brevedad justo aquello que quiere expresar”.
También recogían el juicio del estudioso Marcos Canteli: “El lector tiene la sensación de hallarse en un territorio híbrido, cruzado por estrategias y modos asociados tanto a la vanguardia y la modernidad tardía (rápidamente citaría algunos de ellos: el uso del collage, la intertextualidad no paródica, los afectos, la profundidad de la palabra en su reclamo de un modo de verdad, la galería de nombres propios, etc.) como, por otro lado, una actitud que, sobre todo en el plano más estrictamente formal, no podría entenderse sin tener en cuenta ciertos planteamientos posmodernos”. Cabe añadir que los poemas comienzan en cualquier parte y no cierran de modo conclusivo. García Valdés repudia lo cerrado y el epifonema. A diferencia de otros poetas que conciben sus textos como unidades independientes, en ella hay un fluir continuo, como si, a pesar de la parquedad de su escritura, espaciada varios años de libro a libro, los poemas estuvieran siempre corriendo, un río que no cesa, del cual al acercarnos o según sople el viento nos llegan retazos, intermitencias. Para Mariano Peyrou, puede ser que la poeta no ponga “títulos a sus poemas porque sus últimos versos funcionan de dos maneras a la vez, generando tensión y resolviendo al mismo tiempo la tensión que ha ido creando”.
HAY UNA EXTRAÑEZA en los libros de esta poeta (no todos compuestos por versos, también hay cabida en ellos para la prosa y hasta las anotaciones aparentemente diarísticas). En un poema habla de una casa que ha visto bajo la lluvia y el vuelo de las aves. A continuación precisa: “No significa nada, / tampoco la casa bajo la lluvia / significa nada, ni el lento / deterioro, pero todo es extraño / como pájaros”. Su lírica devana un hilo muy frágil que va de lo real (la crítica ha subrayado esto, con su aprecio por lo pequeño y la falta de énfasis) a lo abstracto. Además, no es infrecuente que lleve su atención a cuestiones sociales con una vitriólica observación del comportamiento de hombres y mujeres. Qué duda cabe que cierta tendencia de género sin duda ha pesado en su consideración para el galardón. Un poema suyo refleja a mujeres “con una única y especialmente severa / norma de conducta: pon / atención, la máxima / atención en no enterarte / de nada, más si aún pudiera / ir a hacerte sufrir. Llegan / a viejas, generalmente acaban / contando ellas la historia”.
Crítica social y acerada descripción de los papeles que desempeñan los sexos, con un punto de ambigüedad y un mucho de elipsis, manejadas ambas con destreza durante el montaje, es lo que hallamos en: “Acodados en la barra / del bar / poseídos de su propia / importancia / ellas juntas / en la mesa de mármol / ríen ríen ríen // la que cierra los ojos / salvar economía / y apariencias blanco / mantel / solo lo hago por los hijos // la noche mide las cosas”. El poema que comienza “En la cafetería de unos grandes almacenes...” es particularmente duro en esta línea, denuncia arraigados comportamientos machistas que la sociedad no ha acabado aún de preterir.
No todo son alfilerazos a procederes censurables, sin embargo. La palabra salva: “Solo lo que hagas y digas / eres, incierto lo que piensas, invisible / lo que sientes dentro de ti. / ¿Qué significa / dentro de ti? nada eres si, como dicen, / no es intersubjetivamente comprobado / (al menos comprobable). Juan de la Cruz no es / más que unos poemas, Emily / Dickinson, Edgar Allan Poe, solo palabras”. Y en otra composición: “No soy más / que mis actos o bien / todo lo que no diga no habrá sido / dicho”. Pero las palabras no bastan a la postre, como deja ver en esta pincelada de carácter gnómico: “Lo que hay de único y que hace de alguien alguien / no puede ser comunicado”.
En páginas de poética ha indagado sobre su modo de escribir, su trabajo de taller, que consiste en suprimir lo innecesario hasta “decir lo menos posible” y, por lo que respecta a la métrica, ausente por lo general en ella, “ahondar en lo rítmico, buscar que se resuelva en lo de verdad respiratorio”. Además, “vigilar contra lo redondo, contra lo agradecido y esperable”, lo cual entraña no pocos escollos, porque es la suya una poesía que podrá recordarse por el efecto que produce, pero muy difícilmente en la literalidad, desasida de una prosodia que ayude a fijar los contenidos y por ello rara vez memorable, para grabar en mármol, por así decir. Ella es consciente de esto: “La poesía, como la filosofía, trabaja a la contra; por ejemplo, contra la cultura, contra el método, contra lo que se sabe hacer; y contra la idea de musicalidad que parece perseguirla, idea que actúa con frecuencia diluyendo la precisión, esa cualidad irrenunciable de lo poético”. Otra pista sobre su creación, esta vez expresada en verso: “y recordó / que en poesía es mejor esconder / el tesoro que encontrarlo”.
ES UNA ATENTA OBSERVADORA de la naturaleza y de sus pequeñas cosas. Insectos o aves entran en sus poemas, como esta mosca en Lo solo del animal (2012): “Una mosca no es un animal / doméstico pero a veces a fines / de diciembre, si la mosca lleva ahí / un mes o más, bien puede ser / un doméstico animal con su ruidito y / talla breve; se vuelve objeto / de observación si no de afecto, porque / ahí está y su estar quieta o atusarse”.
confía en la gracia, que es su más reciente libro, incluye algunas irrupciones autobiográficas (“en el año cincuenta hasta diciembre / no había aún nacido”) que eran raras en su obra anterior, aunque en Del ojo al hueso (2001) ya se dejaba notar el tiempo de tribulación en el que la autora padeció cáncer.
Eduardo Milán ha señalado que su poesía, ajena a toda retórica, está más cercana “a una tradición poética anglosajona —en especial, norteamericana— que a la española”. Es cierto. Su poesía, en definitiva, se puede definir como meditativa e intelectual pero sin el empleo de un lenguaje elevado. Eso la hace parecer en ocasiones más simple que sencilla, y rigurosamente antipoética; si no cacofónica, ajena a las pleitesías del verso musical. Sus seguidores más fervientes defienden esta forma de hacer, justificándola con gran aparato de citas. Acaso no las requiera, pero eso sí, sin pretensiones vanguardistas o de ningún tipo de irracionalismo, la poesía de García Valdés no es fácilmente entendible o disfrutable por la mayoría de lectores. En eso está su grandeza y su limitación también, la que hace que —ataque que recibió Cernuda, siendo tan diferente— parezca la suya poesía traducida, en su caso de una cierta Emily Dickinson vertida y pervertida por alguien que haya olvidado que la americana seguía los populares metros de los himnos, y que recurría a la rima, a veces de manera harto elástica, juguetona, traviesa.
Su modo de escribir consiste en suprimir lo innecesario
hasta decir lo menos posible ... ahondar en lo rítmico, buscar
que se resuelva en lo respiratorio
Volvamos a Milán, quien dijo que la poesía de Olvido García Valdés “es-tá vinculada a un área no de certezas sino de posibilidades”. Éstas se potencian con la ambigüedad de los encabalgamientos que sugieren un sentido y acaban desembocando en otro, en la elisión de no pocos artículos de los que quedan huérfanos los sustantivos, de quiebros, driblas con los que las palabras escapan de esa gangrena del poema: lo previsible (tanto del sentido como del ritmo, eso que Pound llamó despectivamente el “metrónomo”).
La poesía de la española tiene, en suma, la virtud de descolocar y de que su lectura no sea unívoca, declarativa, bonita, eufónica hasta el extremo de adormecer la atención. No necesariamente defecto, pero sí riesgo suyo es el de no prender la atención de los lectores por falta de complicidades con metáforas y la brillante versificación. Carlos Edmundo de Ory advertía en uno de sus aerolitos: “¡Cuidado con el ritmo! Quien oye un tambor lejano no ve el tambor”. Pero no se debe subestimar el hecho de que la visión de un tambor no basta para entender qué sea el tambor, si éste no se percute. ¿Puede prescindir la poesía de la música, o sustituirla por una tan vaga que no se perciba? La respuesta de García Valdés, declarada nominalista, no está en teorizaciones subsidiarias sino en sus propios y enigmáticos poemas.