Edward Hopper visionario de la soledad

El objetivo del arte es “reproducir el mundo que me rodea a través del mundo que está dentro de mí; aprehender, narrar, recrear, moldear y reconstruir todo de forma personal y original”. Éste era un credo de Edward Hopper, el artista neoyorquino que captó la soledad mediante luces y encuadres cuya sólida elocuencia volcaba al exterior el aislamiento intrínseco de sus personajes. A propósitode la retrospectiva que lo celebra en Nueva York, Naief Yehya analiza la singularidad de su trabajo plástico.

El sol en una habitación vacía, óleo sobre tela, 1963. Fuente: edwardhopper.net

Todos sabemos que Nueva York es una ciudad frenética, intensa y en transición permanente. Sin embargo, uno de sus grandes poetas visuales, Edward Hopper, la transformó en una especie de pueblo fantasma, habitado por hombres y mujeres meditabundos y solitarios. Sus visiones han sido determinantes para crear una identidad atmosférica blasée e impasible de la urbe, por lo menos desde la segunda mitad del siglo XX, y por consecuencia son un reflejo del malestar universal de la modernidad.

Es evidente que sus pinturas de calles desérticas tuvieron una poderosa resonancia en los meses más intensos de la pandemia. Era imposible ver la ciudad vacía, los bares desolados y los teatros abandonados sin recordar algunas de sus obras magistrales. De ahí que el Museo Whitney de Arte Estadunidense, que tiene una de las colecciones más vastas de la obra de este artista (más de 3,100 obras y un enorme archivo), ha inaugurado este otoño una gran muestra retrospectiva: El Nueva York de Edward Hopper, que permanecerá hasta el 5 de marzo de 2023.

La curaduría incluye más de doscientas pinturas, grabados, acuarelas y dibujos (gran parte son propiedad del museo, pero también exhibe varias obras importantes de otras colecciones), junto con revistas, correspondencia, boletos de cine, fotografías y cuadernos para mostrar la relación (paradójicamente contradictoria) de este artista con la ciudad en un periodo de modernización y crecimento de la población.

Dos comediantes, óleo sobre tela, 1966.

HOPPER NACIÓ EN NYACK, Nueva York, el 22 de julio de 1882 y murió en Manhattan, en 1967, después de vivir casi sesenta años (desde 1913) en un departamento en el 3 Washington Square North, en Greenwich Village, al lado de su esposa Josephine Jo Nivinson, a quien conoció cuando ambos eran estudiantes de arte en 1905. Edward y Jo trabajaron hasta la muerte en estudios vecinos de ese mismo edificio; tuvieron una relación tan longeva como tensa y tormentosa.

Ella se encargaba de documentar el trabajo de su marido, archivar la obra, llevar diarios, proponerle ideas para desarrollar y como era muy celosa exigía ser su única modelo. Peleaban violentamente y pasaban temporadas ignorándose en silencio. Edward, como buen victoriano de su tiempo, era lacónico, inflexible, despreciaba el trabajo de su esposa y era incapaz de mostrar la menor gratitud.

Él era un lector voraz de literatura, filosofía y poesía en francés e inglés. Pero particularmente era un hombre tímido, taciturno y solitario, como los personajes que pintó. Su mayor diversión eran el teatro y el cine, coleccionaba sus boletos con anotaciones de las sesiones a las que asistía. Los teatros y cines ocupan un lugar importante en su obra. Su pintura final, Dos comediantes (Two Comedians) muestra a dos personajes vestidos como arlequines en blanco (Jo y Edward, probablemente), agradeciendo y despidiéndose del público desde el escenario.

Hopper estudió con Robert Henri, a quien consideró su maestro más importante y quien le enseñó a dominar el lenguaje expresivo de las poses y los gestos, como apunta el crítico británico Peter Fuller en su espléndido ensayo “Edward Hopper: El asunto de la soledad”, en 1981.1 Vivió temporadas en París. Tenía un profundo conocimiento de la historia y tradición del arte modernista europeo, sin embargo se fue alejando de él. Sentía desprecio por Cézanne y poco interés por los sucesivos ismos del siglo XX. Desarrolló un estilo impresionista pero aparentemente, al intentar disolver el mundo físico en el puntillismo de los destellos y efectos de la luz, descubrió que en realidad le interesaba explorar “no sólo el cuerpo (y el mundo) como objetos de percepción, sino también elementos extraídos de los propios procesos de percepción”, apunta Fuller.

Girly Show, óleo sobre lienzo, detalle, 1941.

En su último regreso de Francia, Hopper era cuarentón y se encontró con la dificultad de ganarse la vida como pintor. Considerando que sería más fácil vender grabados que pinturas, realizó una serie extraordinaria de aguafuertes que anticipan algunos temas, el manejo de la luz y su visión de la pintura. Pero se vio obligado a trabajar haciendo ilustraciones para revistas y anuncios. Nunca le gustó hacerlo y se negó a cederle más de tres días de la semana a esa labor alimenticia. En 1923, su entonces amiga Josephine, quien tenía ya algún reconocimiento y contactos, lo recomendó para ser incluido en una muestra colectiva del Museo Brooklyn, a la que ella había sido invitada. Esa exposición fue el trampolín para su éxito como pintor. Jo y Edward se casaron al año siguiente. Desde entonces él comenzó a ser reconocido, a exponer regularmente y a tener numerosos coleccionistas. El Museo de Arte Moderno de Nueva York le ofreció su primera retrospectiva en 1933.

A PARTIR DE LOS AÑOS VEINTE, Hopper encontró la manera de crear imágenes extraordinarias, cargadas de un poder narrativo que se debía a la relación de los personajes con los espacios físicos y la iluminación. La solidez de los espacios y la fluidez de la luz llegan a su punto climático con El sol en una habitación vacía (Sun in an Empty Room), de 1963, que parece ser la cúspide de esa búsqueda: una habitación únicamente poblada por los rayos del sol que entran por una ventana. La luz revela el interior en una íntima danza de sombras y claridad en los muros y el piso. Hopper optó por pintar la vida moderna tratando de evadir las convenciones del arte moderno.

inicialmente Hopper fue percibido como un realista neutral. Pero no hay nada neutral en su arte, cada cosa que integraba a sus pinturas estaba cargada de significados. Se mantuvo distante de grupos, aunque se definía como realista

Así, inicialmente fue percibido como un realista neutral. Pero no hay nada neutral en su arte, cada cosa que integraba a sus pinturas estaba cargada de significados. Se mantuvo expresamente distante de grupos y de corrientes, aunque se definía como realista y llegó a militar por esa causa. De acuerdo con Gail Levin, una de las más importantes investigadoras de la vida y obra de Hopper y Josephine Nivinson,2 el pintor se unió a principios de la década de los cincuenta a la junta editorial de la publicación Reality, que según Jo tenía por objetivo: “Preservar la existencia del realismo en el arte en contra de la usurpación masiva de la abstracción por el MoMA, Whitney, y extendiéndose a través de ellos a la mayoría de las universidades, para aquellos que no podían evitar suscribirse al dernier cri de Europa”.

En una declaración de principios para esa publicación, Hopper escribió en 1953: “El gran arte es la expresión exterior de una vida interior en el artista, y esta vida interior dará como resultado su visión personal del mundo”.

Tiempo de verano, óleo sobre tela, 1943.

Llama la atención que en sus pinturas están ausentes la mayoría de las decoraciones, artefactos, novedades y productos que comenzaban a invadir el hogar en las primeras décadas del siglo XX. Se insinúan los lugares que ocupan esos enseres en los interiores domésticos, pero al no incluirlos enfatiza su poder en la imaginación.

AUNQUE ALGUNA VEZ Hopper admitió que en el fondo era un impresionista, negaba que hubiera algo más en su pintura y se presentaba casi como un minimalista. Pero es claro que si fue un realista, también creó situaciones con tintes surrealistas y simbolistas, e incluso mostró atisbos de romanticismo. Siempre fue dueño de un estilo propio, simple, austero, despojado de decorados, frío y remoto; no obstante, eso no fue un obstáculo para construir imágenes fantásticas a partir de lo trivial, para hacer de lo cotidiano algo misterioso, extraordinario, siniestro e intimidante. De esa manera se convirtió en el poeta de la banalidad, como lo describió Peter Campbell.3

Si bien hay un hermetismo estoico en sus pinturas, también ofrece pistas para acceder a su interioridad, las que podemos intuir en gestos sencillos, posiciones y miradas de sus personajes al exterior del cuadro, las cuales están fuera de nuestro alcance y a la vez son cercanas a la experiencia universal del habitante de la urbe. Sus sujetos siempre son vistos clandestinamente, de ahí el inevitable voyerismo. No están conscientes de ser observados, de ser vulnerables en su abandono, de ahí que nos reconocemos en ellos aunque sean distantes, remotos e impenetrables. Son individuos que desconocemos del todo y a la vez son profundamente familiares. Sin embargo, no pertenecen a nuestro mundo ni nosotros al suyo.

El pintor retrata los tiempos muertos, las miradas en el vacío, las esperas. Se trata de instantes perdidos, al mismo tiempo eternos y precariamente transitorios, en que los personajes existen en un tenue equilibrio con el espacio. Los protagonistas de sus pinturas aparecen en su mayoría como clasemedieros, con la excepción de unos pocos marginales como la desnudista de su Girly Show, de 1941. Destacan las parejas infelices, que no muestran ningún afecto ni tienen interacción alguna, incluso en piezas que parecen implicar escenas postcoito: sin contacto, ambos desconectados de su entorno —resulta difícil no pensar que son reflejos de la relación de Edward y Jo. Es una obra en general despojada de erotismo, incluso cuando presenta desnudos; quizá la excepción sea la mujer con el vestido transparente en Tiempo de verano (Summertime), de 1943, uno de los momentos en que su pintura sugiere el deseo.

Habitación en Nueva York, óleo sobre tela, detalle, 1932.

LA CIUDAD DE HOPPER está hecha de calles solitarias, a veces brillantemente iluminadas, otras veces más bien oscuras, siempre habitadas por seres solitarios, aislados, contemplativos, perdidos en sí mismos aun cuando están acompañados. El asunto de la soledad, como comenzó a conocerse el estilo de Hopper, se convirtió en su gran tema. Sin embargo, él pensaba que los críticos exageraban y le daban demasiada importancia. Peter Fuller escribió que sus pinturas estaban “tan preocupadas por una cierta ‘estructura del sentimiento’ como por la topografía. Pero esa ‘estructura de sentimiento’ es ‘el asunto de la soledad’”. Es imposible no ver sus bares, cafés, cines, teatros y habitaciones como espacios de introspección. Dominios donde luces y sombras se apropian de las características espaciales y al reinventarlas cuentan una historia de arquitectura, desolación y melancolía. Sus imágenes son instantáneas que funcionan como paisajes existenciales y radiografías de la tristeza.

La suya es una ciudad de ventanas —sin cortinas ni persianas— que invitan a espiar la intimidad y permiten a los habitantes enajenados de esos espacios ver al exterior. Sin embargo, hay pocas puertas y las que vemos no están abiertas. Sus paisajes combinan la sobriedad y el ascetismo de ciertas visiones religiosas y místicas con la eficiencia de las imágenes de la ilustración y la publicidad; una combinación que recuerda las extrañas plazas de Giorgio de Chirico y anticipa el fotorrealismo de Robert Bechtle. Otras influencias incluyen desde Toulouse-Lautrec, Watteau y Degas hasta Gustave Caillebotte, un realista cercano a los impresionistas que trabajaba con escenas urbanas parisinas cargadas de nostalgia.

La ciudad de Hopper está hecha de calles solitarias, a veces brillantemente iluminadas, otras veces oscuras, siempre habitadas por seres solitarios, contemplativos, perdidos en sí mismos, aun cuando están acompañados

En su profunda modestia, los bares, las cafeterías, farmacias, habitaciones de hotel, oficinas y gasolineras adquieren una proporción cósmica, como si se tratara de templos o altares agnósticos, lugares para abandonarse a la angustia silenciosa y pasiva. Ventanas nocturnas (Night Windows), de 1928, por ejemplo, expresa la imposibilidad de alcanzar al otro, la percepción del vecino como alguien remoto. Hopper fue un gran admirador de la ciudad, estaba fascinado por su geometría, sus ritmos y sus ambientes; no obstante, lo más singular en su visión de Nueva York es que la muestra básicamente horizontal. En sus cuadros no aparece el vértigo vertical de los rascacielos que le tocó ver multiplicarse.

Lobby de hotel, óleo sobre tela, 1943.

Él era un conservador que se oponía a los programas del New Deal de los años treinta, que entendía como “concesiones a la mediocridad”. Votó en contra de Franklin D. Roosevelt. Detestaba los cambios en una ciudad que siempre está cambiando. En particular trató de impedir que el Village de Manhattan fuera transformado por el desarrollo de cualquier manera. El sueño americano y los delirios de progreso urbano resultan ingenuos y distantes de la realidad interior humana. Le interesaba exhibir el costo emocional de la vida moderna, reflejado en habitaciones semivacías, comidas y tragos solitarios. De acuerdo con su amigo, el pintor y crítico francés Guy Pène du Bois, “hizo del puritano en él un purista y convirtió los rigores morales en precisiones estilísticas”.

A través de la aparente simpleza alcanza una delicada complejidad en términos de composición y atmósfera. John Updike escribió que “en sus pinturas parece estar al borde de contar una historia: en Habitación en Nueva York (Room in New York, 1932), Lobby de hotel (Hotel Lobby, 1943) o Noche de verano (Summer Evening, 1947), el telón se levanta en un cuadro intrigante”.4 Podríamos incluso pensar que, como también señala Updike, sus escenas son en verdad escenografías “que nos hacen conscientes de nuestra calidad de espectadores y despiertan nuestra curiosidad sobre las acciones pasadas y futuras”.

EN BUENA MEDIDA, Hopper trabajaba sus cuadros como si fueran encuadres, para lo que empleaba lo que hoy parecerían storyboards. Las escenas que retrata parecen espontáneas pero son el resultado de un largo proceso, de estudios y observaciones, de numerosos dibujos preparatorios, esbozos y collages, de recreaciones y falsificaciones, todo ello documentado escrupulosamente por Jo. Pero si bien hacía un estudio minucioso de las formas y los elementos que incluía en sus pinturas, también se oponía a dar demasiados detalles, limitándose siempre a lo indispensable. Este trabajo metódico, exhaustivo, llegaba a paralizarlo —a veces Jo misma comenzaba los cuadros para motivarlo— y es una de las razones por las que producía poco, a veces dos o tres cuadros por año.

Dos de sus obras más conocidas y emblemáticas parecen resumir el estilo de Hopper: Automat (1927) y Noctámbulos (Nighthawks, 1942). En el primero, una mujer solitaria come en un restaurante, con su sombrero, un guante y su abrigo puesto, como si tuviera prisa y no le interesara la comida ni disfrutar sus alimentos. En la segunda, una pareja y un hombre beben café en una cafetería, nadie parece hablar o sonreír. En ambos, las ventanas son la frontera con la negrura impenetrable de la noche; el local es una burbuja de luz artificial, impersonal e higiénica en medio de la nada.

Noctámbulos, óleo sobre tela, 1942.

Son reflexiones sobre la promesa y también la fragilidad del individualismo. En palabras del poeta Mark Strand, en su texto póstumo “Sobre Edward Hopper”:

Cuando la gasolinera aparece en el lienzo en su forma final, ha dejado de ser sólo una gasolinera. Se ha hopperizado. Posee algo que nunca tuvo antes de que Hopper la viera como un posible tema para su pintura... ¿Y cómo caracterizar ese mundo, reconocible al instante, pero obstinadamente extraño, una mezcla de lo ordinario y lo siniestro?5

La relación de la obra de Hopper con el cine es estrecha y se mueve en ambas direcciones. Siempre fue un cinéfilo y desde sus inicios sintió la influencia de los ambientes de películas como Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), del cine expresionista alemán y del film noir. A su vez, Alfred Hitchcock se inspiró en su composición Casa cerca de las vías (House by the Railroad, 1925) para la casa de los Bates en Psicosis (Psycho, 1960) y en la escena de Ventanas nocturnas (Night Windows, 1928) para La ventana indiscreta (Rear Window, 1954).

Las ventanas son la frontera con la negrura
impenetrable de la noche; el local es una burbuja de luz artificial, impersonal e higiénica en medio de la nada...
Son reflexiones sobre la promesa y también la fragilidad del individualismo

También sus imágenes han significado una poderosa influencia para el cine mundial y en particular estadunidense. Noctámbulos se inspiró en un cuento de Hemingway y a su vez influenció la adaptación cinematográfica del relato Los asesinos (The Killers, Robert Siodmark, 1946). Además, ese cuadro fue recreado en Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, Herbert Ross, 1981), El fin de la violencia (The End of Violence, Wim Wenders, 1997) e incluso en un episodio de Los Simpson, entre muchos otros productos culturales.

Automat, óleo sobre tela, detalle, 1927.

LA MUESTRA DEL MUSEO WHITNEY es una oportunidad para enfocarse en la obra urbana de Hopper, en las peculiaridades con que concibe los espacios, la velocidad de la mirada que dirige a los interiores (que a menudo, se intuye, viene desde el tren elevado), así como las narrativas inquietantes y misteriosas que insinúan.

Pero lo más importante es reconocer el poder de permanencia de sus atmósferas de hastío y desilusión que han marcado el humor singular del desasosiego de las grandes ciudades y en particular de Nueva York en los siglos XX y XXI.

Notas

1 http://www.laurencefuller.art/blog/2017/1/2/edward-hopper-the-loneliness-thing

2 https://www.lrb.co.uk/the-paper/v26/n12/gail-levin/mr-and-mrs-hopper

3 https://www.lrb.co.uk/the-paper/v03/n02/peter-campbell/the-loneliness-thing

4 https://www.nybooks.com/articles/1995/08/10/hoppers-polluted-silence/

5 https://www.nybooks.com/articles/2015/06/25/edward-hopper/