Bardo, de Alejandro González Iñárritu

Filo luminoso

Bardo Fuente: imdb.com

Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), periodista transformado en documentalista / docuficcionista / activista / artista deja México para emigrar a Los Ángeles, donde encuentra el éxito y reconocimiento del público, la crítica y los colegas. Sin embargo, el triunfo no remedia su inseguridad ni resuelve sus cuestionamientos en torno al compromiso con su identidad y familia. Siente que ha traicionado a la patria al huir durante uno de los periodos más brutales de violencia y caos de nuestra historia (el maldito siglo XXI). También sabe que ha sido un padre ausente y negligente. “El éxito ha sido mi mayor fracaso”, le confiesa a su padre, muerto en un baño público.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, séptimo largometraje del multioscareado Alejandro González Iñárritu, es un parteaguas (su primera cinta netamente introspectiva) y un regreso (primer filme que hace en México desde Amores perros, 2000, con la breve excepción del episodio fronterizo de Babel, 2006). La cinta tiene ecos de 8 ½ (Fellini, 1963), matices que recuerdan a Emil Kusturica y destellos de Theo Angelopoulos para hablar de la fama que le pesa a Silverio y de las acusaciones de egolatría, hipocresía y arrogancia que lo van mermando. Arrastra dudas y congoja en su regreso semiexitoso a México, donde confronta a sus más severos críticos: sus amigos y familiares, quienes atesoran la cercanía de un triunfador y a la vez desprecian sus logros (por razones legítimas y mera envidia), para descalificarlo como un entreguista, farsante y lambiscón de los gringos.

LA CINTA AVANZA en una espiral de viñetas fársicas, beligerantes, fantásticas, angustiosas, ridículas y delirantes por las que la trama pasa y regresa, ofreciendo distintas perspectivas en un recorrido estridente y elíptico, confesional e incómodo, alucinante y confuso, que poco a poco va mostrando que la travesía onírica de casi tres horas tiene un origen y un destino.

El relato comienza con un parto que no lo es: Mateo, el tercer hijo de Silverio y Lucía (Griselda Siciliani), rechaza nacer porque el mundo es una mierda. El médico lo regresa al útero de la madre y despacha a la pareja. El humor negro y el absurdo de la secuencia imprime un tono de tragicomedia que entrelaza la ficción con la historia personal del director y la obra documental del personaje. El recorrido de la capital (con las calles del Centro cubiertas de muertos y desaparecidos) está enmarcado por mitos, ya sea de patriotismo reflejado en la histriónica defensa suicida de los Niños Héroes del Castillo de Chapultepec; de sacrificio, en forma de ríos de humanidad que escapan del país en busca de paz y oportunidades en Estados Unidos (aun a riesgo de desaparecer en la oscuridad), y de proverbiales derrotas, con Hernán Cortés en una pirámide de cadáveres.

Al mismo tiempo, Bardo es una colección de prejuicios que hemos acumulado en el último medio siglo (la nobleza de la herencia indígena, la corrupción del legado español), junto con clichés (la recuperación por la burguesía de los espacios de barrio bajo, como el Salón California), frustraciones (que un oficial fronterizo estadunidense que “se ve más mexicano que tú” te desprecie) y angustias irremediables (el tsunami de feminicidios).

Sin embargo, el México que retrata Iñárritu es uno en que un cineasta mexicano megaestrella comercial y críticamente, en Hollywood y el resto del mundo, no es una fantasía sino una realidad. El país sigue quebrado, como lo ha estado siempre, pero por lo menos algunos cineastas se cotizan en dólares.

Silverio es el alter ego del director, su heterónimo, y el visitante del acuario del Jardin des Plantes parisino —del cuento “Axolotl” (1956), de Julio Cortázar—, quien a fuerza de observar a través del vidrio a la salamandra termina intercambiando lugares con ella. Iñárritu hace una obvia referencia al ajolote usado como alegoría por Roger Bartra en La jaula de la melancolía (1987) para reflexionar en torno a la cultura, identidad y metamorfosis del mexicano.

Pero también Silverio termina mirando al mundo atrapado en su mente-pecera, incapaz de regresar.

Se trata de una obra de autoflagelación gozosa y autodesprecio cínico que busca desarticular cuestionamientos ajenos

EJERCICIO NARCISISTA Y AUTODISECCIÓN, Bardo es a la vez un mea culpa y una provocación. Ofrece una reflexión del lugar que ocupa el cineasta dentro de su burbuja de privilegio y es un ajuste de cuentas con sus críticos. De ahí que pone en boca de sus amigos, enemigos, rivales y antagonistas las evidentes descalificaciones y ataques que ha recibido por su obra y que anticipaba serían brutales después de esta película.

No es raro que una cinta tan personal, conciliadora y controvertida, sea recibida aún con más resentimiento y odio, provoque reacciones intensas (especialmente de esa misma prensa que ha inflado sin medida la carrera de González Iñárritu).

Cuando su amigo y excolega periodista, Luis (Edison Ruiz) conductor de Supongamos, un programa televisivo de escándalo (que refleja el deterioro y la vulgaridad de los medios contemporáneos de comunicación), lo acusa de ser un hipócrita, pretencioso, explotador de la desgracia humana, el director se está aplicando un antídoto. Pero cuando las críticas provienen de su hijo Lorenzo (Íker Sánchez Solano), quien se rehúsa a hablar en español, o de su hija Camila (Ximena Lamadrid, quien llora por la vida que nunca tuvo al lado de su familia extendida), el efecto es el opuesto.

Se trata de una obra de autoflagelación gozosa y autodesprecio cínico que busca desarticular los cuestionamientos ajenos al imponer su narrativa. A lo largo del filme Silverio habla a menudo sin abrir la boca y silencia a la gente cuando ya no quiere escucharlos más, lo que puede interpretarse como una especie de complejo divino, en que el autor cede la palabra y la retira a voluntad mientras se comunica telepáticamente, imponiendo el curso de la trama. Para ser una obra íntima es necesario señalar la contradicción deliberada que es el uso de la película de 65 mm y el recurso del gran angular, que en manos de Darius Khondji (en reemplazo de Emmanuel Lubezki) vuelven monumentales, abrumadoras y épicas algunas secuencias.

Eventualmente entendemos que el absurdo, la calidad onírica de las tramas fragmentadas y la fluidez de las transformaciones que se van hilando de manera caprichosa responden a un cataclismo mental que borrará poco a poco las memorias y vivencias de Silverio. El protagonista sufre un derrame cerebral mientras viaja, quizá por primera vez, en el metro de Los Ángeles y su cuerpo paralizado recorre la línea completa sin que nadie haga nada por él. Mientras, tres ajolotes que llevaba a casa mueren de asfixia en el piso del vagón.

El recorrido que hace Iñárritu / Silverio del bardo, esa región liminal en el budismo entre la muerte y la reencarnación, pasa por el humor tajante, la falsa modestia, la opulencia técnica, el exceso ocioso y el tremendismo redundante, en una especie de carnaval grotesco y fascinante. Lo que queda claro es que la pasión e intensidad que imprime Iñárritu a este atrevimiento y desafío lo hace un filme perturbador, ególatra e insólito, tan difícil de apreciar como de descalificar.