El retrato de la brutalidad social es un tema no sólo difícil de plantear a través de la creación artística: también representa para el espectador un reto y un acto de valor. Algunos huyen de las manifestaciones que narran la tragedia de nuestra sociedad, porque señalan que es suficiente vivir el día a día entre violencia, sangre e injusticias, para encima por propia voluntad consumir historias que profundicen en estos padecimientos, en una especie de recorrido. Sin embargo, la estética de lo infausto en el arte ha permitido durante siglos explicarnos e intentar ir a los orígenes sociales de las pulsiones individuales y colectivas.
En este tenor, lo que hace la directora colombiana Laura Mora con su filme más reciente, Los reyes del mundo (ganador en el Festival de San Sebastián y candidato de Colombia al Oscar como película extranjera), es dirigir la mirada a un país desolado, como podrían ser muchos de Latinoamérica. Lejos de ver reconstruido su tejido social, la sociedad retratada supura viejas heridas que arrastra hasta el presente. La sola intención de la realizadora es narrar una historia que no pretende reivindicaciones ni héroes, porque si la buena literatura carece de maniqueísmos, aquí el espectador quedará sorprendido de lo que ciertas situaciones son capaces de provocar en los protagonistas.
SERE, WINNY, CULEBRO y Nano son cuatro jóvenes de Medellín que acompañarán a Rá a reclamar la tierra de su abuela, misma que le fue arrebatada por paramilitares. Mora hace el retrato microhistórico de una Colombia postacuerdos de paz, que en lo general parece haber resuelto uno de los problemas más graves que ha padecido el país, pero que de fondo dejó muchos vacíos que parece que a nadie le importa llenar. Como ejemplo están las 189 mil 103 familias que hasta el 2021 regresaron a sus hogares, tras ser desplazadas. Existen casos como el de Rá, que al no pertenecer a ese porcentaje de éxito, poco se visibiliza. Tal vez una de las razones por las que valga la pena contar este tipo de casos es justo para rescatar del olvido lo doloroso y necesario.
El gobierno le proporciona a Rá la esperanza de por primera vez poseer algo, que él piensa compartir con sus amigos —ellos son lo único que tiene—, como si se tratara de una isla en el horizonte, tras un naufragio. Los chicos llevan una vida de carencia, desdén y sufrimiento, a la cual se han acostumbrado porque no conocen otra; es un abismo en el que no pueden caer más hondo. Todo eso contribuye al impulso que los mueve para emprender un viaje incierto por territorios inhóspitos, donde enfrentarán varios obstáculos.
Mora cuenta esta trama desde dos estéticas. La primera es la del Medellín que recuerda a Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios; se trata de una ciudad que se alimenta del caos y la supervivencia, oscura y fatídica; la segunda es la Colombia rural, cuyos bellos paisajes podrían ser envidiables, de no ser porque han sido colonizados por trampas y peligros. También hay que mencionar que los jóvenes encuentran lugares y personas que fungen como asilo, auxilio, sosiego: por ejemplo, la escena del prostíbulo en el que bailan, son recibidos y alimentados, así como la del bar en donde beben hasta perder la razón mientras se mueven al ritmo de “Tren al sur”, del grupo musical Los Prisioneros. Ninguna historia está exenta de esos claroscuros: vida vs. muerte, gloria vs. derrota. El filme hace buen uso de recursos tanto visuales como fotográficos que juegan con la poética de la contemplación incluso en escenas violentas, elementos surrealistas y abstractos que, sumados a la narrativa principal, aunque sin paralelismos, ayudan a plantear una interpretación más a fondo de lo contado.
Laura Mora hace el retrato de una Colombia postacuerdos de paz... que dejó vacíos que a nadie importa llenar
COMO EN OTROS CASOS (y éste es un fenómeno en auge en el cine moderno), la directora utiliza actores no profesionales que proveen de mayor realismo a la obra. Sin embargo, por momentos es notable la ausencia de diálogos donde parecieran requerirse como recurso cinematográfico: se apela a sostener la tensión simplemente con la cámara o el lenguaje corporal. En contrapeso, aunque breves, hay líneas estupendas, como el fragmento en el que Rá, con la selva colombiana de fondo, explica a un viejo hombre el lazo que lo une con sus amigos:
—¿Vos cargás con esos muchachos como si fueran hijos tuyos?.
—Sí, obvio, ellos son mi familia... No tienen a nadie. Yo tampoco. Estamos solos todos. Sólo entre nosotros nos acompañamos y yo sólo los quiero llevar a una parte donde estemos bien, que no nos haga falta nada y no recibamos maltrato ni humillaciones ni desprecio de nadie. Que cada quien haga lo que quiera. Y luchar por lo de nosotros. Eso es lo único que quiero yo.
En otro momento, episodio onírico, presenciamos una sutil pero poderosa escena que comienza con un fondo negro que perma-nece unos segundos y en el que el peso radica en la palabra: “¿El otro día tuve un sueño?”. “¿Qué soñó?”. “Que todos los hombres se quedaban dormidos. Menos nosotros”.
LOS REYES DEL MUNDO es un retrato casi antropológico, bien logrado por su directora. No brinda un enfoque optimista pero sí uno de fe, porque concibe el optimismo como “un pedido más superficial, inmediato”. Y es cierto, la película es pesimista porque las circunstancias que la rodean están plagadas de rapiña humana. No obstante, la confianza de los personajes es lo que mantiene de pie a una sociedad que sueña y lucha.