Pinche realidad, es un capítulo de Betty, la fea. Un minuto estás en el backstage del Vive Latino y tres doritos después vas trepado en el camión de la basura por Tlalpan.
La adrenalina no podía estar más a tope. Acabábamos de ver a los Black Crowes y mi compa el Chato y yo salimos orgasmeados del Foro Sol. Lo único que queríamos era desbalagar por las calles como Patricia Arquette en el video de “Like a Rolling Stone”. Y vaya si lo conseguimos.
Era temprano. Todavía alcanzamos a fixearnos una chela banquetera en la tiendita que está frente a la puerta 5, antes de treparnos al metro.
Todo ocurre en un nanopestañeo. Estábamos tan borrachos que no nos percatamos de que en el vagón venían tres maleantes venadeándonos. Era domingo y la línea estaba casi vacía. Cuando transbordamos en Chabacano nos la armaron de pedo. Estos cabrones quieren tumbarnos, le dije al Chato, y nos regresamos a los torniquetes. Nos superaban en número. Y el poli se hizo pero que si bien pendejo. Esperamos diez minutos y desaparecieron. Otra de la que me salvo, suspiré.
De lo que no me libré fue de Portales. A pesar de los chakas, la euforia seguía a tope, bendito Chris Robinson, y era necesario bajarla con unos buenos buches. Nos metimos a la cantina y nos pusimos a caguamear. A los primeros tragos se me olvidó el conato de asalto. Nada podía empuercar la puta felicidad que me habían provocado los Cuervos Prietos. Me valía madre que chance y estuvieran merodeando todavía por el rumbo. Por si las dudas, decidimos quedarnos un ratote en la cantina. Hasta que se aburrieran y se largaran a chingar su máuser. En algún momento bajaron la cortina y nos quedamos chupando dentro bien tranquilos.
Agradezco al nivel de peda que nos despertó
al ver el camión de la basura aproximarse
DOS HORAS MÁS TARDE, cuando consideramos que era seguro —lo irónico: cuando más pedos estábamos—, salimos a Tlalpan con un chingo de ganas de tacos. Y ya sabemos cómo es esta onda. Cuando más te apremia irte de un lugar, la pinche aplicación de Uber empieza a fallar. No me dejaba pedir el viaje. No me chingues, pensé, donde aparezcan estos cabrones nos van a abaratar bien ojete. Quisimos parar un taxi regular pero los cabrones no se detenían. Cómo nos veríamos para que los choferes creyeran que los podríamos asaltar. Y ni cómo charolear: decirles que aguantaran vara, que no soy esa clase de sujeto, que apenas unas horas antes estuve en el backstage del Vive Latino con todos los ídolos de sus hijos. Agradezco al nivel de peda el sentido arácnido que nos despertó al ver el camión de la basura aproximarse. Pregúntale si te da un raite a los taquitos de guisado del metro Portales, me dijo el Chato. Ya saben ustedes cómo es esta otra onda. Antes de depender de la tecnología uno tenía que rascarse con sus propias uñas. Y eso fue lo que hicimos. Recurrimos a la mugre pa que nos rescatara.
Súbanse, nos dijo el conductor y nos montamos. Era uno de esos que traen una caja enorme a cielo abierto. Estaba tan fumigado que me fui de hocico contra unos pinches cartones. Pero bueno, no pueden decir que uno no se pueda conseguir un carruaje a la altura de las circunstancias. Nunca me había trepado en un camión de la basura, pero la experiencia es la misma que treparse a un velero. Nos mecíamos en un movimiento ondulatorio, por la marea, pero no de agua, de desperdicios.
El viento me despeinaba y yo me sentía como si fuera encima de un convertible por Tlalpan de noche. ¿Así o más romántico? El camión se detenía cada tantos metros a recoger basura. No exagero si confieso que me hubiera podido pasear toda la noche en aquel armatoste. Ya no quería bajarme. Nos detuvimos porque tenían que cargar gasolina y en lo único que podía pensar era en que si mi hija de dieciséis me viera no me permitiría volver a llevarla nunca a la escuela.
Después de un rato llegamos al metro Portales. Yo traía un par de plátanos que había levantado en el catering de prensa del Vive Latino y se los di a los señores recolectores en agradecimiento. Casi me parto mi madre al hacer una salida de bandera para bajarme del camión. El Chato y yo cenamos y nunca nos acordamos de lavarnos las manos. Ni pedo, me dije, después de andarle haciendo al Hank Moody uno no puede estar de delicado. La suerte estaba tan a mi favor esa noche que no me enfermé del estómago.
Posdata: los tacos de guisado del metro Portales se merecen una estrella Michelin.