Si bien hubo momentos apoteósicos en el festival Movement, como la noche del domingo cuando contemplamos, puestos de mota y cocaína, los rasca-cielos de Chevrolet y General Motors que se erigían desde el centro Hart Plaza —monumentos retrofuturistas al motor de la ciudad que se resiste a la extinción—, o al ver a Underworld dedicarle “Born Slippy” a Iggy Pop como la última canción en la noche del último día del festival, sin duda lo mejor del Movement fue ver a Carl Craig en el escenario del Stargate.
Productor y DJ oriundo de Detroit, la fama de Craig (1969) se debe a sus garbosos remixes que dotan a las canciones originales de un nuevo temperamento, sutilmente frenético y glacial, que prioriza la secuencia de ritmos bailables por encima de las voces. Pero también se debe a difundir el legado de Detroit en sus famosas compilaciones de los años noventa, que fueron indispensables en los raves de la última década del milenio. La revista especializada en cultura dance Mixmag coloca a Craig como el más importante productor de la segunda generación de hacedores de techno en Detroit.
Junto con su set, inició la secuencia de visuales detrás de las consolas y en las pantallas que resguardaban la pista como un túnel sonoro. Empezaron a proyectar fotografías de habitantes —únicamente negros— en las calles
de Detroit; saxofonistas, barrenderos, mendigos con zapatos extravagantes y sacos de terciopelo, maestros frente a pizarrones y, por supuesto, productores y DJs. Un tributo visual a todos los que no tuvieron posibilidades de unirse al éxodo blanco, y debieron arreglárselas en una ciudad que pasó del esplendor económico a la distopía acelerada, mucho antes de que esta palabra se convirtiera en una moda. Las imágenes eran interrumpidas por flashazos de palabras que de leerse juntas formaban la frase: Can you imagine black techno whitout Detroit?
Recordé una frase de Juan Atkins: “Es curioso que Detroit sea ahora una de las ciudades más deprimidas de Estados Unidos y que, en cambio, siga siendo la ciudad natal de los negros más influyentes”.
MOVEMENT ES EL NOMBRE del festival que empezó en 2006 sobre la explanada de la Philip A. Hart Plaza para celebrar la cultura del DJ en la ciudad que inventó el techno, uno de los géneros que —junto al house, de Chicago y el garage, de Nueva York— diseñaron los planos arquitectónicos en que se basa todo el dance electrónico de hoy, en Detroit.
Para su edición diecisiete, Movement contaba con seis escenarios: dos frente a la ribera de asfalto de la Jefferson Avenue, dos más al borde del Río Detroit con vista al puerto de Windsor, Canadá. El principal, también llamado Movement, ocupa el proscenio de cemento brutalista del foro hundido, y el último, ubicado en el estacionamiento de la plaza, se dedica al talento emergente y local que más recuerda la tradición del rave ilegal.
Antes del primer día del Movement, mientras golpeábamos las calles del downtown, fuimos a mitigar la cruda al Paramita Sound. Es un bar que descubrimos a unos cuantos pasos del estadio de beisbol, casa de los Tigres de Detroit. Una tienda de discos que también sirve tragos. Conocimos a Joe, el bartender, un bato de dientes saltones y sexy bigote, quien nos dijo que sólo venden acetatos relacionados con la escena de Detroit, ya sea viejos o absolutamente nuevos.
Le eché un telefonazo a Jon Mosher, productor y titular del programa Modern Music de la WDET, en el 101.9 del FM de Detroit, que pasa los sábados de 4 a 6 pm, para que me explique el por qué de la creatividad musical aquí:
—Lo que sucede con Detroit —responde— es que siempre nos hemos encontrado a la vanguardia, quizá con una mayor variedad de géneros musicales que, por citar un ejemplo, Manchester o una ciudad más joven, como Seattle. Nuestra historia musical se remonta a las escenas de gospel y blues de la década de 1920. Para 1940 y 1950 y en el área de Paradise Valley (hoy desaparecida) se fue gestando una escena de blues y jazz donde artistas como Duke Ellington, Ella Fitzgerald y Billie Holiday actuaban regularmente, influyendo en otros músicos pioneros de Detroit, como Elvin y Thad Jones, Tommy Flanagan, Donald Byrd. Fue aquí también donde existieron los registros de Fortune grabando artistas como John Lee Hooker, Nolan Strong y Nathaniel Meyer. Tenemos nuestra propia historia de rock and roll y R&B con Gino Washington, Hank Ballard y Bill Haley. Detroit fue el hogar de Westbound Records y Parliament / Funkadelic, de George Clinton; el hogar de la revista Creem y el Grande Ballroom; de MC5, Iggy and the Stooges y Alice Cooper, y esa tradición sigue vigente al día de hoy —dice Mosher.
De vuelta al festival, luego de comprar cervezas nos topamos con un puesto en donde por un dólar te ofrecían una prueba rápida capaz de verificar si tu droga estaba o no alterada con fentanilo.
MIENTRAS NOS DIRIGÍAMOS al escenario Stargate para ver el set de Moodyman Jim, mi no-vio, me contó que Detroit fue quizás la ciudad con mejor proyección de capital a principios del siglo XX. Ubicada al sudeste de Michigan, es, literalmente, una planicie de 368 kilómetros cuadrados. Para darse una idea, en su territorio cabrían perfectamente todo Manhattan y San Francisco, y aun así sobraría es-pacio. Jim creció entre sus calles, que generan puntos de fuga que parecen difuminarse hasta el infinito, justo cuando el esplendor económico caía en desgracia.
La producción de automóviles en masa fue el milagro económico que estalló cuando empresas como Ford, General Motors y Chrysler llevaron sus fábricas a Detroit. Cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin, el futuro encajaba perfecto en la publicidad lounge del sueño americano.
La derrama económica sobraba para construir flamantes edificios como el Teatro Fisher, con su lobby de imponentes bóvedas de cañón peraltadas con diseños grecorromanos y lámparas doradas en art déco. O el edificio The Guardian, con flamantes detalles tribales. El orgullo que la ciudad tenía por su industria automotriz impulsó a Detroit a adoptar el nombre de Motor City, que evolucionó a Motor Town y que inspiró Motown, el seminal sello discográfico que definió el purismo salvaje del soul y el funk en las primeras grabaciones de artistas como Aretha Franklin o las Supremes, con Diana Ross en su alienación.
Pero la demanda de más automóviles obligó a las grandes compañías a buscar territorios donde la mano de obra fuera barata, y los disturbios raciales del Hotel Algiers de 1967 terminaron con la promesa de lujo obrero. Detroit nunca volvió a ser la misma. Los blancos emigraron a suburbios que consideraban seguros y la comunidad negra tuvo que arreglárselas con el naufragio industrial.
A partir de la década de los setenta, Detroit fue considerada la ciudad más peligrosa de Estados Unidos: era la capital del desempleo; las fábricas, escuelas y casas estaban abandonadas, con los techos hechos trizas, habita-das por drogadictos; sumaba índices de homicidio despiadados, cuyos balazos resonaban entre rascacielos despoblados y bares de fosforescencia criminal que inspiraron la figura de Robocop, el policía que mezclaba sacrificio humano con habilidades programadas por diagramas robóticos, generado para salvar a Detroit del desastre. Jim creció justo en esa época.
EN AQUELLA DESAFORTUNADA coyuntura de violencia y larga resaca tras el éxtasis de la abundancia automotriz, el techno emergió a principios de los años ochenta, en el marginal suburbio de Belleville, a cincuenta kilómetros del centro de Detroit, en los oídos de Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson, quienes contemplaron la oxidación de su ciudad mientras escuchaban discos de Devo, Talking Heads, B-52’s y muchos otros del synthpop europeo como Visage, Yello, Telex, Yazoo, Ultravox y en especial Kraftwerk, que dejó álgidas cicatrices en aquellos jóvenes. En el libro de Simon Reynolds, Energy Flash: Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile, Juan Atkins afirma:
Que Kraftwerk haya pegado tan duro en Detroit tiene que ver con la industria y el Medio Oeste. Según los libros de historia de Estados Unidos, cuando se formó el sindicato de trabajadores del automóvil UAW —United Automobile Workers—, blancos y negros estuvieron juntos por primera vez en una situación equiparable, luchando por lo mismo: mejores sueldos, mejores condiciones de trabajo.
Entendí por qué la mayoría de los asistentes, si no es que todos, llevaban camisetas con las palabras Detroit, Detroit Techno o Detroit Hustler Harder
De hecho, durante el segundo día del Movement, Jim me comentó que las canciones de Cybotron le provocaban escalofriantes déjà vus de los discos de Kraftwerk.
Formado en 1980 por Juan Atkins, Richard 3070 Davis y John Jon 5 Housely (Kevin Saunderson colaboró en varias grabaciones), Cybotron fue la primera banda que perfiló el sonido del techno al procesar tracks donde yuxtaponían la tradición de la vanguardista disquera Motown con acordes robóticos. Las piezas de Cybotron transitaron a sencillos prensados en doce pulgadas, entre ellos el himno “Techno City”, que ocupó las tornamesas en las primeras fiestas comunales, donde bailar sobre las tumbas de acero inoxidable de todas aquellas fábricas, bodegas abandonadas y patios de restaurantes de comida rápida era una forma de resistencia y orgullo por esa ciudad que respiraba desde las ruinas.
Después de Cybotron, Jim y yo fuimos a tomarnos una foto con el telón de fondo que dice Techno City en tipografía plateada, sobre una imagen de autos gigantesca.
MOODYMAN SALIÓ PUNTUAL según el programa, a las cinco de la tarde. Su set, congruente con el estilo que lo ha caracterizado a lo largo de su trayectoria (mezclar piezas clásicas de rock analógicamente futurista con tracks de su autoría que son una suerte de techno, del que incluyó un discreto homenaje a sus orígenes en Detroit), inició con “Planet Claire”, de la banda B-52’s. Sólo los viejos aplaudieron el guiño. Moodyman es el nombre que escogió Kenny Dixon Jr. para darse a conocer como productor y DJ. Nació en Los Ángeles, pero como pasa con muchos artistas que se toman el techno con la arrogancia propia del arte, un día decidió montar su cuartel, que incluye los estudios de su sello, KDJ Recordings, en Detroit.
Moodyman lanzaría uno de sus sencillos más celebrados, “I Can’t Kick This Feeling When It Hits”. Empecé a dar vueltas sobre mi propio eje y así vi a una pareja de hombre y mujer vestidos en camisetas con tela del sistema solar y bastones para ciegos. Sus hombros se movían al ritmo de los coros negros conforme le daban tragos a una bebida energetizante. Yo estaba pedo y no pude controlar la piel de gallina al imaginar cómo sentirán, literalmente, la participación de Moodyman y la música electrónica en general sin el sentido de la vista.
Nuestros gritos aumentaron de volumen casi al nivel de las consolas con las imágenes que escogió Carl Craig. Así entendí por qué la mayoría de los asistentes, si no es que todos, llevaban camisetas o hoodies con las palabras Detroit, Detroit Techno o Detroit Hustler Harder —como era mi caso—, impresas en la parte frontal. Es porque el género del techno rescató lo digno de la ciudad cuando su violencia sólo daba para inspirar películas como Robocop. A veces el techno suena como si Robocop produjera música que le hiciera recordar toda su humanidad.
DETROIT Y SU LUGAR en la historia como creador del techno eran los verdaderos protagonistas del festival. Y Craig le rendía tributo al hacer que el baile fuera un acto de resistencia y protesta sudorosamente comunitaria.
—El sonido del techno Detroit está hecho de coraje. De todos los negros pero también los blancos que no escaparon durante los momentos más duros porque las raíces son más importantes que la comodidad económica. El ADN de esta ciudad es único. Su ritmo de fondo todavía resuena con el de la industria automotriz que ayudó a construirla. Sus habitantes son duros, resistentes y creativos, y todo eso influye en la música y el arte que creamos —me dijo Jon Mosher.
A finales de mayo de 2023, en Detroit se sigue respirando el alma postindustrial, con un infalible sentimiento añejo como ese alto registro de casas, rimbombantes iglesias y edificios desahuciados pero desoladoramente limpios. Sin embargo, tanta maquinaria rehabilitando el pavimento y edificios como el que albergaba Sears, abandonado por mucho tiempo —que hoy parece listo para instalar salas de coworking—, dan la fluctuante ilusión de que Detroit pasa por una afortunada gentrificación. Edificios antes dejados a su suerte —The Booktower, The David Whitney, The David Stott Tower y el Michigan Central Train Station—, ahora ofrecen lofts de corte bohemio, a precios atractivos.
Entonces el Jim se puso sensible. Creo que aquellas imágenes le movieron recuerdos. Esto es el techno de Detroit: ritmos maquinales operados por la emoción humana sobre las ruinas de un futuro adelantado que sigue vigente en cada paso de baile.