Crepúsculo en Manhattan*

Portada del libro "Los lagartos divinos" Foto: Especial

Ante mí tenía la montaña que Deirdre había formado con las corazas de los crustáceos. Los había devorado con destreza envidiable y sin dejar de hablar. Más allá, al fondo, le brillaban los ojos, vivarachos y chispeantes.

Esa noche, mientras esperábamos a que nos sirvieran la cena, se había tragado dos dry martinis con urgencia desatada, lo que sin duda contribuía a su estado de ánimo bullicioso. Estaba verdaderamente radiante y llevaba colgada del cuello la cruz de plata etíope que le había regalado al poco de conocernos. No había cesado de gesticular durante toda la velada, salpicando su discurso con risotadas contagiosas. En días como aquellos no criticábamos a nadie. Sólo nos permitíamos reír y hablar de asuntos de bienestar general.

Celebrábamos solos, obedeciendo a una ya larga tradición, la publicación de su última novela. Esta anticipaba, en un futuro inmediato y no poco terrorífico, una inquietante distopía en Arkansas y Oklahoma. El libro estaba seduciendo a la plana mayor de la crítica norteamericana y recibiendo por ello una gran atención. Algunos críticos que en el pasado habían destacado de forma condescendiente el robusto estilo de mi amiga, o la exactitud retórica de su lenguaje, alababan ahora su mordacidad visionaria y su profundidad política y moral.

Uno se lo pasaba siempre bien con Deirdre, sobre todo en las ocasiones, como ésta, que justificaban su insolente optimismo. Elogios críticos aparte, había conseguido de su editorial un adelanto con seis ceros, algo propio de una gran estrella del firmamento literario. Además, habían pasado más de dos años desde que Pierre, con quien había vivido desde el alba de los tiempos, le abandonara y regresara a Montreal con un bombón de veintiocho. Deirdre comenzaba, por fin, recuperada la fortaleza con el transcurrir de los meses, a redescubrir su libido. Esa noche tonteaba con el camarero, un explosivo griego a quien yo había visto por el barrio con su novio paseando un dálmata nervioso. No quise desengañarla, sin embargo, pues disfrutaba viéndola animada después de aquellos tristes e interminables meses posruptura, en los que, no obstante, había logrado escribir su novela trumpiana y turbadora, considerada por todos su obra maestra hasta la fecha.

Tras la separación había engordado mucho, pero poco a poco había recuperado su aspecto histórico. Era una mujer todavía guapa, pequeña y bien formada, además de una brillante conversadora que dominaba distintos registros irónicos. Tenía también un alma bondadosa, que aseguraba haber heredado de sus ancestros irlandeses, originarios del condado de Kerry.

Los dos nos acercábamos a los sesenta y dábamos clases de literatura en Columbia. Nos habíamos hecho amigos al llegar a la universidad, casi dos décadas atrás, al descubrir que amábamos la obra de James Baldwin por encima de todas las cosas. Luego compartimos otras pasiones: Clarice Lispector, Hart Crane, Roberto Bolaño... Nunca habíamos escrito el uno sobre el otro, una política que perseguía preservar nuestra amistad para siempre.

Después de los cafés, Deirdre pagó con tarjeta, añadiendo una propina espléndida para el griego, quien besó a mi amiga al despedirse mientras ella le daba, envalentonada, palmaditas sobre la protuberante curva de sus nalgas de gimnasio.

—Pura roca, aunque no creerás que no me he dado cuenta de que nuestro Antínoo besucón te miraba más a ti que a mí —dijo de camino a la puerta.

Salimos y la acompañé hasta su casa paseando. Vivía con sus dos gatos atigrados con nombres de poetas, Walt y Emily, en Harlem, a unas pocas manzanas del restaurante que frecuentábamos. Había comprado su brownstone antes de que el barrio se pusiera de moda entre la comunidad artística y los precios escalaran sin control.

Después de dejarla en los escalones que llegaban a su puerta, y darle los últimos besos y abrazos, continué hasta Riverside Drive, donde Mark y yo vivíamos en el apartamento que había puesto a mi disposición la universidad, y en donde éramos, o al menos así lo pensábamos con frecuencia, razonablemente felices.

Los árboles perdían las hojas, naranjas y amarillas, pero la temperatura seguía siendo agradable. A veces, el mundo parece estar bien hecho, aunque sepamos por experiencia que no debemos confiarnos. La brisa fresca de aquella noche anunciaba tal vez un vendaval helado. Las calles estaban desiertas y, a esa hora, la ciudad mostraba, con todo, su incuestionable y seductora belleza. La alegría, me dije, paseando sin prisas, y disfrutando de aquel momento de comunión con el mundo, es tan frágil como el cristal, y sus vaivenes tan dramáticos como los del clima. Entonces me sentí poseído por la tristeza, sin que existiera una razón objetiva para ello. Me abotoné la camisa hasta arriba, no fuera a coger frío, y caminé algo más rápido. Ansiaba, de pronto, llegar a casa.

Ojalá Mark estuviera allí, aunque cuando entrara en el apartamento ya estuviera durmiendo. Me metería en la cama sin hacer ruido, despacio, con cuidado, y le abrazaría por la espalda, apretándome a él con fuerza hasta conciliar el sueño. Cuando esto ocurría, a Mark no le gustaba salir de casa por las noches y se acostaba temprano, solía murmurar I love you, antes de

volver a dormirse entre mis brazos en una cuestión

de segundos. Nada me gusta tanto como esa sensación de confianza.

Me encontré con la carta urgente de Alfonso en el buzón. Reconocí su letra enseguida. Era algo rarísimo, pues nos escribíamos, como todo el mundo, correos electrónicos. En el ascensor cogí el sobre con las dos manos, sin abrirlo, conjeturando cuál podría ser su causa y cuáles podrían ser sus efectos. La letra, no me cabía duda, era la suya, y la carta venía de España.

En casa, y sin atreverme a rasgar el sobre todavía, descorché una botella de borgoña. Saboreé un sorbo ante los ventanales, admirando las luces de Nueva Jersey al otro lado del río. Se aproximaban densos nubarrones. Los relámpagos, todavía lejanos, dibujaban elegantes zetas en el cielo.

Magdalena había muerto.

Alfonso la descubrió por la mañana, inmóvil y a su lado. Tenía los ojos abiertos. Un ictus isquémico. Sus tres hijas estaban ahora con él. Le cuidaban. Isabel, la mayor, era médico. También la que más se parecía a su madre.

Envío un wasap a Mark en San Francisco. Le digo que me llame antes de acostarse sin preocuparse por la diferencia horaria. No voy a poder dormir. Ni esa noche ni las siguientes.

Habíamos pasado una semana en la casa de Alfonso y Magdalena en Mallorca ese mismo verano. Eran mis mejores amigos. Ni la distancia ni el tiempo habían mermado nunca lo que sentíamos los unos por los otros.

Llamo, por fin, a Alfonso, quien se despertaba temprano. Me dice que no tuvo fuerzas para contármelo por teléfono, y que el correo electrónico tampoco le había parecido un método adecuado a la gravedad del asunto. Seguía hablando con ella en voz alta a todas horas, sin remedio, y se la encontraba deambulando por las habitaciones de la casa, los dos convertidos en fantasmas anémicos, sin peso ni centro, meras formas en fuga... Por fortuna, estaba acabando la construcción de un importante museo en Alemania y no disponía

de tiempo para pensar en nada. Menuda mierda. Magdalena, dice, me adoraba. Nos ponemos a llorar los dos. Respiro fuego y me arde la garganta, sequísima y metálica. Siento como si mis huesos perdieran su rigidez, plegándose y propiciando un desmoronamiento. El sentido de la catástrofe me aplasta. Me recompongo apenas para decirle que puede llamarme a cualquier hora. Lo sabe. Tal vez podamos ir a verle un fin de semana de noviembre.

Luego me siento ante el ordenador y busco fotos de Magdalena, a quien nunca más volveré a ver.

Nunca, aunque eso todavía no me parezca posible.

Los cuatro en la playa y en el jardín de su casa, ese mismo verano. Leyendo poemas en un festival en Italia. Con sus hijas en el Rajastán, Namibia o las Islas Galápagos. Con Alfonso, abrazados y besándose. Ella sola, las más de las veces guapísima, siempre riendo feliz.

La gran protectora. La gran protectora de todos nosotros.

Entonces retorna el llanto y considero la existencia del mal y del diablo, con sus cohortes de inefables monstruos dañinos y rabiosos, blandiendo tridentes sobre el humo negro que emana del hervor fétido de las calderas.

Aplasto un cojín contra mi rostro, como si eso fuera a detener el dolor, y las arcadas, y pulverizar esa tristeza infinita que ahora es el mismísimo mundo, a pesar de las hojas naranjas y amarillas, de las elegantes zetas del cielo, o de las risotadas contagiosas de Deirdre, tan alegre y amorosa hace apenas un rato en el que el mundo parecía estar bien hecho.

Recuerdo entonces los años que pasamos juntos en Barcelona. Y aquellos veranos lentos, lentísimos incluso, en Mallorca. Veranos de pinos y cigarras.

Aquellos años en que conocí a la muerte. Un conocimiento prematuro, sé ahora, que me propulsó hasta aquí, a donde llegué tocado y con el rabo entre las piernas.

Aquí, donde me esperaba Mark, quien por fortuna regresaba mañana.

Llega entonces una cascada de wasaps:

Darling, will call you later

In the middle of things

What happened?

Hope u r ok

Miss u a lot

Love u

xxxxxxxxxxx

Let’s stay in all day tomorrow.

*Este cuento forma parte del libro recién publicado Los lagartos divinos, y lo reproducimos con autorización de Galaxia Gutenberg.