Sobre los personajes en Ernst Jünger

Comisión de sombras

Ernst Jünger murió a los 103 años. La entomología fue su última pasión.

Sobre los acantilados de mármol es una metáfora del asedio, caída y acaso resurrección de todas las civilizaciones. En ningún momento hace pensar en el nazismo (la novela se publicó en 1939), o mejor, hace pensar en él, pero también en el stalinismo, y de paso en cómo debieron haber sido las guerras intestinas entre ciudades lo mismo en la Grecia antigua que entre la Europa de la Edad Media, y sin duda entre las ciudades-estado de América: Teotihuacán, Palenque, Tenochtitlan… Jünger es muy cuidadoso al ampliar el rango cronológico de la novela, lo mismo habla de agricultores y cazadores como si se tratara de la edad dorada de la prehistoria, que cita a Linneo o a Villon, y entre las armas lo mismo hay espadas y una suerte de ballestas, que pistolas y escopetas, los vinos se guardan en vasijas, se celebran fiestas de cosecha, se ungen dioses del camino. De tal modo que de lo que Jünger habla no es de un momento preciso en el tiempo, sino de lo eterno.

Mientras la mayoría de los escritores buscan temas interesantes ya sea en el pasado o en la actualidad, que de algún modo revelen el signo de los tiempos, Jünger consigue hablar del tiempo. De lo mismo, de lo único. Y esta impresión se acentúa cuando entendemos que los personajes no tienen lo que nosotros llamamos psicología, esa suerte de espacio privado, íntimo, que al ser atravesado por las circunstancias, detona diversas reacciones, apropiadas o inapropiadas, según la fortaleza o la debilidad del personaje.

En Jünger, más bien, lo que hay son caracteres eternos, y cuidado, no son modelos en el peor de los sentidos posibles (una suerte de cartabón que vuelve reconocibles al malo, al bueno, a la chica ingenua, al enamorado), sino arquetipos casi platónicos, es decir, emblemas, símbolos bajo los cuales se guían todos los hombres en todas las épocas: el saber y el poder, la sensualidad y la maldad, la fe, la brutalidad y la violencia. Los personajes son embajadores de estas fuerzas eternas y no individuos que ejercen su voluntad cualquiera que ésta pudiera ser.

Y aquí comienzan los problemas. Porque, ¿quién distribuye esos papeles? El mito platónico explica que, en el inframundo, antes de nacer, cada uno elige su propio daimon. El problema es que aquí arriba, en Jünger, esa distribución de papeles es claramente… elitista, hoy esa palabra tiene resabios sociales y económicos, creemos que la élite es la punta de la pirámide de la clase social, pero en este caso es mucho más: son una élite porque los afortunados son unos cuantos, pero su distinción no es meramente social y mucho menos económica. Acaso en el mundo de Sobre los acantilados no haya nada más despreciable que el dinero: aquello que los tiranos quieren es el poder, el poder verdadero, que consiste en decidir sobre la vida y la muerte de los demás e incluso sobre el modo en el que viven y mueren. En Jünger, a la élite sólo se puede acceder a través del conocimiento.

Es decir: sólo hay iniciados y no iniciados. Esta iniciación tiene que ver con la participación y la atención a los grandes misterios. Pero, sobre todo, se trata de una iniciación individual. Los hermanos, el narrador y Otón, parecen haber conseguido su status gracias, primero a su participación en la guerra, y luego a su distanciamiento de ésta para consagrarse al estudio de la flora. Pero esa no es la única posibilidad, se encuentra también el guerrero, “los valientes de la tierra”, como Belovar; y el monje, el entregado a Dios y a lo divino, en este caso el padre Lampros. Ellos también, a su modo, son iniciados. Quizás incluso entre ellos hay una jerarquía, primero estaría Lampros, luego los hermanos, y al final Belovar. El clero, los sabios y los guerreros.

Jünger nos habla de un Gran orden, aunque no nos dice en qué consiste, porque supone que se encuentra a la vista de todo aquel que desee verlo. Sin embargo, ese orden, me temo, incluye también lo bajo, lo bestial y violento, desde aquellos que sólo quieren sobrevivir como el personaje de la cocinera y por tanto toman partido según quién vaya ganando la guerra; hasta aquellos otros que se entregan a revelar ese Gran orden justamente al ponerlo en peligro, al negarlo o desafiarlo. Sin el Guardabosque Mayor y sus Desolladores, acaso nadie podría entender o incluso saber de ese Gran orden y tomar partido en su defensa.

Jünger representa en su novela a una sociedad cruelmente estratificada, mucho más radical en sus distinciones que la nuestra, hecha de clase social y económica. En la nuestra es posible alguna movilidad (de los pocos, cuando se trata de ir hacia arriba y de los muchos, cuando se trata de rodar hacia abajo), en el caso del mundo de Jünger, esa estratificación es inamovible: sólo se cumple.

En Jünger los personajes no aspiran a actuar como meros seres humanos, son ministros plenipotenciarios del Gran orden

En la novela psicológica, los personajes sólo son aquello que desean; en la novela arquetipal los personajes sólo desean lo que son. Tienen un destino. Y ese destino es terrible porque no supone la libertad individual ni la posibilidad de cambiar. Si hay un rasgo totalitario en la obra de Jünger es sin duda esta terrible certeza: los hombres son lo que son desde el principio de los tiempos y nada puede cambiarlos. El orden estamental es en realidad un orden cósmico.

Aunque los acontecimientos sólo ocurren una vez, el carácter de los personajes, su imagen arquetípica, los convoca a un eterno retorno. Pero no se trata de una representación teatral, sino cósmica. Lo que está en juego es la civilización misma y, hay que decirlo, en la novela de Jünger ésta perece por completo. Aquí triunfa el Guardabosque Mayor y sus Desolladores. Los hermanos escapan por los pelos y huyen a otra ciudad, donde, suponemos, todo volverá a ocurrir… a su debido tiempo.

En Jünger los personajes no aspiran a actuar como meros seres humanos, son ministros plenipotenciarios del Gran orden y están aquí para jugarlo, para llevarlo a cabo, aunque en el juego les vaya la vida. Los personajes siempre saben lo que están haciendo y eso es muy raro, desde la tragedia griega hasta la novela que se escribió ayer por la noche, los personajes no saben nada y por eso se equivocan y ese equívoco es precisamente su vida. Aquí, los que no saben cuál es su lugar en el juego, son descartados de inmediato. Son peones, y sólo sirven para abrir paso a los personajes que sí conocen su lugar y lo ejecutan. La ignorancia de los personajes en la novela tradicional es conmovedora: se parece a la nuestra. En Jünger la ignorancia es fatal, los condena a no tener lugar ni participación en la lucha entre el orden y la barbarie.

Y, sin embargo, Jünger se las arregla para hacer de sus personajes seres entrañables, dignos de aprecio o desdén. No están hechos de marfil ni de madera, es sólo que conocen las revoluciones de los astros y se mueven en el mismo sentido.

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