El capitalismo, sistema donde la mayoría de la inversión y la producción —en manos privadas y orientadas a la ganancia— descansan en la libre contratación de fuerza de trabajo y el intercambio descentralizado de bienes y servicios, forma hoy el paisaje económico global. Sin precedentes históricos, los objetivos individuales y sistémicos se alinean, reduciendo las barreras sociales —de clase, etnia, género y creencias— mediante comportamientos y reglas ligados al éxito personal, a la realización en el mercado. Por primera vez, se configura —en el hemisferio Norte— una clase media global, cuyos ingresos tienden a igualarse. Pero la homogeneización tiene límites. Pues ese capitalismo mundializado se divide hoy en dos modalidades principales, analizadas por Branko Milanovic: la liberal meritocrática —encabezada por EU— y la autoritaria política —representada por China—.1 Y ambas disputan la hegemonía planetaria.
El capitalismo liberal meritocrático, en el último siglo, ha impulsado la innovación, la competencia abierta y la movilidad social; bajo un Estado de Derecho que constriñe los desenfrenos de sus élites políticas y económicas. Al demandar la consulta amplia y sistemática de sus ciudadanos, este modelo puede corregir más fácilmente decisiones que afecten su calidad de vida; sean éstas derivadas de la acción de los mercados o la política pública. Lo que, en las últimas décadas, no ha impedido la mayor concentración de la riqueza y la fusión y reproducción de élites de todo tipo, configurando cierta oligarquización del sistema. Para el capitalismo liberal, la dependencia permanente de una sólida institucionalidad, participación y legalidad democráticas, es un handicap en estos tiempos de crisis y desafección.
El capitalismo político, resultado de seis décadas de procesos descolonizadores timoneados por regímenes de partido único o hegemónico, campea en la periferia del sistema mundo. La burocracia y tecnocracia estatales —aliados a una burguesía dependiente— persiguen allí un rápido desarrollo, en ausencia de un auténtico Estado de Derecho. Sus élites, liberadas del control público y la limitación de mandato, pueden —si operan eficazmente— rebasar las barreras del proceso democrático, para la provisión expedita de infraestructura y bienes de consumo. Pero sus niveles crecientes de corrupción y desigualdad, unidos a la necesidad de sostener un crecimiento económico —compensatorio de la restricción de libertades— es su talón de Aquiles. Las protestas recientes en Hong Kong, Rusia y Argelia, dan prueba de que el éxito del modelo no está garantizado.
Sin embargo, más allá de las diferencias, la arista plutocrática del capitalismo liberal favorece tendencias desdemocratizantes, de la mano de la concentración elitista de poder económico, influencia política y gestión tecnocrática. En todo el Occidente —EU, Europa y Latinoamérica— el desencanto de jóvenes y trabajadores con la democracia —en áreas como la representación política y el acceso a la justicia— y la exclusión socioeconómica, refuerza los populismos nativos y la seducción del capitalismo autoritario. Combinar la mejor experiencia histórica —de matriz socialdemócrata— con la innovación en política económica y social —hacia un modelo más inclusivo y sostenible de capitalismo— es un reto planteado ante las fuerzas liberales y progresistas.