Abundan hoy recetas y reclamos para organizar comunidades políticas alternativas. Hay propuestas sobre cómo complementar las formas republicanas modernas, basadas en la representación y delegación temporales mediante elecciones periódicas. Los diseños meritocráticos de Jason Brennan (Contra la democracia) y rotacionales de David Van Reybrouck (Contra las elecciones) figuran entre las más conocidas. Desde otro lugar, intelectuales y públicos filotiránicos reciclan ideas afines a un poder vertical; ajeno al esquema poliárquico. El neoconfucianismo chino —popularizado por Daniel A. Bell y Eric Li—; la cuarta teoría política de Aleksandr Dugin —aterrizada en la democracia soberana de Vladislav Surkov— y el viejo esquema leninista de Partido único, coexisten dentro del ecosistema autocrático. Un menú amplio, aunque a ratos indigesto.
Todas estas promesas descansan en principios teóricos y operativos distintos. La fórmula deliberativa complementa la representación. La meritocrática la tensiona, pero puede convivir con el pluralismo y la competencia políticos. Pero cualquier apelación, por sofisticada que sea, a formas de legitimación ancladas en una cultura —la Tradición, un carisma —el Caudillo— o una historia —la Revolución— distorsionan y, a la postre, aniquilan la soberanía popular.
Ciertamente, bajo cualquier orden sociopolítico, las élites tienden a reproducirse. En las repúblicas liberales de masa, los administradores temporales del poder cambian. Las facciones oligárquicas operan como pluralismo intraélite, que los contrapesos del voto, la palabra y la protesta extienden al cuerpo social. En las autocracias —incluso con disfraz republicano— el poder permanece, como regla concentrado no sólo en la misma élite sino en personas concretas. Comúnmente, en una sola, por demasiado tiempo.
La inclusividad de cualquier poder político puede ser también juzgada por su composición, desempeño y duración. En democracia, mayorías y minorías nunca son permanentes: cambian conforme la acción variable del gobierno impacta la sanción electoral de los ciudadanos. Alterando la composición futura del estamento político. La asimetría de fuerzas tampoco es absoluta: la correlación y lucha de clases, procesada organizacionalmente, puede compensarse a través del voto. ¿El triunfo de movimientos populares y candidatos antisistema, a contrapelo de las élites tradicionales, no es prueba de la cancha (relativamente) abierta y pareja del juego democrático pre-pandémico?
Pero si queremos juzgar la legitimidad de órdenes otros, retrocedamos a la condición básica para elegir algo: conocer la oferta. ¿Bajo qué contexto, ideas alternativas sobre la justicia y la libertad pueden ser contrastadas, teórica y empíricamente? ¿Acaso la autocracia —en cualquiera de sus formas— admite, bajo sus fueros, la simple concepción de realidades distintas? Las modas intelectuales pasan, pero la instauración —circunstancialmente popular— del despotismo suele ser una decisión más duradera. Y de difícil retorno.