El 5 de octubre de 1910, desde San Luis Potosí, Francisco I. Madero llamó a “todas las poblaciones de la República” a levantarse en armas contra el gobierno de Porfirio Díaz el domingo 20 de noviembre a las seis de la tarde. La “dictadura” había incumplido la promesa de respetar elecciones justas y libres y lo había encarcelado para impedir que su candidatura presidencial por el Partido Nacional Antirreeleccionista, con Francisco Vázquez Gómez en la Vicepresidencia, triunfase.
La convocatoria era a “protestar con las armas en la mano” contra unas elecciones ilegales. Pero el Manifiesto a la Nación o Plan de San Luis de Potosí, que resumía las demandas de los rebeldes, era mucho más que una declaración de nulidad de las elecciones y de desconocimiento del gobierno de Porfirio Díaz. El programa de reformas expuesto por Madero no se limitaba a una mera alternancia, si bien declaraba vigentes las leyes porfiristas.
Dos de las medidas a adoptar una vez derrocado Díaz sintetizan la profundidad de aquel proyectado cambio social y político: erigir en ley suprema de la República el principio de “sufragio efectivo, no reelección” —tanto para el presidente, el vicepresidente, como los gobernadores y alcaldes—, y restituir a sus “antiguos poseedores”, que equivocadamente se definían como “pequeños propietarios, en su mayoría indígenas”, las tierras expropiadas en abuso de la legislación de terrenos baldíos.
En pocas palabras, el programa maderista se proponía dos cosas que sólo se habrían logrado por medio de una Revolución: democracia política y reforma agraria. Pero en el Plan de San Luis Potosí el concepto de Revolución aparecía de manera ambigua. Se hablaba de “evitar hasta donde sea posible los trastornos inherentes a todo movimiento revolucionario” y se atribuía al propio Díaz precipitar al país a una “revolución”, presentada como mal inevitable.
Entre tantas mayúsculas (República, Nación, Pueblo Mexicano…), la revolución aparece siempre con minúscula en el Plan de San Luis Potosí. Con minúscula porque, a pesar de la radicalidad de algunas de sus demandas, era entendida, fundamentalmente, como insurrección y como descalabro. El concepto comenzará a aparecer con mayúscula con los planes zapatistas y orozquistas contra el maderismo, en una clara señal de que a partir de entonces algo llamado Revolución Mexicana se afirmaba como hito de la historia nacional.
Que Madero pensaba la revolución con minúscula quedó claro, también, en sus citas a los planes de La Noria y Tuxtepec de Porfirio Díaz contra los presidentes Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada. Cuando Díaz decía que aquellos levantamientos buscaban una “última revolución” para acabar, de una vez y por todas, con la funesta tradición de los pronunciamientos y las asonadas en el México del siglo XIX, según Madero, estaba expresando su propia intención. Él también buscaba una “última revolución” en la historia de México.
Pero una cosa es lo que pensara Madero sobre aquella revolución con minúscula y otra lo que la Revolución con mayúscula sería como fenómeno histórico. Una vez que el evento se afincó en la historia desató un proceso imparable de movilización popular en todo el país. En pocos años, aquel levantamiento anunciado a la luz del día se había convertido en la primera gran rebelión social del siglo XX latinoamericano.
En estos tiempos en que eso que a falta de términos más imaginativos seguimos llamando “historia de bronce” da muestras de una extraña vitalidad —especialmente, dentro de la izquierda latinoamericana— vale la pena recordar que la historia y, sobre todo, la historia de las revoluciones tiene mucho más que ver con sujetos colectivos que con un puñado de héroes. Las viejas advertencias marxistas sobre la dañina exageración del papel de los individuos en la historia suenan cada vez más actuales ante tanta reducción de las revoluciones a sus líderes.