En algún momento del avance de la civilización, los seres humanos le declararon la guerra al polvo. Fue entonces que se inventaron las escobas, los plumeros, las aspiradoras y los demás instrumentos que usamos en nuestra batalla diaria. A decir verdad, esta guerra no hay manera de ganarla. El polvo siempre saldrá victorioso, no importa todo el seso y esfuerzo que pongamos en la lucha.
No se requiere mucha ciencia para descubrir que no hay manera de vencer al polvo. Ejemplos abundan de la futilidad de nuestros afanes. La señora Fulana se levanta muy temprano para barrer la acera de enfrente de su casa. Doña Fulana barre el polvo hacia la casa de a lado. Esperamos un ratito y vemos a la señora Mengana, la vecina, que también sale a barrer la acera de enfrente de su casa, misma que, desde hace un rato, lleva encima el polvo que le arrojó doña Fulana. Ya imaginará el lector el desenlace de esta cómica historia: doña Mengana barre el polvo hacia la casa de la señora Fulana y eso sucede todos los días. La historia de nunca acabar.
El polvo no desaparece, sólo cambia de lugar. Lo que resulta preocupante es que cada vez existe más polvo. No sólo la erosión natural produce toneladas de polvo todos los días, sino que nuestras máquinas generan cantidades enormes de partículas diminutas que, por si fuera poco, son tóxicas. Algún día, el mundo entero estará sepultado bajo el polvo.
Se dice que barrer es un arte y no podría estar menos de acuerdo. Me irrita ver a esos muchachos desgarbados que en vez de barrer como Dios manda levantan nubarrones de polvo por toda la calle. El barrido debe ser respetuoso de los transeúntes, discreto, como si tratara de una oración silenciosa y, sobre todo, cadencioso, sus movimientos han de ser precisos y delicados, como si uno practicara un tai chi con escoba. Pero como sucede con otras artes, el de barrer es inútil. Aunque no lo veamos a simple vista, una capa de polvo se deposita de inmediato en la más limpia de las superficies. En la Ciudad de México, región antes prístina y que ahora se distingue por la cantidad de polvo que flota en su atmósfera rarificada, no hay manera de que no se note ese manto. La limpieza de los pisos y los muebles se ha vuelto un triunfo cada vez más efímero.
El polvo siempre hace una metáfora de la miseria de nuestra existencia, basta con recordar aquello de que polvo sois y en polvo os convertiréis. Piense usted, amable lector, que no sólo nuestras calles y nuestros muebles están cubiertos de polvo, también usted y yo lo estamos, aunque no lo parezca. Las personas más ricas del mundo, las más poderosas, las más hermosas, todas ellas tienen una capa de polvo encima de su piel, dentro de sus uñas e incluso en los alveolos más diminutos de sus bronquios. Todos estamos empolvados de pies a cabeza, por más que nos bañemos diario o nuestras ropas sean nuevas o estemos rociados de los perfumes más caros.
Hay una escena de la película El gatopardo de Luchino Visconti que viene muy a cuento. La familia del Príncipe Fabrizio de Salina viaja a sus dominios en un pueblo de la Sicilia profunda. Cuando salen de las carrozas en las que han llegado están totalmente cubiertos de un grueso polvo blanco que las hace ver como si fueran fantasmas. Antes de pasar a limpiarse, la familia entera entra a la iglesia para asistir a un Te Deum en su honor. Visconti hace una larga toma de esa familia de la antigua nobleza siciliana, del poderoso príncipe, de la altiva princesa, de sus hermosos hijos, dentro de aquella iglesia, en ese momento tan solemne, cubiertos de polvo, como si fueran humildes campesinos. Con esta escena, Visconti nos ofrece una metáfora visual de la decadencia de la aristocracia europea. Pero la metáfora puede ampliarse para incluirnos a usted y a mí. El polvo más feo que nos cubre no es físico, sino moral. Y es ese polvo, que nos mancha de manera imperceptible, el que debería importarnos más que el otro, el que se sacude con un simple trapo.