En México, la laicidad se entiende de diversas maneras, no todas ellas positivas. Hay grupos que la conciben de manera negativa como enemistad, como desconfianza o como indiferencia.
Cuando se la concibe como enemistad, la laicidad se vive como una especie de guerra fría. Los enemigos de la Iglesia no pueden utilizar los recursos del Estado para acabar con ella, pero hacen todo lo posible, desde sus trincheras, para combatirla. Cuando se la concibe como desconfianza, la laicidad se vive como una especie de tregua. Los oponentes de la Iglesia están atentos de lo que ella hace o deja de hacer, porque sospechan que en cualquier momento ella querría aprovechar el statu quo para obtener ventajas a su favor. Cuando se la concibe como indiferencia, la laicidad se vive como una especie de abandono. Los críticos de la Iglesia renuncian a combatirla, se desentienden de sus acciones y simplemente le dan la espalda, ignorándola como si no existiera.
No está de más señalar que la paz puede entenderse de dos maneras: como la ausencia de la guerra o como la ausencia del conflicto. A la primera la podemos llamar paz superficial y a la segunda paz profunda. La segunda es preferible a la primera porque resulta evidente que puede haber ausencia de guerra con un conflicto latente. La segunda, en cambio, al superar el conflicto, brinda las condiciones para una reconciliación genuina
Estas tres actitudes también pueden encontrarse dentro de ciertos grupos ligados a las iglesias que ven a los laicos con enemistad, desconfianza o indiferencia. Quizá lo que está detrás tanto de unos como de otros es una tentación de poder, aunque también, por lo mismo, podríamos hallar respuestas desde el contrapoder a dichas posiciones dentro de cualquiera de los dos bandos.
¿Se pueden generalizar estas tres actitudes negativas, la de la enemistad, la desconfianza y la indiferencia, a la sociedad mexicana en su conjunto? No soy un científico social, apenas soy un observador social, pero sin hacer encuestas, me parece que el pueblo de México no vive la laicidad de una manera marcadamente negativa. Más que una tolerancia lo que yo hallo, incluso, es una actitud de respeto a las creencias ajenas. Lo anterior nos permite explicar la dinámica de la sociedad mexicana. Está documentado que en los últimos años la diversidad religiosa ha crecido en México, lo mismo que el porcentaje de los no creyentes. Ninguno de estos dos cambios demográficos ha supuesto enfrentamientos sociales que hayan alcanzado niveles preocupantes.
No ignoro que hay casos aislados de intolerancia y discriminación por motivos religiosos en varias partes del país. Pero con todo, puede asegurarse que el grueso de la sociedad mexicana ha aprendido a respetar las creencias de los demás.
En este contexto se habla con frecuencia de una cultura de la paz. No está de más señalar que la paz puede entenderse de dos maneras: como la ausencia de la guerra o como la ausencia del conflicto. A la primera la podemos llamar paz superficial y a la segunda paz profunda. La segunda es preferible a la primera porque resulta evidente que puede haber ausencia de guerra con un conflicto latente. La segunda, en cambio, al superar el conflicto, brinda las condiciones para una reconciliación genuina.
La paz profunda requiere una apertura hacia los demás. Para eso hay que perder el miedo. El miedo al rechazo del otro, pero también el miedo a la inesperada aceptación del otro. El rechazo casi siempre nos deja como estábamos, pero la aceptación nos obliga a cambiar. Por eso podemos decir que cuando nos reconciliamos con el otro, pasamos de una apertura a una aventura de la que no sabemos cuál será el destino final
Me preocupa que aquellos pequeños grupos que tienen una visión negativa de la laicidad, grupos, que como he sugerido, están movidos por una ambición de poder, quieran restringir la cultura de la paz, entre nosotros, a una cultura de la paz superficial, a una paz en la que se incube la enemistad, la desconfianza y la indiferencia. A lo que deberíamos aspirar, aquí en México y en el mundo entero, es a una cultura de la paz profunda en la que pueda cultivarse la virtud suprema de la fraternidad.
La paz profunda requiere una apertura hacia los demás. Para eso hay que perder el miedo. El miedo al rechazo del otro, pero también el miedo a la inesperada aceptación del otro. El rechazo casi siempre nos deja como estábamos, pero la aceptación nos obliga a cambiar. Por eso podemos decir que cuando nos reconciliamos con el otro, pasamos de una apertura a una aventura de la que no sabemos cuál será el destino final. El enemigo se convierte en nuestro amigo. El vecino en nuestro prójimo. El prójimo en nuestro hermano. La transformación es radical: nace un nuevo mundo.
La sociedad contemporánea nos ha hecho demasiado escépticos, demasiado pesimistas. Nos hemos acostumbrado a preferir lo menos malo como si ésa fuera la mejor opción. No debemos conformarnos con la paz superficial, debemos aspirar a la paz profunda. El laicismo bien entendido puede ser la plataforma desde la cual podamos construir esa nueva comunidad mexicana en la que seamos capaces de vivir como hermanos.