Pensemos en el enunciado “yo estoy aquí”. No importa quién o cuándo lo asevere, será verdadero en el momento de su expresión. Siempre estoy aquí, en algún aquí, nunca estoy allá o acullá y, definitivamente, nunca estoy en ningún lugar.
Hablo siempre desde una posición espacial definida, es decir, desde un aquí. Sin embargo, no siempre sé dónde es ese aquí. Por lo mismo, la pregunta “¿dónde estoy?” es legítima y, a veces, apremiante. Por ejemplo, si yo despertara en un lugar desconocido, no sabría en dónde estoy, aunque siempre supiera que estoy en un aquí, pero en ese caso la palabra “aquí” no me diría nada, no me permitiría orientarme en el espacio. Cuando estamos perdidos necesitamos encontrar nuestra ubicación en un plano. Para lograr ese objetivo se han inventado los mapas, que nos ayudan a determinar nuestra localización en un marco de referencias espaciotemporales.
En las esquinas de algunas ciudades que reciben muchos turistas, como México o París, hay mapas fijos en las calles en los que se inscribe en un punto la siguiente declaración: “Usted está aquí”. Si estoy viendo el mapa de frente, entonces, yo sé que estoy ahí, en donde el mapa me lo indica. ¡Ya sé en dónde estoy! No obstante, podría ser el caso que el mapa estuviera colocado en un sitio equivocado. En esa circunstancia extraordinaria, sería falso que yo estuviera ahí, como lo indica el mapa, es decir, mi aquí no sería ese ahí. Pero dejando a un lado esa rara posibilidad, la indicación de “usted está aquí” nos permite conocer, de manera certera, nuestra ubicación en esa zona de la ciudad (que luego seamos o no capaces de entender el mapa, ya es otro asunto).
Hagamos ahora una analogía entre estas reflexiones lingüísticas y espaciales con el devenir de nuestras vidas. Siempre sabemos dónde estamos en un momento de nuestra existencia: estoy estudiando matemáticas, estoy viajando a otro país, estoy cuidando a mis hijos, estoy tirado en la cama sin hacer nada, etc. Sin embargo, no siempre sabemos cómo ubicar ese momento en el plano más amplio de nuestra existencia, no sólo de la nuestra sino la de otras personas con las que me relaciono o, incluso, con las que no tengo contacto alguno. Entonces nos sentimos perdidos en el transcurrir de nuestra vida. Necesitamos una especie de mapa existencial que nos diga: “Usted está aquí”, para poder entender en dónde nos hallamos en ese momento de nuestra vida y poder así tomar la decisión de hacia dónde podemos encaminarla. Por desgracia, esos mapas no están fijos en las esquinas de las ciudades. Su único equivalente es el consejo de alguien, humano o divino, que pueda discernir en qué momento de nuestra existencia nos encontramos, para que nos ayude a dejar de estar perdidos y recobrar nuestro rumbo o emprender uno nuevo.