Deberíamos observar con mayor atención y preocupación todo lo que sucede en Nicaragua, pues hay múltiples advertencias y lecciones que atender sobre cómo se ven los retrocesos democráticos en un país que está más cerca de nuestras fronteras de lo que Guadalajara de la Ciudad de México.
La semana pasada, por decir lo más inmediato en términos noticiosos, se aprobó una reforma a la Ley Creadora de la Cinemateca Nacional. Esta disposición puede sonar de lo más aburrida e inocua, más si se considera que los leales al presidente Daniel Ortega que impulsaron esta reforma legislativa mencionan que sólo busca “promover, difundir y particularmente regular las actividades cinematográficas”. Sin embargo, en sus disposiciones se permite al gobierno “prohibir el desarrollo, exhibición y comercialización de los productos audiovisuales, así como el decomiso de éstos”, que en términos sencillos establece que cualquier tipo de grabación, sea con una cámara profesional o un teléfono celular, es sujeta de autorización y, en caso de disgustar a las autoridades, puede ser confiscada.
Este cambio legislativo no es casualidad, pues hace algunas semanas un periodista mexicano, Otoniel Martínez, logró escabullirse en el país como turista y pudo documentar la terrible situación en materia de derechos humanos y libertad de expresión en que viven los nicaragüenses. El material se difundió en medios nacionales en México, pero en Nicaragua se convirtió en una pieza prohibida. Y para que no volviera a suceder que alguien se atreviera a registrar y denunciar los abusos del régimen de Ortega, se hizo esta modificación legal. Más allá de la anécdota, este episodio forma parte de un largo proceso en el que Daniel Ortega se ha adueñado de todo el poder de Nicaragua y, después de ser un guerrillero que combatió a la dictadura, se convirtió en lo mismo que criticaba y peor, pues hoy es el mandatario que por más años ha ejercido el poder en su país y ejerce su control de manera absoluta.
En este proceso ha atacado y neutralizado a prácticamente todos sus opositores, los cuales son grupos bien definidos como los estudiantes (de los cuales ha habido cientos asesinados después de las manifestaciones de 2018), los periodistas (de los cuales más de 120 han tenido que huir del país para no ser asesinados o apresados), las organizaciones de la sociedad civil (más de 1,800 han perdido su personalidad jurídica para funcionar acusadas de incitar al odio, traicionar a la patria o ser agentes extranjeros), los políticos de oposición (todos los posibles candidatos han sido encarcelados), y hasta los líderes religiosos. De hecho, 11 religiosos han sido apresados recientemente por sus críticas al gobierno y han sido mandados a El Chipote, que es un infame centro de detención, siendo el último caso el del sacerdote Enrique Martínez Gamboa, precisamente la semana pasada.
En el régimen de Ortega no hay ningún espacio para la disidencia, la crítica y ni siquiera la documentación de la realidad y, a pesar de ello, no sólo no se denuncian estos retrocesos democráticos, sino que, en más de una latitud, se aplauden y hasta se emulan.