En días de duelo por la muerte de migrantes en Ciudad Juárez y crisis de la política migratoria mexicana, es frecuente escuchar el argumento compensatorio de que México se caracteriza por su tradición de asilo en Iberoamérica. Para no ir al siglo XIX, también lleno de ejemplos, vienen a la mente los exilios de los republicanos españoles en los años 30 y 40, los de los revolucionarios centroamericanos y caribeños en los años 50 y los de los perseguidos por las dictaduras militares de la Guerra Fría, entre los 60 y los 80.
Esa trayectoria es innegable. Como son innegables la Doctrina Estrada, los asilos de Modotti, Trotski, Serge, Buñuel o Matsumoto, el rechazo de México a la expulsión de Cuba de la OEA y al embargo comercial, la solidaridad con el gobierno de Salvador Allende en Chile y contra la dictadura de Augusto Pinochet, el respaldo a la Revolución sandinista en Nicaragua, la creación del Grupo Contadora a principios de los 80 y los Acuerdos de Paz de Chapultepec en los 90.
Paralela a esa tradición, corre otra de racismo y xenofobia en la política migratoria mexicana, como han documentado ampliamente historiadores como Erika Pani, Daniela Gleizer y Pablo Yankelevich, entre otros. Dicha tradición arranca con el artículo 33 de la Constitución de 1917 y arraiga en las regulaciones para el internamiento, residencia o naturalización de extranjeros de múltiples procedencias nacionales y étnicas.
En las primeras décadas de la Revolución mexicana se produjeron masacres contra poblaciones chinas en Torreón, Coahuila, y se aplicaron leyes contra inmigrantes asiáticos y árabes en el estado de Sonora. En su estudio de las leyes migratorias de 1909, 1926, 1934 y 1947, y su aplicación, los académicos han encontrado una serie de continuidades, relacionadas con dispositivos de restricción al internamiento, aplicados contra judíos y eslavos, africanos y árabes, centroamericanos y caribeños.
Muchas de aquellas restricciones, que incentivan maltratos y abusos, han prevalecido hasta hoy y se intensifican con los acuerdos migratorios más recientes entre Estados Unidos y México. La política migratoria mexicana ha acabado subordinada a Estados Unidos, especialmente, desde el periodo de ascenso del racismo y la xenofobia de la administración de Donald Trump, que no ha tenido una verdadera reversión durante el gobierno de Joe Biden, más allá de la templanza discursiva.
En las conversaciones que pronto establecerá el gobierno de México con otros de América Latina y el Caribe, sobre asuntos migratorios, es importante que el tema no quede circunscrito a un enfoque bilateral entre Estados Unidos y su vecino del Sur. México tiene la oportunidad de plantear la urgencia de una estrategia regional propia para desarrollar un tránsito de personas y familias, basado en el respeto a los derechos humanos, que involucre, especialmente a los países del Triángulo Norte: Nicaragua, Venezuela, Colombia, Cuba y Haití.