Una combinación de kínder y posgrado de mi constante educación como lector de poesía se condensa entre las páginas 307 y 440 de la edición de la UNESCO, en la célebre colección “Archivos”, de la obra poética de César Vallejo. Esas páginas comprenden lo que los editores llaman “Poemas póstumos I”.
Se sabe que Vallejo sólo publicó en vida dos libros (centrales): Los heraldos negros (1919) y Trilce (1922). Todo lo demás es póstumo, pues, y también, por cierto, central. De un libro al otro se traza un arco de maduración y estallido de la poesía en español que tal vez ningún otro poeta pueda presumir, un microcosmos de la historia de la poesía lírica en nuestro idioma firmado milagrosamente por la misma pluma en tan sólo tres años, entre los 27 y 30 años de edad del poeta. Pero después aconteció el milagro de milagros: César Vallejo dejó Perú, se fue a Europa, no dejó de escribir, se murió sin volver a publicar nada más y ese conjunto de poemas póstumos es tan hermosamente refrescante y radical como los dos libros publicados en vida, juntos. De ese conjunto de poemas en estado de gracia se ha hecho una separación (en la que medianamente coinciden su viuda Georgette, su amigo Juan Larrea y muchos especialistas y editores) entre los poemas españoles (que incluyen lo que hoy conocemos como España, aparta de mí ese cáliz), y los otros poemas (que incluyen lo que hoy conocemos como Poemas humanos). Yo me refiero a éstos últimos como mi kínder y posgrado, y baste decir que ahí se encuentran textos celebérrimos como “Voy a hablar de la esperanza”, “Nómina de huesos” y “Piedra negra sobre una piedra blanca”, profecía de su muerte en París. Ah, pero los otros, los menos conocidos, los apenas frecuentados, madre, qué cátedra de libertad y compromiso con la palabra, qué furia y qué ternura, qué groseramente constante renovación, como si en su no repetirse, Vallejo se reafirmara, qué vuelos en la estratósfera del verbo con sólo un par de fémures por alas.
Lo recomiendo, sobre todo en estos días en que el mundo anda tan decididamente tautológico y prosaico. Minimuestra: “Murió mi eternidad y estoy velándola”, “Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar sino para que empiece a nevar”, “Importa oler a loco postulando / ¡qué cálida es la nieve, qué fugaz la tortuga, / el cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo!”, “este es mi brazo / que por su cuenta rehusó ser ala”, “sufriendo como sufro del lenguaje directo del león”, “observa cómo el aire empieza a ser el cielo levantándose”, “¡Paquidermos en prosa cuando pasan / y en verso cuando páranse!”, “corazónmente unido a mi esqueleto”, “y olvido por mis lágrimas mis ojos”, “¡Sublime, baja perfección del cerdo, / palpa mi general melancolía!”, “¡Amado sea / el que tiene hambre o sed, pero no tiene / hambre con qué saciar toda su sed, / ni sed con qué saciar todas sus hambres!”, “rómpete, pero en círculos”, y en fin, tanto más. Hay por ahí un poema perfecto como un árbol, pero ya no tengo espacio para citarlo aquí, se titula “El libro de la naturaleza”. Yo lo iría a buscar en este instante.