Leí hace unos días que Moscú ha sufrido la peor nevada de los últimos ciento cincuenta años para estas fechas: cuarenta centímetros de nieve y temperaturas de menos 20 grados centígrados. Aunque estos días han sido fríos en el Valle de México, no podemos ni siquiera imaginar cómo deben estarla pasando los moscovitas. Todos los que vivimos en la Ciudad de México hemos visto la nieve de lejos, de muy lejos, en las cimas de los volcanes que todavía preservan algo de su nieve perenne y que, en esta temporada, vuelven a cubrirse con su blanco manto. Sin embargo, muchos chilangos jamás han visto la nieve de cerca, no la han tocado, no la han pisado. Yo fui uno de ellos hasta el 11 de enero de 1967, día inolvidable en el que cayó nieve sobre el Valle de México.
Mis recuerdos de aquel día son escasos, pero se me quedaron muy grabados, a pesar de que apenas tenía cinco años de edad. Esa mañana nos levantamos con la sorpresa de que había nevado en la madrugada. A pesar de ello me llevaron a la escuela, que estaba muy cerca de mi casa. Hubiera sido ridículo que nos encerraran en un salón de clases. El colegio consiguió unos camiones y nos llevaron a Chapultepec para que jugáramos con la nieve. Mi memoria de la experiencia de tocar y pisar la nieve es tenue, pero lo que sí recuerdo con mucha intensidad es la enorme dicha que compartimos ese día. Los niños y los maestros estábamos felices. De regreso a casa se sentía un ambiente de fiesta sin mancha. Creo que ése ha sido uno de los días más felices de mi vida y quizá uno de los días más felices de todos los habitantes de la Ciudad de México.
Al año siguiente todos esperábamos que volviera a nevar, pero no fue así. Desde entonces, la espera ha sido en vano. ¿Acaso no volverá a caer nieve sobre el valle? Es probable. El odioso calentamiento global se deja sentir. Es evidente, por ejemplo, que cada vez hay menos nieve en las alturas de los volcanes.
Me parece que no soy el único que se siente decepcionado de no haber vuelto a ver la Ciudad de México bajo la nieve. El examen de esta decepción requiere que la entendamos desde una perspectiva histórica, cultural e incluso política.
Nadie nos prometió a que partir de 1967 cada invierno caería nieve en la Ciudad de México. Sin embargo, la expectativa de que eso sucediera se gestó de manera casi natural. El México de 1967 estaba poseído por un optimismo que no hemos vuelto a experimentar desde entonces. Habíamos vivido varias décadas de desarrollo económico que habían beneficiado a sectores muy amplios de la población. Nos preparábamos para celebrar las Olimpiadas en 1968 y todavía no habíamos sufrido el trauma de la represión del movimiento estudiantil. México, en 1967, vivía enamorado de su porvenir. Si todo estaba mejorando, ¿por qué no suponer que la experiencia invernal también mejoraría? ¿por qué no imaginar que en el futuro siempre disfrutaríamos de la Navidad y del Año Nuevo bajo la nieve?
Me parece que en 1967 había una idea del progreso de México que se empataba fácilmente con la de una blanca Navidad. Las imágenes que cada año nos bombardeaban —nos siguen bombardeando— los medios de comunicación sobre la Navidad nos pintaban —nos siguen pintando— un escenario nevado. Son imágenes que nos hacen asociar la Navidad con un paisaje de Europa del norte: de Alemania, Suiza o de los países escandinavos. Si México iba a convertirse en un país del primer mundo, como los del norte del hemisferio, ¿por qué no habría de disfrutar cada año de la nieve navideña en la capital del país?
Ahora sabemos que las esperanzas de 1967 resultaron falsas. Ni nos convertimos en un país del primer mundo, ni ha vuelto a caer nieve sobre el Valle de México. Las expectativas de mi infancia, que son las de mi generación, cada vez nos parecen más lejanas. Aun así, ¡cómo quisiera volver a ver la nieve sobre Chapultepec! No me importa ser un viejo. Esa dicha inocente que disfruté en 1967, quisiera volver a sentirla, aunque sea por una sola vez.