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INVOCACIÓN

INVOCACIÓN
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En algún momento de la pandemia, ella empezó a aislarse, no como nos aislamos todos para pasar la cuarentena, no, ella simplemente se perdió en la inmensidad de una fantasía.

Al principio intentamos que se mantuviera aquí pero, después de tres meses, de vez en vez hasta la envidiábamos por la sonrisa de oreja a oreja que la adornaba y el brillo de sus ojos que competían con los rayos de sol.

En sueños nos describía seres fantásticos, no como los que conocemos, ni hidras, unicornios, dragones o mantícoras, no, su bestiario era más cercano a Lovecraft que a Borges pero donde Los Primigenios eran incluso más inofensivos que los Arquetípicos. Había ocasiones en que su lengua se soltaba en narraciones profundas y llenas de detalles, en esos momentos, nos sentábamos en derredor suyo y absorbíamos sus palabras como si fueran maná, como si quisiéramos cruzar la línea de salvarla y entenderla a simplemente dejarnos ir con ella.

Sin embargo, el universo que solo sus ojos veían tenía peligros reales en el nuestro, una vez la agarramos a punto de tropezar en el balcón y caer los doce pisos que nos separan del suelo. Ahí optamos por amarrarla y generarle el primer trauma al más pequeño de la familia pues, si hay algo impactante es ver a alguien a quien amas, dejar de ser lo que era.

Mientras Peya estaba amarrada al centro de la sala, hablando con sus mariposas de dientes afilados y tentáculos colgantes, nosotros debatíamos con nuestros propios demonios y donde “Culpa” era el mas grande y gordo de ellos sentado en un trono de suspiros angustiantes.

Descartamos llevarla a un hospital, eso en estos momentos era condenarla y para eso, mejor hubiéramos volteado hacia otro lado mientras caminaba al balcón.

Peya, la hermosa Peya, la mediana pero la única mujer, la tía consentidora y favorita de los niños y la consentida de mamá. Quiero pensar que nos sentíamos así por el estrés de la pandemia, la perdida del trabajo de más de la mitad de los que estábamos en edad productiva, de la falta de oportunidades y el absoluto desdén por nuestros problemas por parte de las autoridades, en un “rásquense como puedan” nos habían dejado a la deriva en un mar de virus sin horizonte ni luz. Pero no, la culpa era porque la amada Peya se había vuelto un lastre en la peor crisis que hubiéramos vivido y podíamos mentirnos como quisiéramos sabiendo que lo que de verdad queríamos era quitarnos la responsabilidad. Sí, la culpa era nuestro peor demonio.

Siempre discutíamos sin llegar a ninguna decisión, al fin y al cabo, con todo y sus delirios, era nuestra familia así que optamos por lo correcto.

Los días pasaban y nuestro humor empeoraba hasta que destilábamos amargura, eran días eternos, no queríamos vernos y el hambre solo acentuaba más el problema. No hablábamos más de Peya, ella ya no era el problema, al contrario, se había convertido en el único lugar donde no pululaba la ironía, el sarcasmo y el veneno no era escupido en cada palabra. Peya y sus narraciones de mundos más allá de lo que nuestros tangibles ojos palomeaban.

Poco a poco nos fuimos metiendo más en las narraciones, Peya era territorio neutral y nos sentíamos en paz escuchándola, era tan común que lo hiciéramos que empezamos a identificar a los seres y bromeábamos con los ritos de invocación, en una de esas bromas pronunciamos la ciudad perdida de R’lyeh y los ojos de Peya nos miraron. Hubiera sido aterrador si no hubiera sonreído y hubiera seguido narrando con un “en otra época los hubiera llevado, ahora está hundida y estamos flotando, no sumergiéndonos...”

Ya era normal para nosotros, levantarnos con el pretexto de un vaso de agua y sentarnos a escuchar a Peya, cada día era más intenso, cada día nos hacía más falta y no era nada extraño, era mucho más sencillo evadirnos en esos mundos que vernos en este, además de que estar escuchando la cadencia en la narración cierto efecto hipnótico que no podría explicar porque, calmaba el hambre que ya se había vuelto una constante.

El primero en acompañarla fue Julio, el regordete niño que ya había perdido una tercera parte de su peso, ahora seguía las narraciones de Peya como si estuviéramos viendo una película que alternara entre dos cámaras con diferente enfoque. Ya no nos preocupábamos, la envidia se avivaba pero estar escuchando de cielos violetas de dulce ácido en donde las carnosas protuberancias se movían en vaivén alimentándose y abanicándose... Fueron sumiéndose de uno en uno hasta que solo quedé yo y por mucho que pasara las horas sentado escuchando narraciones en estéreo, simplemente no entraba en ese universo o en la alucinación colectiva, quizá ese era el problema, mi falta de credulidad que impedía la enajenación...

Llevo una semana y no es lo mismo darle cucharadas de alimento a una que hacerlo con los 6 miembros de la familia, no es lo mismo asear a una que a seis, al principio hice como que no me daba cuenta pero ahora el olor a orín y heces es asfixiante.

La culpa, el rey demonio, esa sensación me corroía desde dentro, ojalá yo también estuviera perdido en ese imaginario lugar, ojalá no tuviera que escaparme dejando a todos mis seres queridos, hice la llamada a emergencias, es lo más que pude hacer y si ahora los dejo es porque no tendré forma de hacerle frente a los enormes gastos médicos por venir, si no nos mata el virus, nos mata la crisis... ojalá pudiera estar volando en esos cielos violetas, nadando en los océanos oscuros, o enterrado en los fríos pasadizos de hielo. No, yo no fui convocado, yo no fui digno de escaparme de esta realidad que puede ser bella a su manera con todo y sus mecanismos de desinfección de plagas pero, el saber que todos están en otro lugar y tú no, da envidia, coraje y mucho dolor... si no querían que estuviera, nunca me lo hubieran contado... sí, la culpa es menos cuando sabes que no quisieron estar contigo.

En un cuelo violeta cientos de pequeños ojos se clavaron en un punto distante, alguien no había cruzado a pesar de la invocación, un ligero sabor de emoción irreconocible se sentía en las protuberancias carnosas de su cuerpo, ¿culpa? ¿Qué era eso?... no importaba... había una eternidad para esperar y una inmensidad para explorar...