a

Nunca dediques canciones

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

.Foto: Adrian Zajac / Wikipedia Commons
Por:

Compartir música es de las cosas más lindas de la vida.

He intercambiado música con amigos, con familiares, novias, amantes, con desconocidos. En formato físico, pirata u original. También de forma digital. En archivos o links. Compartir música es dilerear conocimiento como quien reparte una mano de cartas marcadas. Le he descubierto música a un montón de gente. Y muchas me han empujado a descubrir cosas a mí también.

Lo que nunca he hecho es dedicar canciones.

Es una de las cosas más peligrosas del mundo.

Tampoco asocio las canciones con mis emociones hacia las personas.

Hace unos días invité a un compa a vinilear a mi depa. Destapé un par de chelas y desenfundé el Shadow Kingdom de Bob Dylan. Eh, calmao, dijo. Pérate, ponte otra cosa, porfa. Estoy acostumbrado a que me corten las piernas siempre que quiero escuchar a Bob Dylan. Si cada vez que oigo la frase “ponte algo más parriba” recibiera un vinyl, mi colección tendría las mismas dimensiones que La Biblioteca de Babel.

LA RAZÓN POR LA CUAL no se le antojaba que oyéramos a Dylan no era porque lo aburría, como creí. Es que le recordaba a su ex. Existen duelos de los que uno no se recuperará jamás. Y los peores son los que están ligados con una canción o con un artista. Arruinarse el placer de la música por culpa de una relación amorosa o de amistad es una maldición. En el camino me he encontrado con muchos despechados que han renunciado a grandes discos por un amor fallido. Y otros a los que determinada canción se les hace insoportable. No importa cuántos años hayan pasado desde la ruptura. 

Es imposible no almacenar recuerdos de otras personas. En ocasiones la música forma parte de ellos. Uno debe ser muy cuidadoso a la hora de no relacionar la música con la gente. El motivo es muy simple. La escucha es, estemos acompañados o no, un acto solitario. Es como la lectura. Y algo importante. La gente entra y sale de nuestras vidas todo el tiempo. Es algo que en ocasiones no podemos controlar. Pero la música, si nosotros así lo decidimos, nos acompañará hasta la tumba. 

Cuando escuches música con otras personas no pongas de por medio tus sentimientos. No importa cuán borrachos, drogados o enamorados estemos. 

Si acudimos a un festival y a nuestro lado está una novia o un amigo, hay que salvaguardar la experiencia. No por insensibles. Es para blindarnos contra el maldito apego. En el futuro podremos rememorar con quién fuimos a un concierto, por supuesto, pero la única evocación valiosa que debemos preservar es la música. Y quizá las sustancias que consumiste.

La educación sentimental es intransferible. Y hay que cuidarla

Siempre que escucho en el radio que alguien dedica una canción guardo un minuto de silencio. Entiendo por qué lo hacen. La música opera milagros. Y con una rola puedes flechar a alguien. El problema deviene en que se te amarga ese banquete. He sido testigo del malviaje que una melodía puede operar en un individuo. He visto cómo la persona más alegre de la fiesta se pone triste y se queda con la mirada vacía en un rincón justo cuando comenzó a sonar determinada canción. 

La música tiene el poder de causarnos recuerdos dolorosos. Algún amigo o un familiar muerto. Es válido. Se entiende que nos resulte insoportable. Es algo que está fuera de nuestro control. Sin embargo, la música que nos hiere en esos momentos, es lo único que nos une ya a ellos. A diferencia de un desamor, no nos separa, nos acerca a aquellos que ya no están entre nosotros. Ellos ya no pueden escucharla, nosotros sí. 

Llega un momento en el que todos, sea la juventud, la madurez o la vejez, comenzamos a pensar en la muerte. Y nos preguntamos qué es lo que más vamos a extrañar de estar vivos. Lo que más voy a echar de menos yo es la música. De hecho, me aterra pensar que después de muerto ya no podré oír a Neil Young, a Bowie, a Sonic Youth. Si alguien me garantizara que después de muerto podría seguir consumiendo música, me moría mañana mismo. No voy a negar que, como muchos, siento una enorme curiosidad por saber qué sigue después de que dejamos de respirar. Pero, por otro lado, me entristece tener que despedirme de la música que amo.  

DETESTO ACUDIR A BODAS. No porque la felicidad ajena me espante. Por el ridículo momento en que los novios bailan una canción que ambos han escogido. Una práctica que era menos común en mi niñez, pero que ahora se ha popularizado. Se van a arrepentir, pienso de las parejas que han cometido semejante error. Aunque algunos, no sé si por inteligencia o por negligencia, han logrado salir bien airados de su aspaviento. De las pocas veces en que he osado pararme en una boda, los recién casados escogieron bailar después del vals “Bed of Roses” de Bon Jovi. No pues así que chiste, pensé. Par de graciositos, después

de que se divorcien ninguno de los dos va a lamentar haberse cancelado para siempre esa pinchísima canción. Seguro que en diez años de separados van a estar carcajeándose de ese cursi arranque.

Hay que entender esto: la música es sagrada. La mayoría de las relaciones no. Cuando uno tiene una relación debería firmar un contrato, siempre. Tu música por un lado y la mía por otro. Podemos compartirla, pero le pertenece a cada quien. Y si un día se rompe la unión cada cual puede marcharse con el inventario intacto. Con el entendido de que sea por el valor mismo de la música y no por nostalgia barata.

Si amas mucho a una persona, regálale objetos. Pueden incluso ser viniles. Pero no le obsequies el amor que sientes por las canciones. Ese amor es tuyo, como suyo el que siente por sus propias melodías. Tampoco es que se trate de ser receloso. Sólo de mantener íntegra la rocola interna. No es egoísmo. No hay nada negativo en ello. La educación sentimental es intransferible. Y hay que cuidarla. Para recurrir a ella siempre que sea necesario sin pagar nada.  

Cuando estoy en un bar y una pareja dice “está sonando nuestra canción” siento lástima. Una cosa es enseñarle música a alguien. Y otra que te pongas en una situación en la cual la música te pueda ser arrebatada. Imagínense que un día me ocurra lo mismo que al pobre puqueque que

ya no podía escuchar a Dylan porque le recordaba a su ex. Me aventaría de un puente. He escuchado a Dylan miles de horas. Y nunca me he sentido como ese sujeto.

Y todo gracias a que no deposito mis sentimientos hacia otra persona en la música. Y tampoco se trata de poner una barrera. Para nada. La onda es que cada uno interiorice las melodías de manera personal. Que cada uno atesore sus propios recuerdos. Y que no estén en riesgo. Que nos acompañen cuando nos vamos a dormir. Y que nos produzcan dulces sueños.