El derecho a decirlo todo

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Según Yuval Noah Harari, autor de Sapiens (2015), dominamos el planeta, entre otras razones, porque nos unimos alrededor de ficciones como la religión, la patria, el deporte o los ideales de redención social. Tal conducta estimula grandes cambios históricos; pensemos en dogmas y cosmogonías religiosas pero también en la política. Las revoluciones no han sido más que procesos fracasados que culminaron en la vuelta al capitalismo (China, la antigua Unión Soviética) o signados por la miseria y el autoritarismo (Cuba y Venezuela). En La condición postmoderna (1979), Jean-François Lyotard explica la revolución como uno de los grandes metarrelatos o narrativas de la época contemporánea cuya capacidad persuasiva movilizó a gente de todo el planeta. Se trata nada menos que de vivir en la abundancia y en la igualdad, viejos anhelos entrañables, antiguos y humanos. El gran problema es que la revolución socialista, el instrumento de los dos últimos siglos usado para lograr estos fines —considerados superiores a la ética del trabajo y de la responsabilidad individual—, no ha podido escapar del abuso de la fuerza, el crimen organizado desde el Estado, la lacra de la improductividad y el ahogo de las voces de la disidencia.

Las grandes transformaciones humanas vienen del conocimiento, la creatividad y la cooperación, no de ministerios, rígidos controles y líderes carismáticos que encarnan nuestros anhelos. Esta aserción vale para el feminismo tanto como para los avances científicos y tecnológicos. No obstante, el arrasamiento del pasado desde el Estado, en nombre de un futuro luminoso, sigue teniendo sus seguidores, empeñados en crear el paraíso en la Tierra del mismo modo que las iglesias lo prometen en el más allá, es decir, contra toda evidencia. En su ejercicio de la política, los revolucionarios pueden resultar tremendamente peligrosos, pues se permiten acciones demoledoras en favor de la humanidad. Tzvetan Todorov llama “tentación del bien” a esta disposición a destruir en nombre de nuestros semejantes. Su texto Memoria del mal, tentación del bien: indagación sobre el siglo XX (2000) explora la promesa de los movimientos políticos como el nazismo y el comunismo, dispuestos a matar y torturar en nombre de la pureza de la raza aria o la gloria del proletariado. No se escapa la democracia liberal de sus acusaciones (pensemos en la OTAN en los Balcanes). Frente a tan lamentable historia de las buenas intenciones, Todorov insiste en la actuación de hombres y mujeres excepcionales, capaces de oponerse a enormes desmanes a partir de su palabra y actuación.

Sobre la palabra volcada a desnudar las imposturas del poder de los Estados inspirados en utopías de izquierda hablo en este artículo. Me concentraré en novelas, pero abundan las memorias y los textos poéticos, dramas, crónicas, cuentos y testimonios. Si las revoluciones socialistas se han propuesto la construcción de un nosotros desde el Estado, hombres y mujeres de letras nos han recordado que los seres humanos reales —con nombre y apellido, o sea, de carne y hueso— han sido aplastados a título de un necesario sacrificio para la salvación de la sociedad. La novela, ese género nacido de la vocación de cambio y de la osadía modernas —tan menospreciados en estos tiempos, tan necesarios ante los desafíos de las próximas décadas—, ha dicho lo que los Estados totalitarios no quieren que se diga.

"Sartre, considerado uno de los más influyentes pensadores del siglo XX, bendijo la patología inquisitorial que se había establecido en los gobiernos comunistas… hasta el punto de encarcelar o asesinar autores".

EL LUGAR DEL PELIGRO

La literatura en los dos últimos siglos ha sido el discurso en el que todo puede expresarse, señala Jacques Derrida en su conferencia “La universidad sin condición” (2002), idea que comparte con su coterráneo Michel Foucault (De lenguaje y literatura, 1996). El escritor francés insiste sobre un discurso específicamente moderno, anclado en el cambio estético y en una pregunta permanente sobre sí mismo: qué es literario, qué no lo es. Se prefiere la palabra no censurada, un ejercicio contra todos los poderes existentes capaz de trascender la discusión sobre la libertad de expresión y convertirse en el lugar del peligro. Suena ingenuo, pero nada más lejos de estos filósofos que la ingenuidad. Semejante privilegio cultural y político no es un exceso elitista de Derrida y Foucault. Ambos conceden al lenguaje una semilla de excepción en la regla de todos los inescapables poderes en juego, el del mercado, el del Estado, el de los académicos. Derrida no exalta a los escritores; concede a la escritura (y a la universidad) toda la libertad posible para decir lo que sea. Cito un fragmento de “La universidad sin condición”:

He aquí lo que podríamos, por apelar a ella, llamar la universidad sin condición: el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo públicamente, a publicarlo. Esta referencia al espacio público seguirá siendo el vínculo de filiación de las nuevas Humanidades con la época de las Luces. Esto distingue a la institución universitaria de otras instituciones fundadas en el derecho o el deber de decirlo todo. Por ejemplo, la confesión religiosa. E incluso la “asociación libre” en la situación psicoanalítica. Pero asimismo es lo que vincula fundamentalmente a la universidad, y muy especialmente a las Humanidades, con lo que se denomina la literatura en el sentido europeo y moderno del término, como derecho a decirlo todo públicamente, incluso a guardar un secreto, aunque sea en el modo de la ficción.

El “derecho a decirlo todo” es particularmente llamativo cuando se niega. En Qué es la literatura (1948), JeanPaul Sartre exige a los escritores convertirse en la voz del proletariado pues, una vez superada la censura en las sociedades liberales, ya la potencia política de su voz no tiene trascendencia ni importancia. Por supuesto, no debe extrañarnos que Sartre haya sido estalinista. Exigió el silencio frente a los desmanes de las sociedades socialistas del mismo modo que exigió la denuncia de las sociedades capitalistas. De este modo, Sartre, considerado uno de los más influyentes pensadores del siglo XX, bendijo la patología inquisitorial que se había establecido en los gobiernos comunistas, tal cual era el interés desmedido en la literatura y el arte hasta  el punto de encarcelar o asesinar autores y prohibir sus libros. Si Stalin, en infortunada metáfora, llamó a los escritores y artistas “ingenieros del alma”, la complicidad de un amplio sector de estos le dio sentido a su ripioso rapto poético. Con absoluta soberbia se pensó que la literatura constituía un arma de tal magnitud que podía quebrar un proceso político. No. La literatura no puede hacer caer gobiernos ni cambiar a las grandes masas, aspiración exorbitante; apenas, repito con Derrida, puede ser el discurso en el que todo puede decirse.

Sartre fue contemporáneo de Boris Pasternak, cuya novela El doctor Zhivago, publicada fuera de la Unión Soviética en 1957, le costó el rechazo al Nobel de Literatura, obligado por el Estado socialista, además de su silenciamiento. Pasaron treinta años para que fuese publicada en Rusia, en 1988. El texto, decían sus críticos, rezuma nostalgia por la época zarista, acusación injusta que pone el dedo en la llaga respecto al personaje de Zhivago. Efectivamente, el protagonista conoció un mundo que los bolcheviques destruyeron pero no lograron reconstruir sobre bases ajenas al poder absoluto. Sin embargo, la nostalgia no es el problema mayor de Zhivago sino su ética como ruso, médico, poeta, esposo y amante; una sociedad doblegada por el hambre, el trabajo casi esclavo y la persecución se presentaba como la fragua de una nueva humanidad. A esta mentira, que no a las verdades de la injusticia y el oprobio de la Rusia prerrevolucionaria, se opone Zhivago, espantado ante una revolución que se convierte en la única fuente fiable de la verdad y del sentido. En autores como Pasternak y otros, que llegaron a arriesgar sus vidas y tranquilidad, se cifra la insumisión, ese rasgo tan opuesto al rápido acomodo ante el abuso estatal que asegura la supervivencia inmediata. Que Hollywood haya hecho una versión cinematográfica de El doctor Zhivago (David Lean, 1967) aumentó el desdén de sus críticos, pero las confesiones de Nikita Kruschev en 1956 respecto al estalinismo no dejaban duda: el texto de Pasternak se jugó una carta peligrosa con radical honestidad.

FUNCIONAMIENTO DEL PODER

En esa misma época, una novela esperaba por su tiempo. Vida y destino, de Vasili Grossman —publicada en Suiza por primera vez en 1980, décadas después de ser escrita— es un monumento ficcional a la verdad cuya lucidez era tan extrema que el texto fue secuestrado por el Estado soviético. El autor rogó por la devolución de la obra de su vida, considerada más peligrosa que El doctor Zhivago porque, entre otras razones, Grossman había sido un firme partidario de la revolución en su calidad de periodista. Parece una locura que Nikita Kruschev, el premier de la Unión Soviética, se haya ocupado personalmente de una novela, lo cual demuestra que las lógicas totalitarias parten de un empeño de coherencia absoluta desde el punto de vista propagandístico y actúan de modo análogo al de las personalidades paranoicas. Todavía más sorprendente es que Kruschev, capaz de denunciar el estalinismo en 1956, se asustara con Vida y destino, pero estas contradicciones son corrientes en los comunistas de viejo cuño. El atrevimiento personal  de Grossman no tiene parangón, pues hubiera podido continuar sin problemas en su posición de escritor socialista; no lo hizo por esas curiosas conductas humanas que normalmente llamamos hazañas. Creía en el valor de la literatura como el discurso con el que todo puede decirse. Su novela, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, toda una gesta nacional para los rusos, muestra el antisemitismo rampante de la Unión Soviética, así como la miseria y el hambre que asolaron Ucrania, por no hablar del parangón entre nazis y estalinistas, idea desarrollada por Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951).

Lo más apasionante de las peripecias de la familia Sháposhnikov, a partir de la cual se desarrollan las subtramas de Vida y destino, es la revelación del funcionamiento del poder en los individuos, hasta el punto de controlarlos incluso cuando podrían librarse de él. Víctor Shtrum, esposo de una de las hermanas Sháposhnikov, es un fìsico teórico cuyo destino gris como científico que no “aportaba nada al pueblo” cambia cuando el camarada Stalin lo llama por teléfono para animarlo a trabajar por el proletariado en el área atómica. Denuncia compañeros, no le importa el destino de su familia, rompe con todos los lazos de su vida. En definitiva, combinar la propia ambición con la liberación de la humanidad bien vale unos cuantos muertos. Esta novela sería publicada después de increíbles peripecias para que el libro no fuera borrado de la historia, pero ése es otro tema, muy literario por cierto. Afortunadamente, una cadena de aliados de la literatura no dejó que se perdiera este extraordinario alegato por la verdad, la palabra que enfrenta la cháchara desenfrenada del poder.

Tristemente, la verdad no siempre reconforta. En El fin del homo sovieticus (2013), Svetlana Alexievich presenta una polifonía de voces que denuncian el pasado de la Unión Soviética y desmienten la felicidad colectiva representada desde la propaganda estatal, pero al mismo tiempo algunas de esas voces vacilan en su nostalgia hacia la religión de Estado soviética. Cierta exfuncionaria del partido con familiares víctimas del estalinismo confiesa que tales asesinatos constituyeron el costo a pagar por la construcción de un futuro luminoso. Citando de nuevo a Harari en Sapiens, el comunismo, inspirado en el marxismo, fue un culto de filiación sobrehumana (la historia como destino inescapable, con su propia lógica sólo conocible por el materialismo dialéctico), basado en la imposición de una serie de normas de conducta con el fin de instalar el orden del hombre nuevo en el mundo. La nostalgia (o el deseo) por el autoritarismo de cualquier signo ideológico es más común de lo que nos gustaría aceptar.

La magnitud del desastre soviético tiene su epítome en la explosión del reactor nuclear de Chernóbil en 1986, producto de la ineptitud e irracionalidad más absoluta, lo cual testimonia la propia Alexievich en otro libro suyo, Voces de Chernóbil (1997). Que el país más grande del mundo, Rusia, tenga actualmente una economía menor que cualquier Estado exitoso de Europa occidental habla de la herencia socialista. La existencia de algunos amantes del pasado soviético nos indica cuán sensibles somos los humanos a las grandes ficciones unificadoras de las que hablé al principio de estas líneas. Definitivamente, no sólo de pan vive el hombre, incluso en regímenes políticos en los que hasta el pan escasea.

"Los medios de comunicación y las posibilidades abiertas por la existencia de internet importan más que la literatura en estos tiempos; la dictadura roja ya no se ocupa tanto de las letras".

ILUSIONES PERDIDAS Y MEDIANÍAS

Un mexicano, Jorge Volpi, representa estas contradicciones y nostalgias postsocialistas en su novela No será la tierra (2006), la cual comienza precisamente con el desastre de Chernóbil. Un mérito del texto es retratar las ilusiones perdidas de ese puñado de resistentes que denunció la enormidad de la mentira soviética. La caída del parapeto rojo llamó al desastre y a la anomia. Aunque en la novela se plantea la entrada del capitalismo como responsable de los sufrimientos postsoviéticos, la situación representada por Volpi me recuerda mucho a Venezuela actualmente, lo cual podría indicar que el propio socialismo fue el responsable de la debacle en la desmembrada Unión Soviética, pero no se discuten las hipótesis económicas de una novela sino su solidez ficcional. No será la tierra es pesimista sobre los caminos tomados por el mundo después del Muro de Berlín, sin defender lo indefendible respecto a la Unión Soviética. Se trata de personajes, en especial mujeres, sumidas en la angustia y el desamor, cuyas libertades parecieran más bien cadenas en medio de transnacionales, la primacía del Fondo Monetario Internacional y las ambivalencias de las democracias liberales.

En todo caso, las ilusiones perdidas no han sido restituidas del todo por la democracia, sistema que es la excepción y no la regla en la historia del mundo. Por lo visto, los rusos y chinos (con la excepción de Hong Kong, que no es exactamente China) están más contentos con sus gobiernos autoritarios que los chilenos y franceses con sus democracias liberales. Puede pensarse, como dijo Maquiavelo, que a los gobernantes les conviene más ser temidos que amados o, desde otra interpretación, que en política el temor es una forma refinada del amor.

Si la Unión Soviética significó para el planeta el gran ejemplo del paraíso en la Tierra, Cuba lo ha sido para América Latina. Las palabras perdidas (1992), novela del cubano Jesús Díaz —fallecido en el exilio y tildado de contrarrevolucionario y traidor por la dictadura, después de ser una voz socialista—, narra la historia de un cuarteto de escritores muy jóvenes.

[caption id="attachment_1064275" align="alignnone" width="696"] Jesús Díaz (1941-2002). Fuente: rialta-ed.com[/caption]

Pertenecen a una era en que la literatura ganaba talentos gigantescos, a tal punto que a los veintipocos años tres varones y una muchacha son capaces de desplegar lenguajes y lecturas que significan una gran inmersión en las estéticas modernas. Sus existencias terminan en exilio, fracaso, muerte por enfermedad y suicidio. Una simple revista, en la cual colocaron sus textos, marcó sus destinos de poetas y novelistas: literalmente dieron la vida por la escritura. Que una publicación, de nombre El Güije ilustrado, significase enfrentar el supremo poder cultural cubano parece tan de geografías lejanas —cosas de Irán o China—, pero al mismo tiempo tan expresivo del temor hacia la palabra.

A la riqueza de lenguajes de Rojo, Una, el Gordo y el Flaco se opone la visión del escritor cuya única consagración literaria es ser funcionario del régimen, con una vida confortable y feliz en el Moscú de la Guerra Fría. No hay revolución que pueda con las mezquindades de la vida humana, tan nuestras como la ética o la ciencia. La belleza de la juventud creativa convive con el machismo y la pobreza abyecta; las ganas de formar parte de un mundo nuevo contra la censura y el abatimiento. De las palabras perdidas de cuatro jóvenes se alimenta este ejercicio de verdad que ofusca las apetencias propagandísticas de los funcionarios, pero al mismo tiempo nos advierte que no hay verdad que valga ante la medianía de los temerosos, que siempre son la mayoría. Los funcionarios de la misma estirpe que censuraron a los personajes principales de un mundo ficticio siguen en el mundo real de la Cuba de hoy, tan campantes.

LA DEVOCIÓN Y UN ENEMIGO

El cubano Leonardo Padura no ha sido encarcelado ni desterrado. Ha sido suficiente con no mencionarlo desde el monopolio de medios del Estado y con obstaculizar su circulación dentro de la isla. Los medios de comunicación y las posibilidades abiertas por la existencia de internet importan más que la literatura en estos tiempos; la dictadura roja ya no se ocupa tanto de las letras. No obstante, el silencio alrededor de Padura en la isla es una paradójica vía que señala la importancia de su palabra. Su novela El hombre que amaba a los perros (2009) revela los vínculos de las revoluciones socialistas en el mundo, tal cual entre la Unión Soviética, la España de la Guerra Civil y la Cuba castrista. El poder soviético durante el estalinismo persigue por medio mundo a un revolucionario, León Trotsky, mano derecha de Vladimir Ilich Lenin, jefe máximo del bolchevismo que  tomó el poder en Rusia (1917). Trotsky fue el tipo de militante capaz de pasar por encima de cualquier límite moral o ético, todo en favor de la revolución mundial.

En su calidad de jefe supremo del ejército rojo y fundador de los servicios secretos soviéticos, el comunista judío aunaba al refinamiento intelectual, ausente en Iósif Stalin, la devoción religiosa por el marxismo y el destino manifiesto de la humanidad. La novela está lejos de presentarlo como un monstruo; en definitiva, Trotsky era un revolucionario cabal, no otra cosa. Quien lo levanta a las alturas de un superhombre capaz de todo es precisamente Stalin: inventó, desde una figura derrotada políticamente en el seno del Partido Comunista soviético, la amenaza de un enemigo temible, cuya presencia justificaba movilizar una poderosa maquinaria de persecución por medio mundo.

Un comunista español, Ramón Mercader, quien luchó denodadamente del lado republicano, es elegido, a instancias de su propia madre, para asesinar a Trotsky en México. Su entrenamiento en la Unión Soviética es de una dureza tan extrema como la de su carácter, presto a servir de instrumento para restaurar el orden revolucionario. De hecho, cambia su identidad por la de un belga, Jacques Monard, y comienza una relación amorosa con una joven seguidora del antes líder soviético, a fin de acercarse a él y asesinarlo. Después de su crimen y luego de diversas peripecias, entre ellas la cárcel, termina en Cuba con otra falsa identidad. El tercer personaje importante, no inspirado en personajes históricos, es el cubano Iván, un escritor fracasado y en la ruina que perdió a su mujer. Establece contacto con el verdugo de Trotsky, entonces ya mayor, porque le despiertan curiosidad sus galgos rusos. Iván, dedicado a prestar algunos cuidados para canes a falta de un trabajo mejor, será quien cuente la historia de Trotsky y Mercader, unida al destino de la Cuba socialista. Iván y su propia mascota mueren cuando se derrumba el techo del cuarto miserable en el que viven y se descubre la historia que escribió a partir de su trato con el hombre que amaba a los perros.

"Toleran la literatura crítica con el sistema porque hay maneras menos toscas que la censura… una puede ejemplificarse perfectamente con lo hecho en Venezuela".

HISTORIA Y DISTOPÍA

El chileno Roberto Ampuero, en El último tango de Salvador Allende (2012), realiza un ejercicio de revisión histórica del periodo allendista desde el lugar de la conversación, la amistad, la vida familiar y las tragedias personales. Una figura como Allende —monopolizado por una izquierda sin matices respecto a sus errores políticos y por una derecha militarista que se ve a sí misma como salvadora—, requiere de un tratamiento novelesco que aúne refinamiento y complejidad. Fue un gobernante azuzado por radicales de todo signo político entre sus enemigos y partidarios, por no hablar de la presencia de la CIA y de los cubanos en Chile, o del intento fracasado del propio Allende para procurar la ayuda soviética. David Kurtz, exagente de la CIA, descubre, 35 años después del golpe de Estado de 1973, las actividades políticas de su hija y de su pareja, Héctor, asesinado por el régimen de Pinochet. El diario de Rufino, cocinero de Allende que conversa con él de igual a igual, es la pista en manos de Kurtz. Rufino había pedido directamente trabajo a Allende —a quien conoció en un grupo anarquista en su juventud— por la simple razón de que su pequeño negocio de panadero en una barriada humilde no puede sostenerse dada la falta de harina. Cuando Rufino se queja de esta situación, Allende le responde que su condición de propietario lo ha vuelto pequeñoburgués. El líder socialista —metido en ese mundo tan incomprensible para los individuos comunes que es el poder máximo estatal— está alejado de la base de la sociedad chilena, tal como bien describe Rufino en su diario. La hiperpolitización de la sociedad es una tragedia.

Si estas novelas sobre Cuba, Chile y la Unión Soviética señalan el dolor por las ilusiones perdidas y los grandes ideales de la historia del siglo XX, Nocturama (2007), de la venezolana Ana Teresa Torres, significa el quiebre definitivo de la concepción de la historia como entidad sobrehumana que guía el hacer de hombres y mujeres. La distopía ha sido central en la literatura de la Venezuela revolucionaria, a diferencia del gran fresco histórico realista al estilo de Pasternak, Grossman, Volpi y Padura; la polifonía testimonial de Alexievich; el juego con géneros como el diario y el policial de Ampuero; o el formidable despliegue estético de Díaz en Las palabras perdidas. Han jugado un rol clave otras referencias como 1984, de George Orwell, y la gran tradición cinematográfica postapocalíptica y no es casualidad que sea así. El socialismo bolivariano se fundó en la destrucción de la modernidad política, cultural, social y científica del país en nombre de los pobres. La Venezuela actual, inmersa en una crisis humanitaria sin precedentes, es producto de una revolución que no tiene la raigambre ilustrada del socialismo marxista, interesado por la ciencia, la tecnología y el conocimiento (siempre y cuando pudiera manejarlos a su antojo).

[caption id="attachment_1064277" align="alignnone" width="696"] Ana Teresa Torres (1945). Foto: Lisbeth Salas, anateresatorres.com[/caption]

En Nocturama el pasado no existe ni ha sido superado por la revolución; tampoco nadie extraña momentos de gloria, esplendor o esperanza asociados a la política. Se trata de una ciudad sin nombre cuya memoria perdida apenas sobrevive en jirones de recuerdos de los protagonistas, criaturas extraviadas entre bandas de motorizados violentos, expropiaciones y niños que hurgan en la basura, todo producto de mortales errores históricos atribuibles a decisiones de un Estado fallido. Los Guerreros del Sol, los Guardianes de la Patria, los Salvadores de la Patria recorren las calles en defensa de ideales que nada significan y a nadie importan, entre gente en la miseria que vende lo que puede. El protagonista Ulises Zero ha olvidado su vida anterior, nos narra Aspern, y busca desesperadamente al médico Díaz Grey para que le ayude a recuperar su identidad. Ulises sufre de Síndrome de Identidad Aleatoria, mal inventado por dicho médico; al final, sólo el amor y la huida le quedan como alternativa. Nocturama abre en Venezuela la ruta de las distopías, en la cual se ubica la novela La hija de la española (2019), de Karina Sainz Borgo, texto del que se habló en un artículo anterior en este suplemento (“Una literatura despiadada”, en El Cultural número 220, 5 de octubre, 2019). Vale la pena destacar que la revista Times acaba de incluir el texto de Sainz Borgo en la lista de los libros más vendidos en el mundo durante el año 2019.

POR FORTUNA para escritores como Volpi, Padura, Ampuero, Torres y Sainz

Borgo, su obra no los ha sometido a los rigores de la cárcel o la persecución. Su biografía difiere en este sen-tido de los sufrimientos personales de Pasternak, Grossman y Díaz. Los gobiernos cubano y venezolano toleran la literatura crítica con el sistema porque hay maneras menos toscas que la censura. Una es el silencio y la otra puede ejemplificarse perfectamente con lo hecho en Venezuela. La revolución desmanteló el mercado del libro a través de la hiperinflación, el control de cambio y el monopolio del papel; con estas acciones basta y sobra para alejar la literatura venezolana de sus potenciales lectores. Igualmente, la existencia de las artes de narrar del entretenimiento masivo y el relativo desinterés en el libro como vehículo cultural restan importancia al quehacer literario. No obstante, la literatura sigue allí, en textos publicados por editoriales grandes o pequeñas, con éxito o con apenas unos cientos de lectores, traducidos a varias lenguas o sin salir de su idioma original. Contra tanta palabra amordazada o frívola en estos tiempos de posverdad, apostemos por la palabra sin bridas, la palabra de la literatura y el pensamiento, tal como la define el citado Jacques Derrida: el discurso en el que todo puede decirse pero también todo puede ser refutado.