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Goodbye, Bob

La partida de Roberto Diego Ortega, columna vertebral de este suplemento en sus ocho años de vida, provoca desolación en quienes trabajamos con él y compartimos pláticas, lecturas, melodías. Carlos Velázquez escribe una columna semanal desde el primer número de El Cultural, del 20 de junio de 2015, y lo despide abrazando la emoción, con este texto hecho tras conocerse el fallecimiento. "La vida es un boleto para entrar en la muerte", dice el poeta Enoch Cancino. La de Roberto Diego fue, no cabe duda, sobre todo un boleto para quedarse entre quienes lo extrañaremos siempre como editor y amigo.

Roberto Diego Ortega (1955-2023).Ilustración: Camacho
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Jamás imaginé que tendría que escribir estas palabras de despedida. Nunca pensé que llegara el día en que Roberto Diego no estaría al frente de estas páginas. Difícilmente estas líneas le harán justicia a su figura. 

Como ocurre con ciertas personas, resumir una vida tan intensa como la de Bob en unos párrafos es poco menos que imposible. Sus vivencias seguro dan para una novela.

HACE POCO MÁS de ocho años comenzó esta aventura llamada El Cultural. De todos aquellos que arrancamos desde el principio sólo quedábamos Bob y yo. Durante todo este tiempo vimos crecer alrededor del suplemento una comunidad de colaboradores y lectores que han abrazado el proyecto con el mayor de los entusiasmos. No pocas ocasiones detuvieron a Bob en la calle para felicitarlo por la calidad del trabajo que semana a semana ofrecemos con enorme gusto. 

Sobre la labor de los editores valiosos, como era su caso, se ha escrito mucho. Pero nunca será suficiente. Aquellos que conozcan los entresijos de lo que significa dirigir un suplemento semanal sabrán que es una tarea extenuante. Que exige un compromiso inquebrantable. Y que implica bregar con una presión exenta de todo glamur. Lidiar con dead lines incumplidos, con la planeación de números, con el temperamento de tantos autores, en sí con todos los aspectos más allá de los textos.

Dirigió el suplemento ocho años con soltura. Y sentó las bases para que continúe tan sólido como hasta ahora. Bob arribó a El Cultural en la cima de su experiencia. Ya otros compañeros vendrán a dar repaso puntual de su trayectoria. Como muchas cosas buenas de mi vida, Bob llegó a mí a través de Delia Juárez, quien me invitó a sumarme al equipo, como columnista y miembro del consejo. Desde entonces entablamos una sólida relación editor-autor. Que después transmutó en amistad. 

EN EL NÚMERO DEL QUINTO aniversario escribí un texto sobre lo que significaba para mí formar parte de la familia de El Cultural de La Razón. Alababa la autonomía que Bob me había otorgado; en una época en la que la autocensura es moneda corriente, él abogaba por la libertad. Pero lo que no expuse en aquella ocasión es que esa independencia se debía a una de las mayores virtudes de Bob, su nobleza. Es el rasgo que más recordaré de su persona. Y su voz de locutor. Que escuché tantas veces por teléfono cuando hablábamos de asuntos relacionados con el suplemento.

También extrañaré la complicidad creada; en aquel texto por el lustro mencionaba lo que ahora refrendo, que es uno de los mejores editores con los que me ha tocado trabajar. Era poeta, y como enamorado de las letras, era un admirador de la tradición, pero también tenía una vertiente contracultural, era un entusiasta del rock y el blues, lo que le otorgó a El Cultural un equilibrio perfecto entre la vieja escuela y las nuevas manifestaciones de la cultura.

Bob era old school, en el mejor sentido del término. Con él se apaga poco a poco una generación de estupendos editores. Y por mucho que cueste creerlo, ya no existirán personas con su nivel de preparación, con su bagaje y sus conocimientos. Atributos que atestigüé en comidas, reuniones y tantos correos electrónicos en todos estos años. Estaba tan comprometido con su papel que cuando ingresó al hospital quería dirigir el suplemento desde ahí. Cuando me enteré de que el último número lo coordinó desde su cama lo primero que pensé fue en los personajes de los cuentos de Fitzgerald. Bob se comportaba con la misma diligencia que ellos. Fue editor hasta sus últimos días. 

BOB ERA UN POETA, editor, esposo, padre. Y también era un guerrero. Como todos, me alarmé cuando lo ingresaron. Pero conforme transcurrieron las horas, primero, y luego los días, me invadió la sensación de que la libraría. Se fue pero no sin antes dar batalla. Durante más de un mes estuvo luchando para quedarse entre nosotros. Estoy seguro de que durante ese tiempo nos tuvo en mente a cada momento. Porque justo es decirlo, Bob me quería mucho. Me lo demostró siempre. Y le estaré agradecido por su generosidad eternamente. Y por su paciencia. Y su cariño.

Alababa la autonomía que Bob me había otorgado; en una época en la que la autocensura es moneda corriente, Bob abogaba por la libertad

La noticia de su fallecimiento me pegó en las tripas. Cuando me enteré el estómago se me engarrotó. Preguntaba por él casi todos los días. Me enteré de su mejoría paulatina, lo que me hizo confiar en que no faltaba mucho para que regresara a su casa. Aquel día desperté un poco inquieto. No sabía la causa. Ahora la sé. El mensaje llegó cuando escuchaba una canción de Neil Young, “Tired eyes”. Lo primero que hice fue apagar la música. Después volví a reproducir la canción durante toda la tarde. Me gusta imaginar que quizá Bob se despidió de este mundo mientras sonaba esa hermosa canción. Lo vamos a extrañar muchísimo. Pero ahora sé que siempre que quiera acordarme de él me bastará con poner “Tired eyes”.

Me invadió una profunda tristeza. Y su partida me deja un tanto desamparado. Hay cosas que quedaron pendientes, sin embargo, pienso en todo lo que hizo, en los momentos compartidos y eso me insulfa de alegría. Mi siguiente reacción fue encender una veladora blanca en honor a él. Y sentarme a escribir estas líneas. Mientras lo hacía ocurrió algo bastante extraño. La computadora se me trabó en dos ocasiones. Fue como si Bob me hubiera dicho “aguántame tantito, Charly, aquí ando un rato, todavía no me voy”.