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Historia de la mujer caníbal

Maryse Condé (1937-2024) nació en la isla antillana de Guadalupe. Estudió en París y residió en África. Entre sus obras destacan sus memorias de infancia y juventud Corazón que ríe, corazón que llora. En 2018 recibió el Premio Nobel Alternativo de Literatura. Llamada la “gran dama” de las letras antillanas, murió el pasado abril a los 90 años. Gracias a la editorial Impedimenta, ponemos a circular un adelanto de su novela Historia de la mujer caníbal hasta ahora inédita en español

Portada del libro "Historia de la mujer caníbal"Foto: Especial
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Fiéla, a mí Stephen siempre me lo perdonó todo. Y había bastante que perdonar, pues –a ti puedo confesártelo– ésta no es mi primera infidelidad. ¿Tú también engañaste a Adriaan alguna vez?

Justo cuando Stephen se mostraba más dócil y cariñoso que nunca, Rosélie lo había herido cruelmente. Justo cuando, gracias a él, de nuevo se aventuraba sin muletas por los caminos de la existencia. Como si quisiera medir la fuerza que acaba de recuperar golpeando a quien más quería.

Una noche sintió que ya no podía aguantar ni una sola cena más en su habitación, sentada con la bandeja sobre las rodillas frente al televisor –monótono a pesar de sus 126 cadenas–, y se unió a los invitados en el salón. La acogieron con una calidez sorprendente. Parecían alegrarse de veras por su recuperación y su regreso a la tierra. Estuvo tentada de creer que Stephen tenía razón cuando decía que la apreciaban pero no se atrevían a demostrarlo. El perfil de los asistentes era el habitual: diversos especialistas de departamentos de inglés y literatura comparada, con o sin sus respectivas esposas –esto dependía de las exigencias de las dichosas canguros–; algunos estudiantes favoritos y Fina. Fina y Rosélie no sólo se habían reconciliado, sino que durante aquella temporada sombría ella había demostrado ser su amiga más fiel, colmándola de cariño y atenciones. Stephen revoloteaba alrededor de un desconocido a quien claramente deseaba seducir e incorporar a su ejército de admiradores. Cuando Rosélie se acercó, se apresuró a presentarla como solía:

—Rosélie, mi mujer.

Sonrisas. Apretones de manos.

El flechazo parece contarse entre los recursos más manidos del melodrama. En la actualidad, la mayoría de adultos cree en él como los niños creen en Papá Noel. Sin embargo, aquella noche Rosélie descubrió su vitalidad y su poder.

Nacido y criado en Manhattan, Ariel era hijo de un mestizo de padre nativo colombiano y madre japonesa de Hawái. La madre de Ariel, por su parte, era hija de un haitiano y de una judía polaca cuyos padres habían escapado por los pelos de la insurrección del gueto de Varsovia. Hablaba con fluidez cinco lenguas, todas ellas con el mismo acento extranjero. Por sus venas corrían tantas sangres que le resultaba imposible decir a qué raza pertenecía. Además, era guapo. Poseía una belleza que no era propia de ningún pueblo en particular, como si todos los rasgos posibles de la humanidad se hubieran combinado armoniosamente en su persona. Tenía la piel morena con destellos de cobre, una espesa melena negra y rizada, que a veces trenzaba, y unas cejas pobladas que dibujaban dos arcos perfectos sobre sus ojos. ¡Ay, sus ojos! En su caso, los espejos del alma no podían ser más luminosos. Todo lo miraban abiertos de par en par y, al mismo tiempo, con cierta languidez.

Deseaban desesperadamente estar a solas. El taller de Rosélie era el único refugio posible. Sólo los íntimos tenían permitida la entrada

Al cabo de un rato, Ariel y Rosélie sintieron la necesidad de alejarse de aquel bullicio, de aquel importuno corro donde se comentaba acaloradamente la última película de Ridley Scott, los infortunios de los palestinos y la hambruna en Etiopía. Deseaban desesperadamente estar a solas. El taller de Rosélie era el único refugio posible. Sólo los íntimos tenían permitida la entrada. Sin embargo, no dudó en franquear el umbral con aquel hombre a quien acababa de conocer.

Antes de dictar sentencia, Ariel examinó todos y cada uno de los lienzos con actitud de ser un gran conocedor de la materia. Le parecía que Rosélie había recogido el testigo de los artistas del neoexpresionismo alemán. ¡Cómo su pintura podía ser tan violenta, sombría y viril siendo ella tan femenina y dulce! De manera que a ella también le gustaban los primates, esos seres con ojos de vidente que eran como humanos en miniatura. ¿Conocía la historia de aquella señora de Cuba que albergaba en su palacio todo tipo de chimpancés? ¿Había visitado la Casa Azul en México? ¿No? ¡No hay nada más poderoso que el arte, capaz de forjar diálogos a través del tiempo y el espacio!

Era, por cierto, amigo de Fina. Dirigía un centro de arte en el Bronx, bautizado Nuestra América en homenaje a su héroe, José Martí. El Nuestra América no era una academia como las demás. Para empezar, todo era gratuito. Tanto las clases como el material. El conocimiento no debe tener precio. Además, tenía por lema la siguiente cita de Montaigne: “Hombre honesto es aquel que se ha mezclado”. Dada su situación, el centro acogía sobre todo a adolescentes latinos, aunque también atraía a numerosos jóvenes afroamericanos, caribeños y asiáticos. De hecho, en él podía encontrarse todo tipo de personas: ancianos de ambos sexos y todos los colores que, después de pasarse la vida entera trabajando sin descanso, se entregaban a los placeres de la creatividad; toxicómanos que intentaban reemplazar una pasión con otra; ricos ociosos en busca de una ocupación; pobretones tratando de olvidar su pobreza, ateos, devotos locos… Todos acudían para aprender la siguiente verdad esencial, por simplista que pueda parecer: el arte es el único lenguaje universal, la única lengua hablada en todos los rincones de la Tierra y sin distinción de nacionalidad ni raza, esas dos plagas que impiden la comunicación entre los hombres. Cada fin de año, Ariel organizaba un evento para exponer y vender las obras de sus alumnos. Era la única actividad material permitida en aquel templo de la espiritualidad donde el lucro no tenía cabida. Acudían entendidos de todos los países de América Latina. En una ocasión vino incluso un grupo de japoneses. En otra, unos senegaleses de Kaolack. Todos los años el Festival Spoleto se quedaba con varios lienzos. Un par de meses antes, el New York Times le había dedicado una página completa: “Ariel Echevarría: hombre de la globalidad, no de la globalización”.