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¿Cuánto de humano hay en ser humano?

Svetlana Alexiévich es la escritora bielorrusa que narra en sus libros grandes conflictos bélicos sin describir batallas. Las batallas de sus libros están reconstruidas con los testimonios dolorosos, principalmente de mujeres y niños que las libraron cotidianamente y sobrevivieron a ellas. También describió la catástrofe de Chernóbil a través de las voces de los ciudadanos anónimos que vivieron para contarla. El Cultural ofrece a los lectores el recorrido que Ricardo Lugo Viñas hace por su obra

Svetlana AlexiévichArte digital > Belén García > La Razón
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En diciembre de 2015, la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich recibió en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura. Como sucede en esos casos, la nominación trajo consigo la difusión planetaria de su obra. A nuestro país sus libros (o por lo menos dos de ellos: Voces de Chernóbil y La guerra no tiene rostro de mujer) llegaron un mes antes, en noviembre, y colmaron los escaparates de prácticamente todas las librerías. Para entonces, en América Latina, Svetlana era prácticamente una desconocida.

Recuerdo bien que, al furor de los días posteriores a que se anunciara la ganadora del Nobel de aquel año, algunas voces, todas masculinas, se alzaron para tratar de desestimar los méritos artísticos y literarios de Svetlana, de cuya obra el comité de la Academia Sueca acababa de referirse como “un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo”.

Entre otras cosas, aquellas voces “críticas” tildaban a Svetlana de ser una autora efectista, interesada en conmover a sus lectores, y por cuyas páginas corrían ríos de vehemente sentimentalismo. Otros fueron aún más allá y se atrevieron a cicatear la condición de escritora de Svetlana, a la que acremente se referían como “una simple periodista”. 

Así pues, decidí comprobar si aquellas afirmaciones y percepciones de grandes e ínclitos señores tenían algún dejo de verdad. Comencé con La guerra no tiene rostro de mujer. Acodado en la barra de la cantina El Recreo, emprendí su lectura. Inicialmente pensé que sería un libro sobre la guerra; sobre la historia de las mujeres en la guerra. Pero pronto comprendí que se trataba de una obra más bien poco convencional porque, como declara la misma autora en las primeras páginas, “las personas son más que la guerra”.

Comienzo a leer y un efluvio de voces de la vida diaria, todas femeninas, de historias de compasión y de dolor, aparecen frente a mis ojos. Y es que es preciso recordar que durante la Segunda Guerra Mundial el fenómeno femenino se hizo más que patente. Las mujeres participaron como nunca en todos los frentes de todos los ejércitos. Sin embargo, el caso del ejército soviético no tiene parangón: más de un millón de mujeres sirvieron en todas las especialidades militares. Francotiradora, conductora de carro tanque, jefa de sección de zapadores, partisana, cirujana militar… el femenino de esas “actividades y condiciones masculinas” surgió durante esa guerra. 

Y el libro es sobre eso. No sobre la guerra, sino sobre las voces sobrevivientes de cientos de mujeres que participaron en el Ejército Rojo. Es un relato documental que, como la misma Svetlana confiesa, “rastrea el sentimiento, no el suceso”. Y más adelante puntualiza enfática, ella que como a muchos soviéticos se les trató de convencer que eran hijos de la Gran Victoria: “No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra. No escribo la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos. Soy una historiadora del alma. […] Una historiadora de lo etéreo”.

La declaración es brutal y contundente. Y a este propósito, evoco al gran José Emilio Pacheco que, en su “Inventario” del 25 de diciembre de 2010, se refirió a la condición del “sentimentalismo”: ““Sentimentalismo” es la cualidad del sentimental, es decir, “quien alberga o suscita sentimientos tiernos o amorosos y la persona propensa a tales sentimientos”. Hoy como ayer el sentimentalismo es un lastre para un mundo basado en la rapiña y la codicia. El primer mandamiento del decálogo hitleriano fue abandonar toda forma de sentimentalismo, en primer término la compasión”.

¿Por qué como civilización hemos preferido palabras vinculadas a la guerra (victoria, enemigo, triunfo, correcto, razón, poder) por sobre aquellas asociadas a lo que podríamos llamar humanismo? Y no sólo eso: ¿por qué estas últimas (como el sentimentalismo), a menudo provocan escozor, malestar, fastidio o, en el mejor de los casos, nos parecen una ramplonada, una cursilería?

Aunado a esto, el sentimentalismo ha sido estereotipado y endosado al universo de lo femenino. Al respecto Svetlana despliega la tesis principal de su libro: la guerra no tiene rostro de mujer. “No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra es fruto de la naturaleza masculina, de la que en muchos aspectos me siento muy alejada”; del patriarcado, del machismo… Porque las mujeres protagonistas de este libro saben que por encima de todo está vivir, y hablen de lo que hablen, siempre tienen presente la misma idea: “la guerra es ante todo un asesinato”. Por su parte, los hombres “permiten” con apatía y condescendencia que las mujeres entren en su mundo, su territorio: la guerra.

Mientras las fuerzas alemanas intensificaban el asedio de Sebastopol, voluntarias rusas empuñan la Tommy-gun en defensa de su país, junio de 1942.Foto: Especial

“La guerra es un mundo, no es un suceso… Aquí todo es distinto: el paisaje, el hombre, las palabras…” 

DISMINUIR LA HISTORIA

“Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia”, declara Svetlana. En La guerra no tiene rostro de mujer —y en sus demás libros, como se verá— existe una obsesión constante: la tentativa de disminuir la historia hasta que ésta tome una dimensión humana. La obra de Svetlana es un reclamo perenne por defender el espacio de lo diminuto, lo aislado, “ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano”. El planteamiento conlleva a pensar los grandes sucesos históricos a la luz de lo doméstico. Pequeñez por sobre la grandeza. Porque acerca de las heroicidades hay cientos de libros; una extensa bibliografía del poder. No así sobre las voces soterradas, anónimas, olvidadas…

Esta dimensión y valor que Svetlana le otorga a lo minúsculo, a lo doméstico y humano, y la consecuente reducción de la Historia, le ha causado severos problemas, reclamos, descalificaciones y hasta demandas judiciales (como veremos más adelante). Ha sido acusada, entre otras tantas cosas, de “vulgarizar” la grandeza de la historia, de la historia de la gran Patria, particularmente de ese enorme país que no hace mucho llamábamos la Unión Soviética.

Y es que en la obra de Svetlana no hay artificio, no existen la ficción: “No hace falta inventarse nada. Hay fragmentos de grandes libros en todas partes. En cada persona”, apunta. Por el contrario, se intenta exponer la verdad tal como es. Y para ello recurre a los testigos reales (Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial, es el título de su segundo libro). Dijo Svetlana, en el discurso que pronunció en Estocolmo el 10 de diciembre de 2015, al recibir el Nobel: “Es necesaria una “superliteratura”. Es el testigo quien debe hablar. También cabe recordar a Nietzsche y sus palabras: “Ningún artista tolera la realidad. No puede cargar con ella”. Por eso la vida real tiene fantasía. Y a propósito de los testigos, también reflexiona sobre la necesidad de aprender a apreciar y admirar “la vertiente oral” que tiene la vida humana. 

La obra de Svetlana es un reclamo perenne por defender el espacio de lo diminuto, lo aislado, ‘ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano

A este respecto, cuando en 1953 Juan Rulfo publicó su libro de cuentos El llano en llamas, fue criticado por algún sector que opinó que Rulfo solamente había transcrito en ese libro lo escuchado en la región de los Altos de Jalisco; que era una suerte de taquígrafo del habla. Mucho tiempo después, Rulfo tomó esa crítica y la convirtió en broma, así, cada que alguien se atrevía a increparlo sobre por qué había dejado de escribir, contestaba: “Es que ya murió mi tío que me contaba todas esas historias”. La anécdota la traigo a colación porque Svetlana fue juzgada de algo similar: de tan sólo transcribir los testimonios de sus entrevistados. Porque posiciona a los testigos en primer plano. Que sean ellos los que hablen. Y dicho ejercicio, como el de Rulfo o el de muchos otros escritores, requiere de creatividad, entereza, inteligencia y talento, para escuchar las historias, entretejerlas y presentarlas mediante la palabra escrita. 

Así pues, contar, subrayar y dignificar aquello que la Historia suele obviar, ignorar, o aun borrar; recordar que somos pequeños y que la vida está en lo minúsculo; que las diminutas voces humanas de los testigos hablen son, quizás, las características más valiosas presentes en la obra de Svetlana y gracias a ello ha logrado historiar magistralmente los sentimientos humanos de todas aquellas gentes a las que escuchó pacientemente.

CIENTOS DE VOCES A MI ALREDEDOR

El gran recurso de Svetlana es la escucha. La escucha, ese menudo problema… Al respecto, el filósofo alemán Karl Lenkersdorf (que vivió por casi 20 años en la región de Los Altos, Chiapas, y que se “tojolabalizó” al vivir como miembro de esa cultura) plantea en su libro Aprender a escuchar que escuchar siempre implica un esfuerzo consciente. Es decir, no basta “parar la oreja”, como reza el dicho. Y aunque conocemos qué es escuchar, no somos buenos para escuchar porque, entre otras cosas, no nos enseñaron a escuchar.

En la escuela nos aleccionan para hablar, leer y escribir. Pero por alguna razón no nos entrenan en la otra realidad de la palabra: la escucha. Tal vez porque se da como una actividad pasiva y obvia. Sin embargo, escuchar implica desarrollar y echar a andar una serie de habilidades intelectuales, físicas y corpóreas, tal como sucede cuando hablamos, leemos o escribimos.

Escuchar —siguiendo a Lenkersdorf— implica entender al otro desde su propia perspectiva y respetarlo. Además, requiere de empatía. Significa alejarnos por un momento del mundo del “yo” (ése plagado de ganadores, campeones, jefes, líderes, gritones y sordos) y trasladarnos a la realidad del otro, reconociéndolo en su voz.

Gracias a su escritura la palabra dicha por los otros adquiere cuerpo

Svetlana es una magistral escuchadora. “Flaubert se definía a sí mismo como una pluma humana, yo puedo decir de mí que soy un oído humano”, declara. Una gran oreja que escucha a otra persona, que lee su voz. Y añade: “Adoro cómo habla el ser humano… adoro la solitaria voz humana. Es mi gran amor y mi pasión”.

LA MEMORIA COMO CREATIVIDAD Y REVELACIÓN

El otro gran tema presente en la obra de Svetlana es la memoria. Las imágenes que los testigos guardan en la memoria. Sus obras documentan el pasado a través de la suma de las voces humanas. Pero no el pasado heroico o patriótico, sino el del hombre pequeño. Y para reconstruir la memoria, Svetlana emplea la palabra. La palabra en sus cuatro realidades: escuchada, dicha, leída (leo la voz) y escrita. Gracias a su escritura la palabra dicha por los otros adquiere cuerpo.   

“Los recuerdos son el renacimiento del pasado, cuando el tiempo vuelve a suceder”, apunta. Mediante el recurso de la pregunta, Svetlana reúne miles de cintas con horas de entrevistas. Pero, ¿qué pregunta? “No hago preguntas sobre el socialismo [o la guerra], sino sobre el amor, los celos, la infancia, la vejez, o la música, los bailes, los peinados, sobre infinidad de detalles de una vida que ha desaparecido. Esa es la única forma de mostrar, de adivinar algo, inscribiendo la catástrofe en un contexto familiar.”

Para Svetlana recordar y hablar son actos creativos. Porque cuando alguien narra desde su memoria, desde el flujo de la conciencia, “la gente crea y redacta su vida”. Entonces los testigos hablan, y Svetlana escucha, anota, piensa. Y cuando esos testigos hablan desde sus pensamientos desenterrados de la memoria aparece la revelación. La memoria como revelación. Amargas y tristes claridades que se develan al echar la propia mente hacia atrás, recordando, narrando lo vivido…

EL LIBRO DEL TIEMPO

Svetlana Alexiévich, que nació el 31 de mayo de 1948, en Ucrania, ha escrito cinco libros: La guerra no tiene rostro de mujer (1985), sobre las voces de las mujeres sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. Últimos testigos (1985), acerca de los niños sobrevivientes que participaron en la guerra; Los muchachos de Zinc (1989) que reúne los testimonios de las madres y los sobrevivientes de la guerra del ejército soviético en Afganistán, entre 1979 y 1989 (y por el cuál Svetlana fue llevada a juicio pues los soldados opinaron que “narra una verdad tan horrible que suena a mentira”); Voces de Chernóbil (1997), sobre el desastre nuclear en aquella ciudad en abril 1986, y que según Svetlana representó otro tipo de guerra que rompió el hilo del tiempo; y El fin del «Homo soviéticus» (2013), una monumental obra —no sólo por sus 643 páginas— sobre el derrumbe y la desarticulación política y cultural del régimen soviético en 1991.

Sin embargo, tras leer su obra completa, uno tiene la sensación de que esos cinco libros son en realidad uno solo: El libro del tiempo. Traigo las palabras del hermético escritor Cormac McCarthy, cuando afirmaba que todo gran escritor posee un único tema. Todo lo demás son tan sólo variaciones. En su caso, el gran tema es la frontera. En el caso de Svetlana, pienso: la condición humana bajo el drama del socialismo; bajo la égida de la época soviética; la historia del alma ruso-soviética. Y ese gran tema es atravesado por tres grandes subtemas: la guerra, la catástrofe nuclear de Chernóbil y el colapso de la utopía del imperio socialista.

Pero además Svetlana plantea a lo largo de su obra un asunto filosófico muy sugerente: el derecho del hombre a no matar y la filosofía de la vida, en contraposición a la filosofía de la desaparición. 

Restos de la central nuclear de Chernóbil destruida el 26 de abril de 1986.Foto: Especial

Hacia la mitad de El fin del «Homo soviéticus» hay un relato verdaderamente estremecedor que bien resume el cariz de la obra de Svetlana. Se trata del testimonio de un joven militar que está próximo a contraer matrimonio con la nieta de un veterano que sirvió como alto oficial en el ejército ruso. Aquel venerable anciano, de nombre Iván D., vive muy bien, con honores y con una jugosa pensión. El Estado le ha dado una dacha, de esas que sólo le entrega a intelectuales o escritores (como a Turguéniev o Pasternak). En la víspera de la boda, la familia entera se traslada a la dacha para pasar unas vacaciones.

Es una finca muy lujosa, familiar, llena de paz. Pero un día las mujeres de la casa se van a la ciudad y sólo se quedan en la casa de campo el joven militar y el veterano Iván. Se emborrachan de lo lindo. Sobre todo, Iván. Entonces, a la luz de las blancas llamas del alcohol, se abre el abismo del horror… El anciano Iván, orgulloso, le confiesa al joven las monstruosidades que perpetró como verdugo al servicio de la NKVD (el Comisariado del pueblo para asuntos internos, antecesor del KGB) contra “los enemigos del pueblo” …

El Estado era el universo de aquel hombre.

Por momentos uno quiere cerrar el libro…

“Solemos creer que los monstruos tienen cuernos y pezuñas. Pero te ves de repente ante un hombre en apariencia normal... Un tipo que se sorbe los mocos, un hombre enfermo que bebe vodka...”, confiesa el joven militar, y añade: “El mal hipnotiza… Se han escrito cientos de libros sobre Stalin y Hitler... […] El hacha está ahí esperando… El hacha sobrevive a su dueño.”

A la mañana siguiente, el joven militar se marchó de aquella dacha. No hubo boda. “¡Tremendo fue aquello! ¿De qué matrimonio podíamos hablar después de esa confesión? Yo no podía volver a aquella casa. ¡Es que no podía! ¡De ninguna manera!”, concluye.

“La persona es más que la guerra. La ley marcial no es ley humana” (Svetlana).

CIERRO MIS APUNTES…

La obra de Svetlana permea generaciones. Es uno de los testimonios más auténticos, conmovedores e inteligentes acerca de la historia del siglo XX. Una épica obra que constantemente nos hace plantearnos aquella espiritual interrogante de Dostoievski (que Svetlana cita en La guerra no tiene rostro de mujer): “¿Cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay dentro de ti?”. Somos gente de concilio y de esperanza, así nos lo ha enseñado la historia, y estamos acostumbrados a vivir juntos y en común. Hay esperanza.

Hasta la fecha, los libros de Svetlana están prohibidos en Bielorrusia, la tierra de su padre y la ciudad en la que se formó, gobernada por el llamado “último dictador de Europa”: Aleksandr Lukashenko, quien este 2024 cumplirá 30 años como presidente de ese país. En 2020, Lukashenko enfrentó una fuerte oposición. Y la enfrentó a su manera: “Me caracteriza un estilo de gobernar autoritario, y siempre lo he admitido. Es mejor ser dictador que ser gay”, declaró. Su gobierno encarceló al líder de la oposición y a cientos de personas más.

Svetlana, que manifestó su apoyo al movimiento femenino y juvenil contra el gobierno de Lukashenko, se vio tan acosada por la policía secreta bielorrusa que tuvo que abandonar su casa de Minsk, a la vera del río Svíslach. Ahora, desde el exilio, Svetlana Alexiévich busca y escucha sus textos en las voces de alguna ciudad del centro de Europa. Recientemente ha declarado que se encuentra escribiendo un libro sobre el amor.